miércoles, 29 de julio de 2020

Comer es de pobres

“Comer es de pobres”. Lo repite mi amiga la pintora Carmen Rodríguez Palop cada vez que, en mitad de una conversación de barra, alguien sugiere apoltronarse a comer en una mesa. Esa necesidad – o mucho peor: ese gusto – de apesebrarse frente a un plato a llenarse la boca de materia orgánica en descomposición – en lugar de usarla para lo que Dios la hizo, esto es, para recrear el mundo con ella – es de gente, piensa ella, con muy poca alma.

En la misma línea, leía al editor Andreu Jaume recordándonos cómo el culto contemporáneo al cuerpo (esa cosa idealizada por el cuñadismo metafísico), esto es, a la salud, al deporte, al sexo, al despelote sin complejos (¡Ah, el horror! ¡El horror!) y a la gastronomía, están relegando al espíritu y al lógos a una posición marginal. Los cocineros – decía Jaume – son ahora nuestros filósofos – una reducción gaseosa de los más líquidos y posmodernos –.

Por esto admiro la defensa desenfadada y sin esperanzas (¿habrá otra más digna?) que hace la Palop del espíritu sobre la carne, de la figura erguida, en vigilia perpetua, del conversador de barra – vino en ristre y escudo de tapa contra la gula – frente a la sanchopancesca del que busca apoltronarse junto a un plato. Fíjense que la afición desmedida a sentarse a comer es siempre un síntoma de decadencia moral y cultural (y, políticamente, de que hay principios que cocer al hedor de apetitos más crudos). Por ello, cuando uno cree no creer ya nada (y le faltan criadillas para darse a drogas más potentes) se tira a la manduca como animal de granja o bellota (según la renta). Y que, por lo mismo, una civilización comienza su declive cuando del frugal avituallamiento en campaña – y el culto al vino – pasa al boato de los banquetes – y a otras y más apolíneas flatulencias –. Recrearse en la comida es depresivo, terminal, la más vana huida hacia el barro y la tumba – o, cuando menos, hacia el sopor y la siesta –. 

Pero lo peor es que el imperio de esa figura tontorrona, sentimental, frívola y tolerante con todo (lo que no amenace su interés) del gordo Sancho Panza (hoy encarnado – o empanado – en parte en el “amante de la gastronomía”), no solo representa, sublimado, el orbe burgués (es su arquetipo moral, tan distinto al del guerrero, el sabio o el santo, todos ellos humanamente en forma, esto es: bélica o espiritualmente activos), sino que ha colonizado (de “colon” y no de “colonus”) el espacio popular – el de las tabernas, por ejemplo, sustituidas por franquicias de mesa obligada y engorde por turno –  y empapado lo que hoy se nos quiere hacer tragar como cultura. Comprueben, si no, el desenfrenado festín de menudillos en torno a lo gastronómico con el que se anda empachando a la gente (programas y concursos de cocina, secciones sobre el “arte de comer” en los periódicos, cocineros opinando en los platós, gastro-bares, rutas gastronómicas…), si bien no todos comen aquí en la misma olla.  Así, mientras el neoproletariado saca barriga, y hasta obesidad mórbida, cenando frente al masterchef de la tele, la neoburguesía – incluyendo la progre y descreída ya de toda resistencia al consumo – luce la forma del viejo proletario famélico adoptando “posiciones ético-filosóficas” no menos ligadas al condumio: el vegetarianismo, el slow food, los alimentos orgánicos, el sibaritismo erudito, el cosmopolitismo culinario, la religión hortelana… Se ve que la democratización de las proteínas obliga a una versión más distinguida del culto al estómago.

Sin embargo, y de milagro, junto a este guiso cultural soso e insípido (la excepción pantagruélica se vuelve hastío cuando se convierte en norma), aún sobrevive la figura asténica y quijotesca, raciocinante o mística – según el vino – del conversador de barra, siempre con el hambre justa que requiere el ingenio. Por esta figuración tan griega del espíritu trasiegan aún nuestra raíz y nuestro sino. Cultívenla y abandonen esa obsesión pueril por amamonarse comiendo, hablar de comida, fotografiar platos, buscar mesa… No lo olviden: aunque se deje usted timar (cuestión de imagen) en los locales más cool del universo, la verdad no se cocina, y comer seguirá siendo cosa de pobres. No de solemnidad, sino de espíritu.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí. 


miércoles, 22 de julio de 2020

¿Para qué tener hijos?




A finales de siglo la población de este país se habrá reducido en un 50%. España será un solar casi vacío, pobre y lleno de viejos. Lo dice la prestigiosa revista The Lancet. Y lo corrobora el INE: la tasa de natalidad sigue en caída libre, con 7,6 nacimientos (7,1 en Extremadura) por cada 1.000 habitantes, el dato más bajo desde 1941.

¿Qué se puede hacer? Las ayudas económicas no sirven de mucho. Nadie tiene un hijo porque le premies con un cheque-bebe. Es cierto que disponer de empleos estables, facilidades para la conciliación laboral, viviendas asequibles o ventajas fiscales ayudan, pero no son la panacea. En circunstancias mucho peores la gente tiene hijos a mansalva; y en otras mucho mejores (piénsese en países con mayor cobertura social que el nuestro) se siguen teniendo los mismos (pocos) hijos que aquí

Del resto de las opciones, algunas (restringir el acceso a los servicios de salud reproductiva, elevar la edad de jubilación) son inaceptables, y otras (la robotización del trabajo) fantasiosas. La única salida, según el estudio de The Lancet, es facilitar la inmigración. Lejos del mensaje enloquecido de la ultraderecha, los migrantes no solo no son una amenaza, sino que son, en varios sentidos (demográfico, laboral, económico), nuestra única esperanza de salvación. De ahí el interés (y no solo la obligación moral) de abrirles vías seguras de acceso, regularizar a los que ya hay e invertir en la integración de los que vengan.

Ahora bien, la solución migratoria esconde un problema. Si los migrantes se asimilan, como es esperable, a algunos de nuestros estándares socioeconómicos y culturales (mayores ingresos, acceso de la mujer a la educación y el trabajo, participación del modo de vida europeo), estaremos de nuevo en las mismas. Porque la baja natalidad no es – hay que decirlo ya – un asunto anecdótico o pasajero, sino un elemento estructural (esto es: moral e ideológico) de nuestra cultura.

Nuestra forma de vivir depende de modelos morales, esto es, de creencias, valores, arquetipos y fines considerados fetén. Tales valores y fines apuntan, en general, a un tipo de plenitud humana fundada en la realización y el éxito profesional de un lado, y en el consumo de experiencias gratificantes (sin más coste que el económico), del otro. Son dos objetivos netamente individuales (el individuo – y no ya la familia – es el verdadero sujeto social) y difícilmente compatibles con tener hijos: por regla general (y a no ser que “subcontratemos” la crianza, como ha hecho siempre la gente de postín), los niños lastran el desarrollo profesional y limitan un estilo de vida basado en el placer y el consumo.

Si los hijos ya no son un simple proceso natural (ni los manda Dios ni responden a un “instinto” irrefrenable), ni una fuente de beneficios materiales (ni vienen con un pan bajo el brazo, ni son el sostén de nuestra vejez, ni la perpetuación de nuestro patrimonio), ni una “marca” de prestigio (ni hacen “verdadera mujer” a la mujer, ni “reconocido padre de familia” al varón), solo pueden ser el fruto de una compleja elección moral. Ahora bien, insistimos, ¿por qué habríamos de sacrificar, aun parcialmente, nuestra carrera, o lo que entendemos por “buena vida”, para tener hijos? Vale que dejemos esto (tal como los trabajos que ya no queremos hacer) a los migrantes. Pero ¿y cuándo ellos sean como nosotros y prefieran, también, triunfar y pasarlo bien en lugar de esclavizarse criando niños?

A un problema moral solo cabe darle una respuesta moral. A mí se me ocurren, por lo pronto, dos: la primera sería reconocer el valor incalculable que supone la tarea de educar a los hijos; al lado de esto, triunfar en casi cualquier otra profesión resulta una zarandaja insignificante. La otra sería deshacer la confusión entre darse una “buena vida” y malgastarla en simulacros más o menos gozosos (comprar, viajar, entretenerse…), cuya consecuencia, tarde o temprano, es la de una creciente sensación de vacío. Si logramos hacer ver esto, podríamos empezar a convencernos de que tener hijos no es un “sacrificio” ni una elección irracional, sino una de las maneras más bellas, generosas y consistentes de dar sentido a la vida. 

Esté artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura, La Opinión de Murcia




miércoles, 15 de julio de 2020

Censura de izquierdas



Seguramente ya conocen la carta publicada en EE.UU. por más de 150 intelectuales, periodistas y artistas, en la que se denuncia el clima de acoso a la libertad de expresión por parte de la llamada “izquierda identitaria”. Más acá del contexto genuinamente norteamericano en que se inscribe, el contenido de esa carta podría servir para describir el ambiente opresivo de puritanismo ideológico y corrección política que, también en nuestro país – y aun (y aún) de manera más laxa –, obliga a pensárselo dos veces antes de entrar a debatir sobre ciertos temas – prostitución, aborto, feminismo, nacionalismo, identidad de género, discapacidad – …

No creo que haga falta buscar ejemplos. Peticiones de retirada de libros, linchamientos mediáticos, denuncias y boicots a profesores o conferenciantes, censura o cancelación de obras o eventos artísticos, van conformando, también aquí, una atmósfera asfixiante que empobrece el debate, promueve el miedo a discrepar, y sustituye la argumentación por la trapacería demagógica, el escrache y el linchamiento en las redes.

Sin duda que este ambiente opresivo se fomenta igualmente desde la derecha más recalcitrante (recuerden la “ley mordaza” y la gente encarcelada por manejar títeres, contar chistes o blasfemar), pero resulta especialmente interesante (y preocupante) el caso de la izquierda, sobre todo por las razones con que pretende justificarlo. De hecho, la carta de marras, firmada por adalides de la izquierda tradicional como Noam Chomsky, ha recibido ya la correspondiente réplica desde la “otra” izquierda. Veamos sus argumentos.

El primero y más tosco (lo esgrime recientemente Andrés Barba en El País) es que “la cosa no es para tanto”. ¿Qué se lincha a personas? Sí; pero en muchos casos esos linchamientos acaban en nada (¡qué suerte!), y en otros se vapulea a tipos que no son trigo limpio, o que representan a las clases privilegiadas (sic); en todo caso – se afirma – este tipo de barbarie es el cauce inevitable para dar voz a los sin voz y fuerza a movimientos sociales más justificada u ordenadamente “justicieros”.

El segundo argumento es el de “esto es la guerra (cultural), muchacho”. Es el argumento que reniega de los argumentos. O la idea de que las ideas, el diálogo y todas esas formas “filosóficas” de contrastar opiniones, no son más que una concesión inoportuna a las élites. Inoportuna porque ahora no es el momento de pararse a debatir (nunca lo es para el fanático político), y elitista porque la gente que hay que defender no está para filosofías. Paternalismos aparte, se trata aquí de viejos teologemas revolucionarios (el antiteoricismo y la reducción de las ideas a ideología, la justificación de los medios en función de inmaculados y brumosos fines, la concepción romántica del activismo gregario) nunca probados, siempre fracasados, y defendidos, ahora, por una nueva generación de pijos burgueses de estética alternativa que pretenden cambiar la sociedad vía Twitter. 

El tercer argumento y el más citado (véase la réplica de O. Nwnevu en The New Republic o la más colectiva en The Objective) es que los firmantes de la Carta (además de Chomsky, gente como Salman Rushdie, Margaret Atwood o la feminista Gloria Steinem) no son más que viejos popes de la cultura, sin casi otro mérito que ser varones y/o blancos y/o héteros y/o ricos, atemorizados por la vocinglería de los desheredados que amenaza, al fin (gracias, por cierto, a esos “izquierdistas” que son Jack Dorsey o Mark Zuckerberg), sus privilegios. Pero esto es pura demagogia. La lucha por incluir todas las voces al debate público no solo no es opuesta, sino que está absolutamente vinculada a la exigencia de que dicho debate exista, esto es: a que se permita opinar de todo con libertad, que es lo que pide, sustancialmente, la carta.

Ya lo dijo Kant (varón, blanco, etc.): la revolución no consiste en cortar cabezas (sustituyendo una tiranía por otra) sino en transformarlas. Y para esto es imprescindible convencer. Y para convencer es necesario el diálogo libre y crítico, libre de censura. Todo lo contrario de lo que pretenden los revolucionarios – y los iluminados del ala opuesta – en el mundo de la Twittersphere.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.


jueves, 9 de julio de 2020

Summer is coming



El cambio climático se acelera. Según nos dice la AEMET desde los años 60 llueve casi un 20% menos, y en los últimos decenios se han acumulado los años más secos y calurosos jamás vistos. “The summer is coming”, podrían decir los personajes de Juego de Tronos contemplando el paisaje, agostado ya, de Los Barruecos.

Las consecuencias del cambio climático son claras (desertización, incendios, subida del nivel del mar, fenómenos meteorológicos extremos…). Y la causa principal, reiteran los informes científicos, también: el incremento de gases de efecto invernadero fruto de nuestra manera de vivir, producir y consumir.

Ahora, la pregunta del siglo. ¿Por qué no hay una reacción más enérgica a la crisis climática (más allá de las tibias medidas acordadas – y sistemáticamente transgredidas – hasta ahora)? La respuesta es compleja, pero se pueden señalar algunos factores de naturaleza psicológica y ético-política.

Entre los elementos psicológicos más desmotivadores esta la complejidad con la que se percibe cualquier solución a escala global (poner de acuerdo a cientos de países, y a miles de millones de individuos, cada uno con sus problemas e intereses, es un logro improbable). Otro agente desmoralizador es la falta de visibilidad de alternativas viables y atractivas (afrontar la crisis climática exige cambios en nuestra manera de vivir, pero ¿cuáles y hasta qué grado?). Por último, los efectos más palpablemente catastróficos parecen todavía relativamente lejanos – y ya saben que solo nos inquieta de veras lo que experimentamos como próximo o inminente –.

En todo caso, los principales obstáculos para afrontar con firmeza la crisis climática son éticos y políticos. De entrada, no existe ninguna institución internacional con el poder necesario para ejercer la coerción legal que exigen las circunstancias. Y no la hay porque en la mayoría de las sociedades y grupos de poder impera aún el tipo de “realismo político” que impele a ver el mundo como un juego de tronos en que la lucha por la hegemonía y el beneficio particular se concibe casi como una ley de la naturaleza; creencia a la que hay que añadir el dato – importante – de que los efectos del cambio climático no resultan igual de perjudiciales para todos – y que quien sepa aprovechar esa ventaja se situará en una posición de indudable privilegio –.

Este “realismo político” y el modelo moral adyacente – fundado en valores como la competencia, la acumulación de bienes materiales, la lealtad exclusiva a los “tuyos”, la instrumentalización de los demás, etc. – son, en el fondo, los principales obstáculos en la lucha contra el cambio climático, y no son, en absoluto, fáciles de eliminar.

Repárese en que la principal argumentación que suele oponérseles es del todo inofensiva: la presunta obligación ética que tenemos con las generaciones futuras. La respuesta del realista a este imperativo moral es, para él, más lógica que cínica: “¿Por qué voy a moderar mi bienestar presente por el de personas que no solo no conozco, sino que ni siquiera han nacido?”. Racionalmente (si utilizamos el término “razón” en sentido moderno) no hay ningún motivo para solidarizarse con quien no te puede pagar el favor. ¿Sacrificarte gratis? ¿Por qué?

El gran problema de la “ética del deber” (aparentemente contrapuesta a la del interés) es que carece de fundamentación racional desde los presupuestos del pensamiento contemporáneo. Si todo lo que hay es lo que la ciencia dice que hay, es de locos preocuparse por nada que no sea el “carpe diem” horaciano. El futuro, la salvación, la permanencia de vida humana sobre la Tierra… son anhelos puramente metafísicos. En el mundo físico nada permanece realmente y no hay nada, pues, que “salvar”, ni futuro o sentido alguno por el que sacrificar el ahora.

¿Entonces? Afrontar la crisis climática que se avecina exige una revolución moral e intelectual: superar la moral y la metafísica pobre que representa el materialismo, y reconsiderar más profunda y racionalmente las cuestiones fundamentales acerca de la naturaleza de lo real, de lo que somos los humanos, y de lo que, en consecuencia, debemos creer, hacer y esperar.

Este artículo fue publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo original pulsar aquí.





jueves, 2 de julio de 2020

¿Una vicepresidencia científica?


En un reciente artículo, el neurocientífico Rafael Yuste y el ingeniero Darío Gil (Que la ciencia revolucione la política, El País, 7/6/2020) proponían distintas medidas – la más destacable la de crear una “vicepresidencia científica” – con que asegurar la presencia de la ciencia en las esferas de poder, algo que, según ellos, resulta imprescindible no solo para encarar situaciones como las de la actual pandemia, sino también para tomar todo tipo de decisiones gubernamentales.

Como el artículo ha complacido a algunos de mis amigos más entusiastas (ya saben el fervor religioso que despierta el positivismo cientifista), me apresuro a refutar su tesis, no vaya a ser que la cosa animé a más forofos de las utopías tecnocráticas (esas en las que los científicos, nobles y heroicos, vienen a gobernar y salvar el mundo – opuestas a las distopías, no menos frikis, en que los mismos científicos, ambiciosos y enloquecidos, se aprestan a destruirlo –).

La primera razón por la que los científicos no deben tener poder político es que la ciencia no sabe más que usted o que yo acerca de lo que se debe hacer con ese poder. Y digo “lo que se debe” porque la política trata, fundamentalmente, de aquellos fines, normas y acciones que, por considerarlas buenas o justas, debemos proponernos como marco legítimo de convivencia. Ahora bien, para saber qué es “lo que se debe” no vale el método de la ciencia – lo “bueno” o lo “justo” no son “hechos” observables o sujetos a experimentación –. Por eso a casi ningún científico serio se le ocurre que su competencia como tal le habilite especialmente para ser gobernante. ¿Esto quiere decir que las ciencias (la economía, la biología, el urbanismo, la propia politología…) no sean políticamente valiosas? En absoluto; los científicos deben asesorar a los políticos proporcionándoles datos y opciones, calculando las consecuencias de tales opciones y, llegado el caso, contribuyendo a su realización, pero no, de ninguna manera, intentando determinar cuál o cuáles son políticamente las más justas.

El segundo motivo para no permitir que los científicos ocupen el poder es el rechazo democrático a la vieja idea platónica del “gobierno de los sabios”. Ese rechazo es fruto de la creencia (irracional, pero de sentido común para muchos) de que sobre los asuntos ético-políticos no hay conocimiento objetivo que valga (ni científico ni no científico), sino solo gustos u opiniones, por lo que la única forma de decidir qué leyes debemos ponernos es, en última instancia, la de la imposición de lo que quiere la mayoría (no por ser sabios, sino por ser mayoría). ¿Qué podría justificar entonces la pretensión de otorgar poder político a los científicos? Solo una de estas peregrinas suposiciones: o la creencia en que para gobernar justamente no se requieren criterios de justicia, o la suposición de que el conocimiento de tales criterios podría ser accesible a la ciencia (tal vez observando alguna circunvalación olvidada del cerebro). Juzguen ustedes.

El tercer motivo por el que la ciencia no ha de tener un acceso privilegiado al poder es porque, contrariamente a lo que la gente imagina, el saber científico no es ética o políticamente neutro. Que la ciencia no proporcione conocimientos éticos o políticos no quiere decir que no esté imbuida de valores o ideología (no solo la de los propios científicos, o la que se desprende de los supuestos teóricos y prácticos de su trabajo, sino también la de aquellos poderes que la sostienen institucional y financieramente). Esto explica que casi siempre haya científicos para todo (y para todo el que se pueda pagar una investigación que legitime sus propósitos).

En conclusión: los científicos tienen un rol muy importante como asesores, pero no como sujetos de decisiones políticas. La diferencia es sencilla. Y no verla clara es el primer paso para aceptar regímenes tecnocráticos en los que, en nombre de una presunta “asepsia” científica, se asumen ciegamente todo tipo de presupuestos ideológicos y se relaja el control ciudadano que debemos ejercer sobre los (cada vez más numerosos) comités de expertos que – indudablemente – requieren nuestras modernas y complejas sociedades.

Este artículo fue publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí. 

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