Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿No les parece raro que cada vez haya más filósofos en la
tele o la radio? De unos años a esta parte, y más allá de la ficción (recuerden
la serie Merlí), no cesan de brotar programas que buscan en la filosofía un
punto de vista distinto y de más largo alcance. Ahí están el Taller de
Filosofía de Reyes Mate, el Pienso luego existo y la sección de
Maite Larrauri (luego Miquel Seguró) en TVE. O las colaboraciones de Ana
Carrasco y Juan Carlos Ruíz en la Cadena Ser, además de la serie de programas
que ha ido produciendo Radio Nacional de España (Pienso, luego estorbo, Filosofía
en el viaje, Gente despierta, o los Diálogos en la caverna
que dirigí yo mismo junto al filósofo Juan Antonio Negrete). Y todo ello sin
contar con los innumerables canales de YouTube, podcasts, blogs y webs de
divulgación filosófica que proliferan en las redes.
Parece que, contra los tópicos al uso, la filosofía comunica
y llega a la gente. Algo que tampoco resulta difícil de explicar. Al fin, la
filosofía trata de problemas que no pueden dejar indiferente a nadie (el
sentido y naturaleza de la realidad, la identidad humana, la muerte, la verdad,
la justicia, la bondad, la belleza…), e invita a tratarlos en un diálogo
abierto que compele a todos a pensar y a pronunciarse.
Y todo ello a pesar de que la filosofía es – como cualquier
otra ciencia – un saber bastante críptico. No por elitismo alguno, sino por
tratar de cosas que rozan los límites mismos del lenguaje y que obligan a veces
a forzarlo, a inventarlo incluso. De cualquier manera, y pese a ese carácter
críptico, la filosofía atrapa a mucha gente. Quizás por esa especie de
expectativa (y necesidad) de sentido que se despierta o reaviva al contacto con
ella. Mis alumnos, por ejemplo, no siempre entienden todo lo que se debate en
clase, pero entienden muy bien que hay ahí algo muy grande que entender, algo
sin lo que la vida parece menos consciente e interesante. Pasa igual con muchas
obras de filosofía: uno se engancha a ellas porque anticipa que en ese
intrincado bosque de ideas y palabras en que apenas puede uno orientarse, se
esconde una forma nueva y reveladora de comprender las cosas.
Por otro lado, la abundancia de filosofía en los medios de
comunicación tiene que ver, a mi juicio, con una cierta afinidad entre estos y
la filosofía. Antes de nada, porque la filosofía no es más que un afán
permanente por comunicar. A diferencia de la ciencia (que cuenta con datos,
hechos, fórmulas, métodos…) la filosofía, que todo lo discute (empezando por la
existencia de los hechos o la validez de los métodos), no tiene otra manera de
ponerse a prueba que la de someterlo todo a la forma común de los argumentos,
de la razón comunicada, del diálogo.
Además, la televisión, la radio y las redes, en su obsesión
por visibilizarlo y desmitificarlo todo (nada queda hoy a salvo de la cámara,
el comentario, el aforismo, el diálogo vehemente de tertulianos o internautas…),
constituyen un nicho extraordinario para la proliferación de la filosofía. La
completa secularización del mundo impuesta por la caverna mediática –
ese plató universal sin paredes, escenario, altar o tribuna, en torno al
cual vivimos todos y en el que nada es ya indiscutible o sagrado – deja a la
filosofía (igualmente desmitificadora, desveladora, polémica) como una
instancia familiar en la que buscar sentido y anclar las inquietudes más
trascendentes. Fíjense que hasta el político se representa hoy como un filósofo
en los medios, rodeado de ciudadanos con los que habla y dialoga en el mismo
plano horizontal – sin ángulos ni desniveles, todo transparencia y equidad
democrática – que simula el plató mediático.
Por supuesto que sobre esto también hay (¿cómo no?) la
correspondiente controversia filosófica. De un lado (y por remedar la vieja
distinción de Umberto Eco), los más “apocalípticos” afirman que la presencia de
filósofos en los medios es una payasada que contribuye a legitimar el
embrutecimiento de la ciudadanía y a demostrar que todo, incluyendo la actitud
radicalmente crítica que compete a lo filosófico, cabe en la programación
televisiva. Y de otro lado, los “integrados” que creen (creemos) que hay pocas
cosas más interesantes para un filósofo que los medios de comunicación.
Básicamente porque es en ellos donde se construyen hoy la representación del
mundo y la misma conciencia representante. Solo allí, en esa caverna audiovisual
cuyas imágenes y voces constituyen y suplen nuestra propia conciencia, es donde
tiene sentido situar el espejo (siempre a romper por la Alicia del
cuento – en griego “Alicia”, alétheia, significa “la verdad” –)
de la especulación filosófica.
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