lunes, 29 de junio de 2020
Docentes, currículos y ratios en la nueva ley educativa
Una verdadera reforma en la formación y selección del profesorado, una renovación profunda del currículo, en la que se apueste decididamente por la formación crítica y filosófica, y una apuesta decidida por la bajada de ratios y la educación (presencial) de calidad: estos son los elementos más importantes de una reforma educativa que sueñe con acabar con los índices de fracaso educativo que asolan nuestro país. De esto trata nuestra primera colaboración en El Salto Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí.
jueves, 25 de junio de 2020
Filosofar desde niños
Ya saben que anda ultimándose una nueva ley educativa y, con
ello, vuelve el debate en torno a qué materias y contenidos han de conformar, y
en qué medida, el nuevo currículo. ¿Qué debemos enseñar a los alumnos? El
asunto es complejo. Pero hay una serie de principios que parecen, en esto,
difíciles de refutar. Veamos.
En primer lugar, la educación no puede consistir en simple
transmisión de información (algo que está ya, por doquier, al alcance de todos)
sino, más aún, en capacitar para el análisis y la valoración crítica de la
misma. En segundo lugar, la educación ha de aunar lo teórico y lo práctico,
tanto en los contenidos como en el modo de enseñarlos y aprenderlos, y con lo
práctico no solo me refiero al conocimiento técnico, sino también a la moral (no
basta con formar para ejercer una profesión, también es necesario hacerlo para
ejercer una ciudadanía libre y responsable). En tercer lugar, una educación a
la altura de los tiempos ha de promover la relación entre disciplinas, lo cual
no equivale a confundirlas, sino a comprenderlas desde un enfoque más amplio y
profundo de lo que son el saber y la ciencia, sus métodos, supuestos y fines.
Finalmente, se impone partir de una concepción multidimensional del ser humano,
al que resulta imposible educar plenamente sin atender esos otros aspectos
suyos (la voluntad, las emociones, la sensibilidad, la sexualidad, la aptitud
física…) que no se dejan reducir a lo puramente cognoscitivo (de ahí el sentido
de la educación moral, estética, artística, física, etc.).
Ahora bien, estos cuatro principios enunciados coinciden con
precisión con los de la enseñanza de la filosofía, un saber que (1) tiene como
objetivo específico la reflexión en torno al modo de categorizar y valorar la
información que recibimos acerca de la realidad, (2) posee una naturaleza
teórico-práctica – en tanto nos mueve a pensar radicalmente el mundo a la vez
que a plantearnos cómo debemos vivir y convivir en él –, (3) se empeña en
descubrir la relación entre las ideas y ámbitos de conocimiento desde una
perspectiva integradora y crítica, y (4) promueve una comprensión global de lo
que es (y debe ser) el ser humano.
Ningún otro saber o ciencia se ocupa de investigar
racionalmente lo que es la realidad en su conjunto (las ciencias particulares
solo se ocupan de determinadas parcelas del mundo sensible), ni de tratar con
los valores o ideales de bondad, justicia o belleza (los valores no son hechos
sujetos a observación científica), ni de conocer lo que son el conocimiento
mismo y la verdad (no hay una “ciencia de la ciencia” más allá de la propia
filosofía), ni tampoco de concebir una idea unitaria e integradora de lo que es
en sí el ser humano.
Es esta filosofía – consecuente – de la educación la que
alienta la insistencia en librar a la nueva ley del recurrente error de reducir
la presencia de la filosofía en la educación secundaria. Es cierto que esta
materia necesita – como todas – de una profunda renovación, sobre todo en el
bachillerato (para que deje de ser un vetusto catálogo de textos y autores),
pero no lo es menos que es la única que permite dotar de un espacio curricular
específico a la reflexión y el diálogo racional en torno a todo lo que, en la
escuela o fuera de ella, y ya sea por dogmatismo, urgencia o inconsciencia, se
nos imbuye de modo parcial o totalmente acrítico.
Y esta necesidad de educar la competencia filosófica no solo
se da en educación secundaria, sino también en primaria. Hace poco, las
asociaciones de Filosofía para Niños de toda España lanzaban un
manifiesto en pro de la educación de los más pequeños en el diálogo y el
pensamiento filosófico; un viejo proyecto fundado en la evidencia de que los
niños también piensan, dialogan con los demás y consigo mismos, se hacen preguntas,
buscan argumentos convincentes o experimentan conflictos morales, y que solo
desde ese afán espontáneo y entusiasta por el saber, presente en la naturaleza
humana desde la infancia, se pueden construir dinámicas educativas
(científicas, morales, artísticas…) que no sean un mero simulacro o un simple
adiestramiento forzado.
Para educarse como personas conviene, en fin, filosofar
desde niños.
Este artículo fue publicado en El Periódico Extremadura. Para leeer el artículo en prensa pulsar aquí.
viernes, 19 de junio de 2020
Libros de texto y ratios.
Entre muchos otros maravillosos, tengo dos recuerdos
desagradables de mis comienzos como profesor de secundaria, hace ya veinte
años, lo cual no es nada, o casi (y no solo porque lo diga el tango).
El primero tiene que ver con los libros de texto, algo que,
fiel al dicho de que cada maestrillo tiene los suyos, nunca me dio por usar con
los alumnos (aunque los hay excelentes y los suelo recomendar como material de
consulta). Por aquel entonces, sin embargo, era norma no escrita el obligar a
comprarlos y usarlos. Se establecían cada pocos años, y al olor del negocio
(que no era poco) acudían decenas de comerciales a engatusar a los jefes de
departamento con sus propuestas. Me dio tanta rabia que me obligaran a usar uno
de ellos, mediocre, además, como pocos, y sin la más mínima justificación
didáctica al respecto – aunque el vendedor, eso sí, representante de una
poderosa editorial, sabía ser muy persuasivo –, que me planté. El escándalo que
se armó fue notable, pero sirvió al menos de algo: a los pocos meses decidimos
suprimir la obligatoriedad de los libros de texto, al menos en nuestro
departamento.
Pocos años después de esto – y de modo ejemplar en nuestra
comunidad – comenzó el proceso de digitalización educativa. Se instalaron
ordenadores en las aulas y se implantó una plataforma de gestión, todo ello a
través de sistemas de software libre. Desde entonces, muchos profesores han
creado y compartido innovadores recursos didácticos digitales (webs, blogs,
aplicaciones, libros y otros proyectos colaborativos), muchos de los cuales
constituyen una alternativa perfecta al libro de texto tradicional que, además
de didácticamente obsoleto, es mucho más caro y menos ecológico (y eso a pesar
del esfuerzo de reciclaje por parte de los bancos de libros de los centros).
El segundo recuerdo desagradable que tengo de mis comienzos
en la docencia es el de las aulas atestadas de alumnos. Siempre supe que educar
es una tarea compleja y exigente. Pero lo que las aulas de treinta chicos
y chicas de entre doce a dieciséis años me enseñaron es que a veces era también
imposible. Los trámites burocráticos, la necesidad de mantener el ambiente
adecuado en clase, o el trabajo con ciertos alumnos especialmente demandantes de
atención (desmotivados, hiperactivos, repetidores, víctimas de acoso,
acosadores, chicos con problemas de aprendizaje, superdotados…) ocupaban casi
todo mi tiempo, ralentizando la marcha del curso y obligándome a descuidar al
resto.
Es curioso, pero hay gente que aún cree que dar clase
consiste en dictar una especie de conferencia a treinta alumnos silenciosos que
toman apuntes sentados en sus bancas. Pues no: hace mucho que contamos con una
idea distinta y mucho más precisa de lo que significa educar y aprender. Los
profesores, haciendo un poco de todo (de expertos en su materia, pedagogos,
actores, comunicadores, animadores culturales, tutores, psicólogos, asistentes
sociales, mediadores familiares y no sé cuántas cosas más), intentamos hoy
preparar nuestras cuatro o cinco “funciones” diarias (ante un público inmaduro
y no siempre bien dispuesto) no solo para implicar al grupo en actividades de
lo más variado, sino también para interactuar con cada alumno individual.
Sabemos que cada chico o chica es un mundo que requiere de estímulos,
actividades y hasta de formas de tratamiento y comunicación diferentes. Por
eso, para educar de verdad, los docentes necesitamos imperiosamente la
reducción de ratios, esto es: trabajar con grupos más reducidos de alumnos.
¿Y por qué les cuento hoy esto? Como saben, nuestro país
está a la cabeza de Europa en fracaso educativo. Por ello, y en buena lógica,
el gobierno ha decidido invertir miles de millones en educación. Ahora
pregúntense conmigo en qué debemos gastar prioritariamente esos fondos. ¿En sufragar
el coste de los libros de texto (habiendo maneras más eficientes y baratas de
dotar a los alumnos de material didáctico), o en contratar docentes para bajar
las ratios y que, así, todos los alumnos – también sus hijos – pueden estar
convenientemente atendidos? Piénsenlo y, cuando acaben, díganselo, por favor, a
sus representantes políticos.
Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.
jueves, 11 de junio de 2020
¿Para qué sirven un profesor y un aula?
Políticos y expertos repiten con insistencia que la
educación on-line (lo que hemos estado haciendo profesores y alumnos
durante la cuarentena) “ha llegado para quedarse”. ¿Qué querrán decir? ¿Qué
jamás superaremos esta pandemia? No creo. ¿Qué hay que digitalizar la
educación? Tampoco: los centros ya están más que informatizados (ordenadores
por doquier, pizarras digitales, plataformas educativas…). ¿Entonces?
Da vértigo pensarlo. Pero sospecho que a algunos les
encantaría que profesores y alumnos continuáramos enseñando y aprendiendo
regularmente desde casa. Al menos parcialmente, para algunos niveles o
materias. No va a pasar mañana, pero… ¿Se figuran cuántas aulas o centros
podrían cerrarse? Calculen el dinero que recobraría el Estado liberando
terrenos y dejando de pagar transportes, comedores, mantenimiento y, sobre todo,
personal. ¿Se imaginan a cuántos alumnos
se podría enseñar a la vez con unos buenos recursos digitales (vídeos,
tutoriales interactivos, juegos...) y un profesor conectado en alguna parte
para resolver dudas? ¿Cien, quinientos, mil?
Se impone el teletrabajo, el comercio por internet, la
teleasistencia. ¿Por qué no también la educación telemática, al menos en la
enseñanza pública (“quien quiera presencialidad que lo pague”, se diría por
ahí)? Imaginen un día de clase en alguna nueva normalidad lejana: el alumno
enciende su portátil y recibe, sucesivamente, un tutorial autoevaluable
con la lección de matemáticas, un espectacular documental didáctico sobre
historia, la sesión práctica de inglés (con chat abierto a hablantes nativos de
todo el mundo) y, para acabar, un divertido videojuego para hacer ejercicio… La
necesidad de dotar a los alumnos de equipos, conexión y otros materiales
generaría, además, suculentos contratos para las empresas del sector y, en
comparación con lo que cuesta la enseñanza presencial, no supondría más que
calderilla presupuestaria para el Estado. Bien, ¿qué más hace falta? Al fin y
al cabo, ¿para qué sirven un profesor o un aula, ahora que todo puede saberse
apretando un botón desde cualquier lugar del mundo?
En un viejo artículo, Umberto Eco respondía hace años a la
primera de estas preguntas. Frente al “todo está en internet” un profesor sirve
– decía el humanista italiano – para enseñar a analizar, categorizar y valorar
el torrente caótico de información que proporcionan medios y redes, para
relacionar ideas, examinar supuestos, buscar causas últimas y, sobre todo, para
dialogar argumentativamente con sus pupilos en torno a todo esto. De otro lado
– añadiría yo – el profesor puede ser un referente personal y moral
insustituible para sus alumnos (hagan memoria y verán como lo que más recuerdan
de sus maestros es la forma de ser y estar que mostraban en clase).
Ahora bien, el entorno virtual generado por las redes ha
cambiado mucho desde que Eco escribió ese artículo. Ahora por internet también
se puede dialogar y mantener un cierto contacto personal. ¿Entonces? Repetimos
¿Para qué sirve hoy un profesor en un aula? Más allá de cursilerías en
torno a la “mirada” del alumno o la presencia “aurática” del profesor (¡cómo si
todo esto no pudiera darse también en la pantalla!), la inmediatez física de la
comunicación en el aula supone ventajas aún inasequibles a la interacción
digital.
Una de ellas es la de esa sociabilidad invasiva y espontánea
que obliga a nuestro narcisismo congénito a tolerar y negociar (y, por el
camino, aprender) con la particularidad del otro – un “otro” al que resulta tan
fácil bloquear o eliminar en el entorno virtual –. El aula (como cualquier otro
foro físico y público) representa un resquicio de convivencia descentrada con
respecto al “yo”, un lugar más pleno de comunidad y de realidad en el que aún
podemos contrastar el mundo de la pantalla con todo lo que queda delante o
detrás de él.
Si un profesor sirve para perderte (tentándote con el
fruto prohibido del conocimiento), un aula sirve para buscarte en el
encuentro pleno con la otredad de un mundo necesariamente extraño y
desafiante. En esa trama de extravíos y encuentros está todo el jugo de la vida.
Y ojo que tal vez no haya desde donde hacer un tutorial al respecto.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo original pulsar aquí.
viernes, 5 de junio de 2020
¿Por qué no recortar en educación?
Esta crisis económica la vamos a pagar todos, con las
distinciones habituales. Pagarán más los que menos tienen, los que viven de las
migajas de otros, los que van a perder su empleo, los que van a ver congelado o
reducido su salario. Pero, sobre todo, la van a pagar los más jóvenes, tanto
aquellos a los que se les desvanece – otra vez – la esperanza de lograr un
trabajo digno, como aquellos que, fuera de las aulas desde hace meses, aún no
saben – en todos los sentidos – la que les espera.
Por eso, si bien hay que ocuparse de la salud y el bienestar
de todos, hay que atender, especialmente, a la educación de esos jóvenes. De lo
primero depende la subsistencia, pero de lo segundo depende el futuro (también
el de la subsistencia). Como ha dicho recientemente la ministra de Educación,
si queremos erradicar la pobreza de nuestro país y tener un rol protagonista
frente a los cambios que se avecinan (y hay que emprender), tenemos, justo
ahora, que invertir en educación.
La ministra no anda desencaminada. Sabe que los recortes
educativos de 2008 (más de un punto del PIB y miles de profesores a la calle)
nos han llevado en diez años a la cola de Europa en gasto educativo y,
correlativamente, a la cabeza en porcentaje de fracaso escolar (con Extremadura
entre los primeros del pelotón). El fracaso o abandono escolar temprano de más
del 20% de los alumnos (el doble de la media europea) implica más trabajadores
sin cualificación, una ciudadanía más inmadura y personas peor formadas; esto
es: más pobreza, en todos los sentidos posibles del término.
¿Y es realmente tan necesaria la inversión en educación para
reducir el fracaso o abandono escolar? Lo es. Si se invierte más se pueden
contratar más profesores. Si hay más profesores hay mejores ratios (menos alumnos
por profesor, como en Europa). Si hay mejores ratios la educación
individualizada y de calidad empezará por vez primera a ser un hecho. Si la
educación individualizada y de calidad empieza a ser un hecho, los profesores
experimentarán también su trabajo de manera más grata, tendrán más tiempo y
energía para formarse, y se generará un espléndido círculo virtuoso con que
salir del agujero en el que estamos metidos.
No es el cuento de la lechera. Es obvio que no basta con
mejores ratios y un número sensato de horas lectivas, y que harán falta también
una profunda renovación curricular y pedagógica, un sistema más exigente de
formación y selección de docentes y, si no es mucho pedir, una ley educativa
que dure más de dos legislaturas. Pero todo a su tiempo. Lo que es inconcebible
ahora – tal como dice la ministra – es hacer recortes – tal como dispone
nuestra Consejería de Educación – , esto es: recortar plantillas (más de 500
maestros y profesores, acrecentando de paso el problema del paro), ampliar las
ratios al máximo legal permitido (aumentando el riesgo de contagio mientras
dure la pandemia) e incrementar el número de horas lectivas (multiplicando el
trabajo, que el próximo curso tendrá muy probablemente que ser presencial y
virtual al mismo tiempo) para suprimir gastos.
Es inconcebible porque, además de todo lo dicho, supone
concebir la educación como si fuera una empresa (en la que se pudieran cerrar
centros deficitarios, despedir al personal o digitalizar los servicios para
reducir costes – no quiero dar ideas, pero ¿se imaginan el gigantesco ahorro
para las arcas públicas, y el más gigantesco negocio aún para ciertas empresas,
si la “tele-educación” hubiera venido para quedarse? – ). Pero una
escuela de calidad no es una empresa, sino un bien público al servicio de todos
(y no solo de los que puedan pagar un colegio privado con educación presencial
y ratios de 15 alumnos), por eso no debe gestionarse como una empresa, ni
educar a la gente a distancia, ni en masa, ni a destajo…
Sin una buena educación pública seremos, en fin, más
pobres – en todos los sentidos – y estaremos, como sociedad, menos
cohesionados. Por eso es impensable plantear nuevos recortes educativos. Y aquí
menos que en ningún sitio. Inviertan, pues, en educación. En educadores. Y si no
hay dinero, búsquenlo. O exíjanlo, como hacen otros. Es de cajón. Es
imprescindible. Y es justo.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo original pulsar aquí.