viernes, 28 de marzo de 2025

Antimilitarismo y cultura de defensa

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Una vez nos hemos cerciorado de que Europa ya no le interesa militarmente más que a sí misma, es hora – como dicen— de rearmarse. No solo de armas, ni de voluntades para desarrollar una estrategia de defensa común más firme y articulada (incluyendo un verdadero ejército europeo), sino sobre todo de ideas y valores. Es preciso reconstruir con ellos una cultura de seguridad que permita hablar sin tabúes hipócritas de estrategias de disuasión, conflictos bélicos, tecnología militar, control de armamento nuclear o movilización de la población. El antimilitarismo militante no debe dejar de reparar que las libertades, derechos y relativa paz que disfrutamos en Europa no son en absoluto ajenos a las guerras que libraron nuestros abuelos – la última de ellas contra el fascismo – y que no vamos a seguir disfrutando de ellos si no los protegemos con energía de quienes lo consideran un estorbo para el logro de sus ambiciones imperialistas. 

Reivindicar el valor de la defensa armada en el marco de un Estado democrático de derecho significa varias cosas: la primera es subrayar el monopolio del uso legítimo de la violencia por parte del Estado como un signo distintivo de civilidad. La paz no es un valor incondicional. Una paz injusta puede ser peor que la guerra. Y una paz justa no es posible fuera de una comunidad que reprima el uso privado de la fuerza y que se defienda eficazmente de aquellos que, desde fuera, desean violentarla y destruirla.

Rearmarnos de valores e ideas en el ámbito de la defensa quiere decir también reconocer el papel de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, un grupo de profesionales cuyo objetivo, tan loable como el de los médicos o los bomberos, no es otro que garantizar nuestra seguridad e integridad física frente a un variado rango de amenazas. Ya sabemos que en ciertos sectores (no necesaria ni primordialmente populares) resulta poco estiloso reconocer la labor de, por ejemplo, de la policía – salvo cuando la necesitan, claro –, pero esto es poco más que una pose estética de quienes, por vivir bien protegidos, pueden permitírsela

Reavivar una cultura de seguridad quiere decir, en tercer lugar, apostar por reforzar el compromiso cívico con la defensa del Estado y todo lo que este representa. Y esto puede incluir una suerte de servicio militar o civil obligatorio relacionado, como mínimo, con tareas auxiliares. La objeción relativa a la naturaleza poco democrática del servicio militar o civil obligatorio (en cuanto se supone que conculca el derecho a la vida y la libertad de los individuos) es muy discutible. Antes de nada porque el ejercicio de la defensa no implica necesariamente el sacrificio de la propia vida (aunque suponga asumir riesgos, claro está). Y en segundo lugar porque una sociedad que se precie de defender valores y derechos (y no solo intereses y obligaciones contractuales) no puede disociar la vida de la dignidad con la que la vivimos, ni las libertades individuales de las virtudes y responsabilidades cívicas.

Por supuesto, también es posible seguir pensando que todas las guerras (también las que sirven para defender derechos y libertades como los nuestros) son igualmente inaceptables, y que hay que aprestarse a negociar incondicionalmente con cualquiera que agreda, invada, amenace o dé un golpe de estado, por ver si milagrosamente se pliega a algo que no sea concederle todo lo que exija a punta de pistola. Este es, sin duda, el método más eficaz para conservar la paz y la vida. Al precio de que la vida no valga la pena y de que la paz no sea más que una guerra soterrada e inacabable.

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