miércoles, 3 de julio de 2024

Soledad con androide al fondo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lo recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos marchábamos me llamó la atenció
n la postura encorvada de una anciana que permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.

Hasta que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen, publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias. Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué de plano.

Los filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad – o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro ser humano?

Yo creo que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.

Tal vez lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?).  Es posible que el progreso sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos, ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su androide más cercano.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario