domingo, 31 de diciembre de 2023

En un abrir y cerrar de ojos

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Me acorde del famoso cuadro de Juan de Valdés Leal, In ictu oculi, mirando un cementerio por la ventanilla del tren. Contemplar aquel lejano y solitario camposanto a través de los furiosos parpadeos de un AVE a trescientos por hora, daba qué pensar (sobre todo a un extremeño acostumbrado al Talgo); pensar en las cosas de este mundo traidor, y en cuán fácilmente se emborronan ante el horizonte de la muerte, el final del juego, el reverso absoluto de todo... No hay tren que no conduzca a esa última estación.

Meditar sobre el fin, como aconsejan místicos y sabios, disuelve vanas preocupaciones, pero nos inunda, a cambio, de una tétrica melancolía. En poco tiempo – pensaba – se apagará la vela de este año sombrío. Como se apaga la luz en la mirada de los niños diariamente sacrificados por el nuevo Herodes-Netanyahu, o en la de los migrantes que se ahogan sin un adiós en el foso de nuestros encastillados paraísos, o en la de tantas mujeres asesinadas o amortajadas en vida en Irán, Afganistán y medio mundo … Luz a extinguir como la esperanza de los que yacen sin remedio en ese infierno sin fechas, trenes ni encuentros que son la guerra, la miseria, la ausencia irreparable, la soledad, la explotación, el abuso…

Cavilaba también en cómo pasa fugazmente todo, menos la muerte (y algunas deudas): contratos laborales, sueldos, amigos, amores, gustos y géneros. Y eso por no hablar de la palabra de los políticos, el barniz democrático de algunos, o la unidad de la izquierda fetén, verdadero paradigma del «tempus fugit». También en como las certezas se disuelven, de boca en boca, en ese patio de vecinos global y virtual que son las redes. O en cómo la inteligencia humana es desbordada por la de sus hijos de silicio. O incluso en cómo este planeta nuestro, acabose de todo aparente pasar, parece condenado a pasar página por la insostenible codicia de unos y de otros…

Sin embargo, pese a tanto pesar y pasar, hay algo – seguía pensando – que se nos debiera haber quedado, vivo y fijo, en el recuento de traviesas de este ardoroso y traqueteante año. A saber: que todo lo que creíamos ilusoriamente seguro (una relativa paz, unas democracias asentadas, la lucha por los derechos humanos, la alerta ante el desastre ecológico y climático…) no lo es ni por el forro. Y que si no queremos descarrilar prematuramente, debemos anclar nuestros más locos y optimistas deseos a algo más fuerte que la vida, tan fugaz y veleta ella. Los artistas y teólogos barrocos señalaban a una justicia eterna y trascendente; la modernidad ilustrada eligió otro tipo de justicia, más inmanente y política, aunque también trascendente (al menos a naciones y mercados): la de un proyecto cosmopolita fundado en derechos y valores universales. Ahora bien: llegar a esa estación implica reconducir un tren que, si nos dormimos, puede llevarnos in ictu oculi – ya saben la cantidad de Trumps, Mileis, Pútines y otros locos ególatras que andan sueltos – al lugar de nuestras peores pesadillas. ¿Seremos capaces de mantener los ojos abiertos?

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