martes, 26 de octubre de 2021

Psicólogos y botellones

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

¿Deliro si afirmo que vivimos en una sociedad “psicopatologizada”, en la que muchos de los problemas sociales o morales se pretenden arreglar con psicólogos? ¿Es paranoico decir que la psicología forma parte hoy del dispositivo ideológico que nos amansa y ciega con el mayor de los cuidados? ¿Supone un exceso de psicopatía por mi parte, en pleno frenesí publicitario-institucional en torno a la salud mental, expresar mis dudas al respecto? Vayamos por partes.

No hay duda de que el Estado debe ofrecer atención psicológica y de calidad para todos, ni de que hay que dejar de estigmatizar la enfermedad mental (un estigma debido, en parte, a que afecta a nuestra identidad como personas en mucha mayor medida que la enfermedad física). Ahora bien, dicho esto, y dejando las enfermedades mentales a un lado, ¿deben los psicólogos ocuparse del malestar emocional que destila por todos sus poros nuestra sociedad del bienestar?

Yo creo que no. Primero porque ese malestar solo es “emocional” en la medida en que no se deja analizar y entender fácilmente, por lo que lo que hay que hacer es dar a la gente herramientas intelectuales para hacer ese análisis (esto es: educación crítica, y no bonos para el psicólogo). En segundo lugar, porque ese malestar tiene causas objetivas (económicas, sociales, ideológicas) que solo pueden resolverse reevaluando nuestros valores (y actuando en consecuencia), algo que en ningún caso compete a la psicología como tal.

Dicho de otro modo: un psicólogo no es un sabio consejero espiritual, ni un filósofo experto en ética, ni un mago o sacerdote que te asegure la bienaventuranza. Así, si el mundo te parece una bazofia, o te das cuenta de que la vida no tiene sentido, o reparas con angustia en la soledad y miseria material y moral que te rodea, la solución no es hacer terapia. La terapia psicológica no puede suplir el análisis político, ético o filosófico sobre la propia vida, ni el compromiso para cambiar las cosas que deviene, eventualmente, de dicho análisis. Y estoy seguro de que los psicólogos estarán en esto de acuerdo conmigo.

El uso ideológico de la psicología como presunto remedio para todo arraiga, por demás, en la ingenua (yo diría que religiosa) creencia contemporánea en la omnipotencia de la ciencia para solventar nuestros problemas. La gente piensa que igual que el científico puede resolver (mágicamente, porque poca gente entiende cómo) problemas técnicos o logísticos, puede resolver también, encarnado en la figura del psicólogo, todo tipo de asuntos morales o existenciales. Pero nada de eso. No hay psicólogo o experto científico que nos libre de pensar en cómo debemos conducir nuestra vida para ser realmente dignos o felices.  

La psicopatologización de los problemas sociales y morales se extiende a todos los ámbitos. Estos días he tenido que escuchar, por activa y pasiva, que la creciente ansiedad y preocupación de los jóvenes no es la lógica consecuencia de sus escasas perspectivas de empleo, de la precariedad en la que viven, de las ideas erróneas sobre el éxito que les hemos metido en la cabeza, o del debilitamiento de los lazos comunitarios frente a la vorágine del narcisismo digital, sino, simplemente, de que “sufren de más trastornos mentales”. Así, más que una masa de jóvenes en situación de hartazgo y tal vez proclives a forzar un cambio sociopolítico, lo que conseguimos es una panda de trastornados cuya principal reivindicación es contar con más terapeutas. La estrategia, calculada o no, es perfectamente perversa.

Seamos claros. Lo que necesita la juventud no son psicólogos, sino perspectivas e ideas ilusionantes con las que dar sentido y transformar al mundo. Y también, y como diría un marxista, una cierta “conciencia de clase”. Es necesario recuperar los lazos de camaradería y solidaridad intra e intergeneracional, dañados por el ultraindividualismo de nuestro tiempo y acentuados por la cultura digital y la pandemia. En este sentido, diría que hasta un botellón es más “saludable” que hacer terapia on-line. Si le quitas el elemento criticable del alcohol (una crítica cuando menos curiosa en un país en el que hay veinte veces más bares que bibliotecas), el fenómeno del botellón no es más que una forma “low cost” de cultivar los lazos sociales en el único lugar accesible que aún no está sujeto al negocio (y al control) digital, y que la mayoría de los jóvenes pueden sentir como suyo, y que es el espacio público.

El día, por cierto, en que los jóvenes ocupen ese espacio no solo para beber y charlar, sino para exigir con justa fiereza el futuro que descaradamente les negamos, no iba a haber psicólogos (ni bares) suficientes para paliar nuestra apoltronada y culpable angustia de adultos.

 

 

 

lunes, 18 de octubre de 2021

Asignatura pendiente

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Cada vez que le cuento esto a mis alumnos, alucinan. En parte porque estas cosas, por suerte, casi ya no pasan (o eso espero). Era mi último año en el bachillerato nocturno y, como trabajaba, decidí, de acuerdo con los profesores, dejar un par de asignaturas para septiembre; una de ellas, mi favorita: Historia de la Filosofía. Tras estudiar a fondo y a placer durante el verano, hice mis exámenes lo mejor que pude, incluso con virtuosismo (ese virtuosismo amateur – y un tanto arrogante – del adolescente apasionado por una materia). Pero, para mi sorpresa, la profesora de Filosofía me puso un insuficiente como un castillo. ¡Un suspenso, y en filosofía! No solo se trataba de un golpe para mi ego, sino, sobre todo, de la condena a repetir curso con una sola materia, y a aplazar un año entero el examen de acceso a la Universidad.

De nada sirvió que al revisar la prueba no pudiera mencionarme ningún error de relevancia, ni que el resto de los profesores intercediera por mí, ni el notable de mi nota media. A la profesora no le parecía suficientemente bueno mi examen y punto. Y entonces, cuando ciertos profesores decían “y punto”, no había nada que hacer. Se podía reclamar, pero era perder el tiempo. Un desastre. Pensé hasta en dejar los estudios. Mi única y mísera satisfacción fue volver al instituto, recién acabada la carrera (de Filosofía, claro) y, con no sé qué pretexto, exhibir ante aquella profesora la sucesión de matrículas de honor de mi expediente, las becas, el premio del Ministerio, las primeras publicaciones…  Me quedé muy a gusto, sí. Pero el año académico que absurdamente perdí (y todo lo que ello supuso) no me lo quitó nadie.

Dicho esto, entenderán ustedes que aplauda, casi incondicionalmente, una ley educativa que, como la presente, viene a garantizar que las decisiones sobre la promoción de los alumnos sean obligatoriamente colegiadas incluso cuando hay suspensos. ¿Por qué? Porque una decisión tan compleja y determinante no puede depender de una sola persona, sino de todo el equipo docente, y de la ponderación lo más objetiva posible de todo un plantel de factores, y no solo de la valoración individual de un examen.

¿Que esto es difícil? Sí, claro. Educar es, en general, muy difícil. ¿Qué habrá que establecer criterios para no incurrir en arbitrariedades o agravios comparativos? Por supuesto. ¿Que esto va a convertir algunas sesiones de evaluación en algo más complicado que discutir sobre las décimas obtenidas en una prueba, o sobre lo “cortito” o lo “vago” que es un alumno? ¡Ya era hora! Tratar con complejidad lo complejo de evaluar a los alumnos es una vieja asignatura pendiente con la que, inexplicablemente, hemos pasado una y otra vez de curso y de ley educativa.

De otro lado, hay quien dice que permitir que se titule con uno o dos suspensos es el acabose de la “cultura del esfuerzo”. Pero esto resulta igualmente discutible. Partamos de la idea, que nadie niega, de que el esfuerzo es necesario para aprender. Pero también del hecho de que solo aprende el que quiere, es decir, el que comprende el sentido y el valor de lo que le enseñan. Así, si “esfuerzo por aprender” significa entregarse con firmeza a una tarea por decisión propia y porque se cree que vale la pena, ¿tan terrible es titular o promocionar a un chico o chica que se ha esforzado en la mayoría de las materias, pero no ha logrado descubrir el interés o valor de alguna? Salvo excepciones, que habría que considerar, no creo que esto sea, en este ámbito formativo al menos, ningún error de bulto. A no ser que lo que también queramos “enseñar” a los chicos es a pasar por el aro de aparentar aprender a toda costa lo que no quieren ni entienden, memorizándolo y reproduciéndolo mecánicamente (es decir, a no ser que queramos cambiar el esfuerzo genuino y con sentido, por el esfuerzo ciego y embrutecedor). 

¿Pero queremos eso? ¿De qué sirve el esfuerzo sin sentido? ¿Qué tiene que ver con la educación, es decir, con la relación entre el deseo innato de aprender y la competencia del profesor para encauzarlo desde la convicción en el valor de lo que enseña? Yo creo que nada.

Es, además, llamativo que se le exija al alumno demostrar constantemente su esfuerzo, mientras que este se le suponga, por defecto, y casi de forma vitalicia, al profesor. Algo que no casa con el principio de que un fracaso educativo es cosa de todos: del que enseña (que es el profesional), del que aprende, y de lo que rodea a ambos. Aunque solo paguen, como de costumbre, los más débiles. Por eso yo, tras mi insuficiente en aquel examen de Filosofía, tuve que quedarme un año en el dique seco, y la profesora que, contra toda evidencia y frente a todos sus compañeros, determinó que no merecía superar el curso, siguió con su vida tan campante, y sin que nadie le exigiera repetir algún tramo de su, me temo que inexistente, formación pedagógica.

 

 

lunes, 11 de octubre de 2021

¿Es democrático hablar mal?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Una de las máximas más certeras que conozco es esa de que “por la boca muere el pez”. Aunque se usa para aludir a gente poco discreta o mentirosa, se refiere también al hecho, obvio, de que es a través del habla como se desvela lo que las personas son.

Seguramente, todos tenemos la experiencia de topar con individuos de lo más aparente que, al mostrarnos su incapacidad para hablar o dialogar con inteligencia y sentido, han perdido, de golpe, todo su atractivo inicial. A lo sumo, y en caso de expresarse en algún otro lenguaje de menor rango – digamos, no sé, el de los mimos o los músicos –, se les ha podido aguantar un rato – todo lo sublime que quieran –, pero no más. Al fin, no solo de imágenes y emociones vive el hombre.

A veces pongo a mis alumnos en una reveladora disyuntiva. Tienen que irse a vivir para siempre a una isla desierta, y solo pueden elegir a uno de estos dos acompañantes: un perro que habla, o un ser de aspecto humano (todo lo atractivo que quieran) que únicamente puede ladrar. La mayoría escoge, sin dudarlo, al perro. Intuyen que un ser que no pueda comunicarse en un lenguaje verbal (o en algún otro análogo, como el de signos o el código Braille) ni siquiera merece claramente la categoría de “humano”.

Ocurre algo similar si colocan a un niño pequeño frente a la representación de un objeto u animal que hable como una persona y, a continuación, ante un personaje con forma humana que solo emita sonidos mecánicos o propios de otros animales. En el primer caso, el niño se identificará rápidamente con la cafetera habladora o el dragón parlanchín; en el segundo, probablemente se asuste y no quiera saber nada con el “monstruo” aquel. Lo humano del ser humano – lo saben hasta los niños – está, pues, en el hablar.

Tal vez parezca simple, o injusto, pero solo encuentro dos criterios fiables a la hora de evaluar como tal a una persona: su aptitud para dialogar con honestidad y empatía, y que sepa escribir o, cuando menos, hablar. No me interesa (ni me fio de) la gente que no es capaz de rebatirse a sí misma (que es la forma más seria de reírse de sí) o de emplear el lenguaje con cierta pulcritud. Sin duda, se puede saber dialogar y escribir, y ser un canalla. Pero en este caso hay cura. Quién, en cambio, no domina el lenguaje, no domina su pensamiento; y quien no domina su pensamiento no tiene forma alguna de dominarse a sí mismo.

Crear o recrear – interpretándolo – un texto, trazar en él un mapa de ideas y operaciones, sembrarlo de hipótesis, abonarlo con argumentos y contraargumentos, y dejar, con todas sus podas, que crezca por sí solo, es el único modo que concibo de desvelar o dar a luz lo que uno piensa – tan distinto, a menudo, de lo que cree pensar –. Decía Platón que la escritura sustituye el pensamiento por la memoria. ¡Pero lo decía en uno de sus más prodigiosos escritos! Fuera de ese combate mayéutico, en fin, con el lenguaje y el texto – compendio de todo diálogo posible –, que es el arte de escribir, apenas cabe aventurarse en el pensamiento.

Escribo todo esto, no para insistir en aquello de la degradación actual del lenguaje – algo que es cierto, pero que también hay que valorar en el contexto de unos índices de escolarización o de acceso a los medios multiplicados en muy poco tiempo –, sino más bien para denunciar la perversa idea de que esa degradación en el uso de la lengua (incluso la administrativa o la educativa) es poco menos que un requisito democrático.

Circula así la consigna, por claustros, consejerías o ministerios, de que, “para que todo el mundo lo entienda”, hay que simplificar (que no es lo mismo, sino lo contrario, a veces, que clarificar) medios y mensajes, aliviando al lenguaje de estructuras complejas, párrafos extensos, vocabulario excesivo y argumentos que no quepan en el espacio de un tuit (que es el formato ya asentado de la declaración pública). Pareciera que la Administración se empeñara en imitar la economía del lenguaje verbal (y de la inteligencia) que imponen los medios audiovisuales.

Ahora bien, el imperativo de vulgarizar el lenguaje solo responde a una idea muy burda de lo que es “democrático”. La democracia es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo ha de gobernar algo, digamos el Estado, que posee una entidad y unas funciones propias, entre otras la de capacitar o educar a la gente que ha de gobernarlo. Y educar no equivale a homogeneizar la práctica del lenguaje, sino a reconocer lo valioso de su heterogeneidad y promover aquellos usos que más y mejor nos permiten ser y comunicarnos. Hacer apología de la simpleza, en una época tan complicada de pensar como esta, es otra manera – otra más – de infantilizar, tutelar y entontecer plácidamente a la gente, manteniendo las desigualdades fundamentales bajo la apariencia de que, como hablamos igual (de mal), estas han dejado de existir.

miércoles, 6 de octubre de 2021

El bautizo de Noa

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura y El Diario de Mallorca.


“¿Pero es que nadie piensa en los niños?”, exclama con frecuencia Helen Lovejoy, la esposa metomentodo del reverendo de Los Simpson, que acostumbra a soltarla gimoteando, venga o no a cuento, en las más variopintas circunstancias. Supongo que el guionista la introdujo con el fin de satirizar el lacrimógeno y demagógico recurso de apelar a los niños para enturbiar emocionalmente cualquier disputa. O, quizá también, para señalar a aquellos que, aunque digan lo contrario, ni por asomo piensan de verdad en los niños.

Me acordé de la frase en mitad de un bautizo al que asistí hace unos días. Una de las niñas a bautizar tenía ya diez años, y el cura, en buena lógica, le preguntó que con qué nombre quería ser bautizada. La niña, de nombre Miriam, tras unos minutos de perplejidad, y ante la insistencia del cura, acabó por responder, y con una vocecita apenas audible le dijo a toda la Iglesia que como quería llamarse de verdad era Noa. La cara de los padres era un poema. El cura intentó mediar y propuso Miriam Noa. Pero la madre estalló entonces: “ni Noa ni Noe – vino a decir –, la niña se llamará Miriam y sanseacabó”. El espectáculo fue patético. Me pregunto que hubiera pasado si la niña, en lugar de Noa, hubiera pedido llamarse Juan José.

La anécdota es significativa de lo poco o nada que respetamos a los niños, y de cómo, bajo toda la pringosa sensiblería al uso, poca gente piensa realmente en ellos. Dudo que la humillación que recibió el otro día esa niña, al comprobar como su timidísimo arrebato de voluntad era aplastado delante de todos, y en mitad de una ceremonia sagrada, pueda olvidársele fácilmente. 

Pero no solo se trata del nombre (algo tan personal), o de frivolidades como la decoración del cuarto, el corte de pelo o la ropa que se usa (que algunos padres escogen para sus hijos como si jugaran con muñecos). La tiranía y el poder arbitrario de los adultos se expresa en cosas mucho más serias, imponiéndoles, sin razonar ni escucharlos, actividades, afinidades y normas, amén de – y esto es lo más grave – ideas, creencias y valores de todo tipo.

Con lo anterior no estoy diciendo que no haya que transmitir ideas y valores a los hijos (¿qué sería educarles si no?), sino que es una completa falta de respeto a su personalidad hacerlo de modo dogmático y excluyente. Como si, por ser pequeños, no hubiera que darles razones y concederles la palabra. O como si se fuesen a “contaminar” por relacionarse con ideas y valores distintos a los de su entorno. El “las cosas son así y punto”, o el “porque lo digo yo (que soy tu padre, madre, profesor…)”, son dos de las mayores agresiones que se pueden cometer sobre ese ser racional en ciernes que es un niño. De nada sirve dejar de darles bofetadas (costumbre ya superada, por suerte) y seguir maltratándoles con esos golpes morales a su dignidad.

Otro caso claro de esta transmisión cerril y dogmática de ideas y valores es el protagonizado por aquellos padres empeñados en llevar a sus hijos a colegios estrictamente acordes con sus creencias. Este obtuso deseo es parte del no menos perverso argumento de que los padres tienen derecho irrestricto a escoger la educación moral de sus hijos. Un derecho que, obviamente, no solo ha de estar limitado por el sentido común y por el Estado (es decir, por la sociedad en su conjunto), sino también y, sobre todo, por el propio derecho de los hijos a ejercer su libre criterio y elegir sus propios valores. 

Ahora bien, para que los niños puedan ejercer ese derecho hay que educarles en el aprecio de la pluralidad y el ejercicio de la autonomía, invitándolos a desarrollar esas capacidades que resultan igualmente fundamentales para ser buenos ciudadanos: las del diálogo, el razonamiento y el respeto por los que no piensan como nosotros. Lejos de encerrarlos en “burbujas ideológicas”, se trata de invitarlos a que conozcan ideas y valores distintos, exponiéndolos así a contradicciones y dilemas que vayan alimentando y afinando su propio juicio moral.

Porque a todo esto, sepan, quienes aún no lo saben, que los niños, desde muy pequeños, piensan. Y que piensen quiere decir que, con un lenguaje a veces pleno de imágenes, pero también de sentido, son capaces de dudar, preguntar, pedir y dar razones, inquirir si algo es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso, así como de distinguir contradicciones y malos argumentos (¿qué niño no sabe, desde muy pronto, lo que es una contradicción, oyendo y viendo, por ejemplo, lo que dicen y hacen luego sus padres?).

Si los niños, en fin, además de materias tan abstractas como matemáticas o geografía, aprendieran desde el principio ese más concreto saber que es el de la reflexión y el diálogo sobre valores, habría muchas más noas en el mundo, y muchos más padres, madres y maestros convencidos de que “pensar en los niños” no es lo mismo que pensar por ellos.

 

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