sábado, 26 de septiembre de 2020

Aula con candilejas

 

Siempre me ha parecido que dar clases es un poco como hacer teatro. Uno entra todos los días en las aulas, como un actor en escena, para intentar provocar que allí, más allá del tiempo, pase algo ilusionante, catártico, liberador, creativo… No siempre lo consigues, claro. Es difícil evitar la impostación, el simulacro, la tabarra, el cansancio a veces, pero de vez en cuando pasa, brota un atisbo de verdad, un rapto de comunicación, algo vivo alrededor de lo cual reconstruir la trama, el texto, el cuento que hay que contar… ¡Y es entonces que dar clases parece convertirse en la representación de una vibrante escena dramática, un diálogo auténtico, un descubrimiento, un encuentro memorable e irreversible! ¿No es eso lo que debería ser la educación?

Tal vez, pero no es sencillo, insisto. Cuenten ustedes, de entrada, con que nuestros alumnos acuden a la “función” obligados, sin consciencia de que son parte esencial de la obra, por lo que, por defecto, se limitan a aguantar con lo que “toque”, con tal grado de desesperación y aburrimiento a veces (tras horas de tostón) que, a la que te descuides, te montan ellos mismos el espectáculo.

Hay otras diferencias a favor del teatro: el actor no tiene que hacer cinco funciones al día (como el profesor), ni escribirse sus propios “textos” al llegar a casa, ni corregir las “actuaciones” de los alumnos, ni reunirse con sus familias, ni decenas de otras tareas entre “bastidores”. Además, y sobre todo, el actor no tiene al empresario poniendo palos en las ruedas a su propia producción, mientras que el profesor…

Desde hace cinco o seis leyes educativas, nuestro mayor empresario (la administración) anda empeñado en acabar con nuestro arte y convertirnos, progresivamente, en un engendro mezcla de administrativo, técnico-facilitador, psicopedagogo, vigilante jurado y trabajador social (últimamente, también, productor digital y asistente telemático) …

De momento, resistimos como podemos. Hemos aprendido, por ejemplo, a tomar como lo que es – simple retórica huera –, y a procurar olvidar en cuanto entramos en clase, la infumable farfolla de decretos y programaciones, de objetivos (de ciclo, etapa, curso, área, materia, unidad, sesión…), estándares de aprendizaje, criterios de evaluación, competencias, contenidos mínimos, no mínimos, procedimentales, actitudinales, transversales, y todo el resto de restos de naufragios de tantos brillantes y revolucionarios legisladores más decididos a pasar a la historia que a pasarse por un aula. 

Hacemos, también, todo lo posible para seguir creyendo y haciendo creer que somos profesores, entusiastas transmisores de valores y conocimientos, y no porteros, vigilantes de pasillo, guardianes de niños, mediadores familiares, o simples policías que han trocado los viejos gestos teatrales del maestro por la mueca administrativa del funcionario pasando lista, registrando ausencias, chequeando rúbricas, llamando a padres, rellenando informes, clasificando alumnos y tomando, a cada paso, las medidas oportunas…

Pese a todo, no sé si estamos tocando fondo. Como viejos cómicos nos reconvertimos hace tiempo, y con esfuerzo, al lenguaje audiovisual. Ahora se nos pide que nos hagamos “youtubers”, expertos en podcasts, peritos en redes, profesores y asistentes on-line. Todo por cuenta propia, claro (nuestros propios recursos, nuestro escaso tiempo, nuestra necesaria inventiva…). Y que, mientras tanto, prosiga la función, a treinta actores por clase, recitando con una mascarilla pegada a la cara, sin movernos ni relacionarnos, y todo con la misma vocación por insuflar vida, provocar, despertar, encender y hacer crecer a los alumnos…

Saben, ay, nuestros astutos mandarines, que esa vocación rebrota siempre frente a los ojos como candilejas de los chicos. Esa mirada, renovada y milagrosamente expectante, de los que, sin arte ni parte, hemos traído a este destartalado circo, son la última trampa, el chantaje definitivo por el que, pese a todo, salimos de nuevo a escena cada día, con las mismas ganas y nervios del actor primerizo, a hacer lo que haga falta para que el espectáculo continúe. Al menos, hasta que se nos desplomen encima la ilusión y el teatro. Vae victis.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Ideas

 

Filosofar es más fácil de lo que uno cree. Consiste en pararnos a pensar en lo que pensamos. Esto es: en hacernos una idea cabal de las ideas que nos bullen en la cabeza. Estas ideas no son cosa de poca monta. De manera más o menos vaga o consciente, son ellas quienes nos informan de lo que somos, de cuál es nuestro papel en el mundo, de qué sea el mundo mismo, o de qué debamos creer, hacer o esperar de él.

No obstante, mucha gente tiene la peregrina idea de que las ideas importan poco, y de que su vida se rige, antes que nada, por la experiencia sensible. ¿Será verdad? Miren, por ejemplo, en aquello que miran. ¿Podrían ver en ello algo de lo que no tuvieran ni idea? En absoluto. Si carecieran, no sé, de la idea de cerrojo, o de la idea de neurona, jamás verían cerrojos o neuronas. Y si, por el contrario, fueran cerrajeros o neurólogos, verían cerrojos y neuronas por doquier. Vemos según las ideas que tenemos. Por eso hay tanto conspiranoico: si se te mete en la cabeza la idea de que todo es un complot de Bill Gates, veras “pruebas” de ese complot (y a Bill Gates) allí donde pongas el ojo. 

Lo mismo cabe decir de las emociones y los sentimientos. Sentimos tal como pensamos. Si usted, por ejemplo, mantiene las casposas ideas de su abuelo con respecto a lo que es la “hombría”, es muy probable que sienta indignación y furia ante las demandas feministas. Y si cree que los desharrapados que vienen en patera a ganarse el pan son “invasores que vienen a acabar con nuestra cultura – y nuestros privilegios –”, sentirá, seguramente, miedo y odio hacia ellos. Y así con todo. Lo siento por los románticos, pero la cabeza es la que manda. Y cuando manda que nos dejemos llevar por el corazón, no hace más que dar patente de corso a las ideas más inconscientes y prejuiciosas. De ahí que a fanáticos y manipuladores de todo tipo (populistas, nacionalistas, publicistas, predicadores…) les mole tanto apelar a nuestras emociones.   

También los anhelos, intenciones, propósitos y todo lo que rige nuestra voluntad dependen de las ideas que albergamos. Incluso los deseos más primarios. Así, aunque tengamos muchas “ganas” de comernos un buen filete, si nos convencemos de que, para lograr nuestros ideales, es preciso hacer una huelga de hambre, o cambiar de dieta, acabaremos por no tener las mismas ganas. Todos tenemos amigos vegetarianos, antaño incisivos carnívoros, que, en virtud de sus nuevas ideas, han acabado por coger asco a los chuletones…

Todo es, pues, cosa de ideas. También su cuerpo, su cerebro o la ciencia lo son. Pruebe, si no, a pensar algo que no sea una idea, o a refutar esta misma tesis sin usarlas. Es imposible. Por eso, porque estamos hechos de ideas, es tan necesario descubrirlas, detenernos a dialogar con ellas, enfrentarlas unas a otras, y especular hasta… romper y – como la Alicia de L. Carroll – atravesar los espejos, esto es: las apariencias. 

Ir más allá de los espejos o apariencias, de los efectos, buscando las causas o ideas últimas, es la misión (tan imposible como necesaria) del filósofo. También, más modestamente, del científico (aunque este pocas veces repara en la naturaleza ideal de sus teorías y sus fórmulas). Conociendo las ideas que nos mueven y mueven la sociedad y el mundo, podremos cambiar o, al menos, prever sus consecuencias, y, así, adueñarnos de los hilos que, como a marionetas, nos animan y manejan. En la medida de lo posible, claro, pues las ideas son muy suyas (sobre todo las que parecen ciertas) y, a veces, nos poseen a conciencia. 

Pero, incluso para esto último tiene la filosofía solución: el diálogo con los otros, es decir, con las ideas que no tenemos (nada que ver con el monólogo polifónico de los adeptos o los “camaradas”). Cuando el diálogo es honesto (¿para qué, si no?), y tenemos la fortuna de topar con un alma grande y generosa, estaremos en situación de lograr ese catártico y salvífico estado en que se funda toda esperanza de libertad y crecimiento: el de no estar de acuerdo con nosotros mismos. O, como dirían los antiguos griegos, el de empezar a dejar de ser un pobre idiota.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Una educación con bozal


Este curso me va a pesar tener alumnos menos desbocados en clase. Si ya de antes eran llevados y traídos a golpe de timbre, separados de los amigos “con los que hablan”, anestesiados por la rutina fabril de lecciones y exámenes, vigilados por el sistema informático, y silenciados repetidamente por sus profesores, este año van a estar del todo embozados y “clavados” a sus sillas. No me cuesta – por desgracia – imaginarlo. Ya que, en gran medida, se les adiestra como a perrillos, con el hueso del punto y el palo del suspenso, no deja de ser coherente el colocarles ahora una cadena pintada en el suelo y un bozal.

Esta semana veremos cómo todo aquello que en los centros educativos tenía más que ver con la educación (expresarse y comunicarse libremente, experimentar, convivir, elegir por uno mismo, cultivar amistades y afectos…), y que solo sucedía en la periferia de las aulas – pasillos, recreos, excursiones… – o, excepcionalmente, en la clase de algún profesor “raro”, se acaba por esfumar del todo. Alumnos adolescentes, de entre doce y dieciocho años, no podrán, este curso (ya veremos hasta cuándo), salir al pasillo entre clases, levantarse, acercarse a sus compañeros o su profesor, saludarse o contactar físicamente, hacer actividades en grupo, compartir objetos, ir de visita a otras aulas, usar bibliotecas o laboratorios, tocar instrumentos, realizar actividades extraescolares, abandonar el centro durante el recreo, jugar al balón, salir del sector asignado en el patio, apoyarse en la pared, pararse a charlar en las entradas y salidas…

Como le leí el otro día a un amigo y experto docente, se ha prohibido todo aquello que enmascaraba y dulcificaba el proceso educativo, haciendo que este se muestre, de forma descarnada, como lo que realmente es: un enorme engranaje disciplinario destinado fundamentalmente a perpetuar las estructuras sociales, y un colorido (o grisáceo, según edad) almacén en el que depositar a los niños mientras trabajan sus padres.

Para este viaje no hacían falta alforjas. La educación presencial es preferible a la digital, sí, pero no a un coste educativo tan alto. Ni con un presupuesto tan bajo. Aunque desengáñense: solo con inversión económica no se soluciona nada. Autoridades, docentes y buena parte de la sociedad, ya venían contagiados (y embozados), desde antes de la pandemia, por una sustanciosa cantidad de virus ideológicos y prejuicios. De hecho, a no pocos profesores les va a parecer de perlas tener a sus alumnos (¡al fin! – dirán –) sentados y amordazados durante las seis horas diarias de clase.

En la insolación de este extraño y reconcentrado verano he soñado, a ratos, con que las administraciones, en un ejercicio insólito de cooperación, a la luz nimbada de un solemne pacto político, sistemáticamente asesorada por verdaderos expertos – no gurús de saldo – y miembros destacados – no mansos y enchufados – de la comunidad educativa, decidían aprovechar la crisis para dar un vuelvo definitivo a la situación. No solo para garantizar ese mínimo y mítico 5% del PIB, o los profes necesarios para que las ratios de alumnos fueran, valga la redundancia, razonables, sino para fijar una ley de educación estable, transformar el sistema de selección y formación de docentes, abrir y airear currículums, impulsar una necesaria renovación pedagógica, y dar un giro sustancial a lo que, por simple rutina, todavía creen muchos que es la educación. 

Luego despertaba y empezaba a temer que, más que una oportunidad, la crisis pudiera ser el pretexto perfecto para recoser la misma ley educativa con cuatro o cinco modificaciones biensonantes, recortar o congelar fondos, mantener ratios (para subirlas conforme vaya pasando la pandemia) y dejar todo como estaba o, peor, como una versión simplificada y básica de lo mismo: más orden, más disciplina ciega, más adiestramiento para el mercado, más control, y más mascarillas para el pensamiento crítico, la autonomía personal y el genuino deseo de saber. Ojalá me equivoque, pero, más allá de coyunturas sanitarias, la mascarilla en la boca y la disciplina cuartelera siguen siendo un símbolo de cómo muchos siguen entendiendo la educación. Con bozal.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura 

viernes, 4 de septiembre de 2020

Negacionismo y censura

 

Leemos estos días que algunos colegios de médicos expedientarán no solo a los colegiados que nieguen la existencia o gravedad de la pandemia, sino también a aquellos que cuestionen la validez de las pruebas o las medidas adoptadas por la autoridad sanitaria. El asunto es preocupante, ya que lo que parece castigarse no es la mala praxis de un médico, o la ilegalidad de sus acciones, sino, simplemente, que disienta de dictámenes científicos (y políticos) distintos al suyo. Ahora bien, ¿debemos impedir que un médico opine pública y libremente sobre aquello sobre lo que, además, es competente?

El filósofo Kant afirmaba que una de las condiciones del progreso social y político (no digamos del científico) consistía en permitir la máxima libertad de opinión en la esfera pública y académica, y restringirla en el ejercicio del cargo u oficio que cada uno desempeña. Así, y aunque, para garantizar el orden, cada funcionario, militar, profesor, médico o lo que sea, debería hacer su trabajo según lo convenido y sin chistar, una vez “libre de servicio” tendría – según el filósofo – el derecho (y hasta la obligación) de criticar públicamente, como experto, todo lo que considerase oportuno. Pues bien, este mínimo grado de libertad – el de poder opinar en público – es justo el que parecen negar estos colegios de médicos a sus miembros. Con el agravante de hacerlo en un campo (el de la ciencia) en el que, a diferencia de otros más dogmáticos (como la religión o el partidismo político), la crítica y la heterodoxia resultan imprescindibles para probar y perfeccionar lo que se cree saber. 

Los colegios aludidos esgrimen, no obstante, dos razones para justificar su censura: la excepcionalidad de las circunstancias, y el carácter poco riguroso o científico de las disensiones. Veamos hasta qué punto son estas razones válidas. 

La primera de ellas es una variante de la justificación más habitual del estado de excepción. Se viene a decir que, dado que estamos en una situación de emergencia y las opiniones críticas podrían generar alarma y confusión (¡amén de indisciplina!) en la ciudadanía, de debe impedir, por la seguridad de todos, la difusión de tales opiniones. Hay, sin embargo, dos contrarréplicas contundentes a este razonamiento: (1) la anteposición a toda costa de la seguridad a la libertad conduce a un estado de excepción crónico (solo hay que ir buscando o creando una amenaza tras otra) y, por tanto, a la pérdida total de control sobre el poder del Estado; (2) el trato paternalista a los ciudadanos, en este caso suponiéndolos incapaces de aceptar la natural controversia científica, es inconcebible en un régimen en el que esos mismos ciudadanos son los depositarios de la soberanía y, por tanto, aquellos a los que con más motivo se ha de informar y rendir cuentas.   

En cuanto a la segunda razón – “los médicos negacionistas no se apoyan en evidencias científicas” – hay que empezar por deshacer la falacia (llamada del “hombre de paja”) consistente en meter en el mismo saco a los fanáticos y negacionistas más chiflados, y a aquellos que cuestionan, razonadamente, la forma en que se está entendiendo y afrontando el problema. De hecho, y a tenor del criterio de los colegios de médicos aludidos, habría que expedientar a todos los científicos del mundo que, sin negar la existencia de la pandemia, recomiendan otras medidas de control o critican severamente las establecidas en países como el nuestro. Más al fondo, la réplica fundamental al argumento es clara: no hay una única forma de construir “evidencias científicas” (los hechos son interpretables de más de una manera). Esto no supone aceptar cualquier cosa, ni defender que “todos tienen (la misma) razón”, sino asumir que, en medicina, como en toda ciencia, cualquier tesis es meramente hipotética – hasta que se descubra otra mejor –. La controversia científica (y, aneja, la política y social – la ciencia no es cosa de ángeles –) en torno al coronavirus y la forma de afrontarlo remite, pues, a un debate, tanto entre expertos como entre ciudadanos, y no, en ningún caso, a expedientar a nadie – y menos a un médico – por manifestar su parecer.

Artículo publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura. 

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