En la Democracia han de existir
vías de comunicación efectiva entre el soberano (el pueblo) y sus ministros o
representantes (el gobierno), estas vías son parte sustancial de la
organización del Estado y se consideran independientes e inmunes con respecto a
las acciones particulares del gobierno (son competencia directa del pueblo,
solo él podría cambiarlas o reformarlas). Una parte importantísima de estas
vías tienen como objeto servir de cauce a las disensiones que los ciudadanos
mantienen con el gobierno y han de ser útiles para expresarlas y para darles
respuesta. Pues bien, a nuestro juicio, estas vías de disensión pueden y deben
ser, en toda democracia, de dos tipos: cauces
estrictamente legales (pero de insuficiente
legitimidad), y cauces
insuficientemente legales (pero estrictamente
legítimos). Veamos esto con más detalle.
Los cauces estrictamente legales (y su insuficiente legitimidad).
En todo democracia hay cauces
estrictamente legales o democráticos
(pero cuestionablemente legítimos –y legítimamente cuestionables-- en un
sentido Democrático) de manifestar el
disenso y la crítica. Dichos canales son de carácter sustantivamente
procedimental, y son, por tanto, sustantivamente insuficientes cuando lo que se
cuestiona son los propios procedimientos (Por ello no tiene validez la común
objeción a acontecimientos como los del 25S, según la cual hay cauces legales suficientes para formalizar las “quejas”.
Obviamente esto no es válido cuando de lo que la gente se queja es de la propia
validez o legitimidad de dichos cauces). Pues bien, ¿cuáles son estos cauces
legales o democráticos? A saber:
Votar cada cuatro años; participar en un partido político o crearlo; hacer
llegar tus reclamaciones al grupo parlamentario que más te representa para que
actúe en consecuencia; recoger firmas con que autorizar una “iniciativa
legislativa popular”; acudir al defensor del pueblo; recurrir a los tribunales;
remitir artículos a los periódicos (o solicitar ser invitado a un debate televisivo);
convocar y participar en manifestaciones, huelgas y otros actos
reivindicativos, previamente supervisados y autorizados por el gobierno, etc.,
etc. Ahora bien, ¿son suficientes o suficientemente legítimos tales cauces
legales? En un sentido Democrático, no, ni lo son de hecho (como todo el mundo sabe, incluso los que hipócritamente
los defienden como el sancta sanctorum
de la legitimidad democrática), ni lo son por
principio, pues por principio (o definición) toda democracia es imperfecta,
y todo en democracia es cuestionable (menos las condiciones de esa misma
permanente cuestionabilidad). Así, es fácil dudar de la validez democrática de
todo lo anterior: El voto ocasional no supone
un compromiso o contrato serio entre gobernante y gobernados (el voto parece
ser una carta blanca, por la que es lícito saltarse la ya de por sí ambigua
letra del “contrato” electoral); ni
la estructura de los partidos –ni la
de la partitocracia que rige sus
intervalos de gobierno- permite que ciudadanos anónimos participen, por más
indirectamente que sea, del juego parlamentario; no existen procedimientos racionales y transparentes (es decir, Democráticos) para que los mismos
anónimos ciudadanos accedan con normalidad (no de manera anecdótica) a los
medios de comunicación de masas; la mayoría
de la gente no tiene recursos para
fundar un partido político o una emporio mediático que pueda competir con los
que los ya establecidos y financiados por minoritarios grupos de presión; las
denuncias al defensor del pueblo o los tribunales (solo parcialmente
independientes del ejecutivo) o las
recogidas de firmas pocas veces (o
más bien ninguna) han modificado sustancialmente la política del país; ni las manifestaciones o huelgas, por
muy masivas o generales que hayan sido, han hecho siempre o necesariamente
mella en la política del gobierno (el caso de la guerra de Irak, con casi el
90% de la población manifiestamente en contra, es solo un ejemplo reciente de
esto último).
Los cauces insuficientemente legales (y su estricta legitimidad).