El pasado día 9 coincidieron dos actos especialmente
relevantes y, en las actuales circunstancias, de signo preocupantemente
opuesto: el Día de Europa, en el que se conmemora la declaración del ministro
francés Robert Schuman, germen de la Unión Europea, y el Día de la Victoria
sobre la Alemania nazi que celebra cada año Rusia y cuyo acto central es un
gran desfile militar en Moscú.
Que ambos eventos sean, en la presente situación, con el
telón de fondo de la guerra en Ucrania, significativamente opuestos quiere
decir que, más que nunca, enaltecen valores e ideales completamente distintos.
La cooperación política y económica, y la construcción de un marco identitario
común, con objeto de evitar nuevas guerras, en el caso de la UE, y la guerra
como forma de autoafirmación de una identidad diferenciadora y excluyente, y de
unos intereses geopolíticos y económicos particulares, en el caso de la
celebración de Putin.
A este respecto, y aunque ambas están relacionadas con el
fin de la II Guerra Mundial, las dos celebraciones suponen formas muy
diferentes de encajar las lecciones de la hecatombe que supuso dicho conflicto.
La Unión Europea, con todos sus innumerables defectos, ha logrado empezar a
materializar durante estos setenta años el ideal de una sociedad internacional
de apoyo mutuo que, bajo la cobertura ideológica de un cosmopolitismo
ilustrado, convierta la guerra en un medio ineficaz de lograr objetivos (todo
ello desde la certeza de que una nueva guerra mundial sería la última para
todos). La visión, sin embargo, que representan Vladimir Putin y la derecha
populista y ultranacionalista que lidera en Rusia (y que es espejo de la que
carcome también a Europa) supone la utilización de la violencia en todas sus
dimensiones como el modo fundamental de lograr los objetivos políticos.
Hay que añadir, para no incurrir en ingenuidades, que la
propuesta que representa la UE tiene, hoy por hoy, la forma de un pequeño
(aunque vistoso) islote en mitad de la tormentosa confluencia entre
potencias (Rusia, China o los propios EE. UU) ancladas aún en las estrategias
del realismo político y de la lucha militar y económica por la supremacía.
Desde luego, es difícil de creer que desde ese pequeño islote
político que es la UE vaya a imponerse mañana la paz perpetua kantiana sobre
la nietzscheana y ancestral voluntad de poder de las naciones y los
hombres. Por el contrario, es mucho más probable, por no decir inevitable, que
antes o después eclosione de nuevo el conflicto entre unos y otros. Pero
mientras tanto, y justamente por ello, Europa no debe cejar en su propósito,
convencida de que, al fin, la verdadera victoria es la que impronta al mundo
con los valores e ideas del vencedor.
Recuerdo siempre a este respecto un fabuloso cuento de
Borges, la Historia del guerrero y la cautiva, en la que un bárbaro,
enamorado de la belleza de las ciudades latinas que arrasaba, acabó abandonando
a los suyos y defendiendo a Roma hasta la muerte. Si observan ustedes con
perspectiva verán que es esto mismo lo que ha ocurrido con frecuencia en el
curso de la historia. Somos como somos en Occidente (y, justo por su
influencia, en la casi totalidad del planeta), por la impronta que nos dejó ese
minúsculo islote político que fue la Grecia clásica, aún amenazado como estuvo
siempre por grandes potencias militares (Persia, Esparta y luego Roma) que, sin
embargo, y salvo Roma (que adoptó íntegramente la cultura helénica), no han
dejado más que una modesta huella en el mundo.
Mientras tanto, y además de persistir en la fidelidad a los
ideales y actitudes que han inspirado este reducto político de pluralidad y
convivencia que es hoy Europa, cuyas imperfecciones y legitimidad no nos
cansaremos, desde luego, de cuestionar (la autocrítica es parte esencial de
nuestra idiosincrasia), podemos y debemos seguir haciendo todo lo que podamos
por aminorar o retrasar, al menos, la victoria coyuntural de la barbarie, en
este caso, la que representan Putin, su odio expreso a los valores occidentales
(o, lo que es lo mismo, a los derechos humanos), y su salvaje incursión bélica
en Ucrania, en Siria, o en todos aquellos lugares que pretenden, legítimamente,
hacer lo mismo que el bárbaro del cuento de Borges.
Por respeto a los principios en los que tenemos nuestra
principal baza, y justo para evitar, hasta que sea inevitable al menos, la
guerra, las acciones de la UE deben, pues, incidir en lo ya hecho: un bloqueo
económico total contra el régimen de Putin y un apoyo militar legal, aún
midiendo cada paso, a los que, fuera de nuestras fronteras, defienden los ideales
europeos de quien no tienen nada que ofrecer más que rencor, involución y
barbarie.
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