Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Confieso que no tengo ni idea (ni podría tenerla con los
cotilleos al uso) de quién es la famosa Rocío Carrasco, su exmarido, la
relación entrambos ni, en general, la pléyade de esperpénticos personajes e
historias con las que goza la gente (especialmente si hay dolor “real” en
escena) en el grotesco circo de la casquería mediática, pero reconozco que el
fenómeno de la “docuserie” en torno a la aludida, con sus correspondientes y
homologadas trifulcas, y hasta la berlusconiana participación de
políticos en busca de votos (incluyendo a una ministra sumándose al tribunal
sumarísimo de “Sálvame”) resulta fascinante.
Es procedente, de entrada, recordar a qué género
estético-mediático pertenece el producto del que hablamos. No se trata, como se
cree, de un “documental” (en un documental se presentan varios puntos de vista,
intervienen expertos, se refieren pruebas…), pero tampoco de una ficción
dramática (pues el personaje, sus palabras, emociones, gestos, etc., se toman
aquí como reales). Encaja pues, de manera arquetípica, en el formato de “reality
show” – la generación y exhibición en forma de espectáculo televisivo de
vivencias dramáticas “reales” –, la suerte de pornografía o prostitución psíquica
de la que vive desde hace varios decenios la televisión.
Aclarado esto, vamos a la cuestión interesante planteada en
torno al éxito del “documental” sobre Carrasco: ¿puede contribuir un “reality
show” a objetivos noblemente políticos como, en este caso, el de la
visibilización de la violencia machista? No es sencillo responder a esto.
Partamos de la tesis de que ningún fenómeno estético con
relevancia social es políticamente inocente. Lo estético (antaño ligado a la
religión, luego a las llamadas bellas artes y hoy al orbe del entertainment
mediático), con su fabulosa capacidad de seducción y manipulación emocional y
retórica, es una dimensión fundamental de lo político y mantiene, entre otras,
la función de contribuir a generar el grado de conformidad suficiente para
sostener el orden social y el poder que lo administra.
Más aún, la contribución de lo estético a esa generación de
conformidad obedece, según algunos sociólogos, a dos mecanismos
complementarios: uno, cabe decir “directo”, por el que lo estético encarna sin
más la ideología vigente (piensen, por ejemplo, en las películas o las series
televisivas más convencionales), y otro “inverso”, por el que representa lo
opuesto o alternativo a dicho orden ideológico, ofreciendo una vía de escape –
ilusoria, claro, en tanto meramente estética – a la disconformidad y la crítica
(así, por ejemplo, la literatura popular en torno al “fuera de la ley”, las
parodias de carnaval, las letras de “hip-hop”, el grafiti), con el añadido de
que, a veces, esta “estética de la inversión” incorpora una dimensión grotesca,
de deformidad consciente, destinada a regenerar la conformidad con el orden
“puesto estéticamente en entredicho”.
Digamos, con relación a esto, que el reality parece
combinar los dos mecanismos citados: celebra o asume el orden imperante (ningún
reality pone en cuestión el sistema social instituido – de cuyos
conflictos en el ámbito doméstico vive –) y, a la vez, escenifica un cierto
cauce de liberación y subversión del mismo, quizás el más extremo y
desesperado: el de la exhibición descarnada (¡en vivo y en directo!) de lo real
en su versión más cruda: la del dolor o humillación de alguien ante las
cámaras.
Ciertamente, lo “real” o “auténtico”, hasta en algo tan
primario e inarticulado como el dolor, es siempre subversivo (frente a las
convenciones en que se funda el orden social), pero dicha subversión, por
modesta que sea, se desactiva del todo en cuanto pasa a ser parte del
espectáculo, y el oprimido que gime o grita en el plató (y es indiferente que
se trate de la víctima o el verdugo: ambos son sacrificados – como gladiadores
en el circo – para solaz de todos) pasa a encarnar la esperanza de no serlo
(ganando dinero, siendo famoso, liberándose de la esclavitud o el trabajo) para
reintegrarse, de modo ejemplarizante, en el sistema.
¿Sirve, en fin, la “telerrealidad” para cambiar la sociedad?
En general, no. En relación con lo dicho y especialmente con la violencia
machista, la imagen que los realities presentan de la mujer y de la
sociedad es, por necesidad (de guion), conservadora, de forma que todo lo que
pudieran aportar excepcionalmente de bueno es fagocitado (junto a los políticos
que se le acercan) por un monstruo que, en el fondo, justifica y banaliza la
violencia y el dolor del que vive. No existen pues, aquí, atajos populistas.
Las cosas se cambian con leyes, educación e ideas; no con Tele 5.
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