Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Me enviaron hace unos días unos vídeos
mostrando cómo celebran en algunos colegios el primer día de clase. Era
emocionante ver a esos entusiastas maestros haciéndole fiesta a sus alumnos y
endulzándoles en lo posible su primer día. ¡Eso es vocación! – pensé— ¿Pero por
qué solo el primer día?
Reconozco que yo no sentí nunca una
especial congoja – más bien excitación y nervios – al comienzo de curso, tal
vez porque que en mi cole, hace tropecientos años, ya nos acogían a los
chiquillos con globos, risas y canciones; pero aún hay lugares en que reciben a
los peques a pie de pupitre, bajo la triste luz de los fluorescentes y pasando
la lista como en un cuartel – con ese eco de hormiguero subterráneo que tienen
los edificios oficiales –. Eso sin contar con la angustia de los horarios, las
tareas, las normas, las advertencias y las fechas de las pruebas enumeradas puntillosamente
en los discursos de bienvenida.
Pero aun alegrándome de esa alegría con
que inician algunos el curso, dudo de que esas celebraciones sean más que un
melancólico paliativo, ese triste y último juego del domingo al que uno se da
sabiendo que detrás vienen los madrugones invernales, las cansinas horas de
encierro, las interminables tardes de deberes, el examen semanal, las listas de
notas…
¿Cómo podríamos hacer para que la vida
escolar fuera una coherente prolongación de la celebración del comienzo, en
lugar de esa travesía bronca, desagradable y aburrida que para muchos no solo es,
sino que también debe ser el trabajo cotidiano (y en la que por tanto –
según ellos – hay que entrenar y curtir a los niños)?
La mayoría de los filósofos han descrito
el aprendizaje como una aventura fascinante, no dolorosa por el esfuerzo
(¿quién siente como esfuerzo el hacer lo que desea?), sino a lo sumo por lo que
desvelamos con ella. Sin embargo, nos resistimos a concebir la educación como
una actividad fiada a la actividad y al entusiasmo de esos seres por naturaleza
inquisitivos que son los niños, y preferimos imponerles una disciplinada
pasividad, recortándoles y organizándoles la curiosidad como quien les ordena el
armario de los trastos.
Estoy de acuerdo en que la escuela no ha
de servir meramente para entretener (aunque siempre será mejor entretener que
violentar), sino para encauzar, sin troncharla, esa inclinación que todos
tenemos sin excepción hacia el conocimiento. A la escuela va uno a aprender, no
a «divertirse» (en el sentido vulgar de la palabra); pero solo porque no hay
mayor diversión posible que la de aprender. El juego es el modo natural de
aprender en los animales (y en los niños, decía Platón), pero solo los humanos
podemos, además, disfrutar del supremo juego de divertirnos con la cabeza: de
enlazar, dividir, estructurar y hacer volar a las ideas en el espacio y el
tiempo, de medirlas, de plasmarlas en la materia, de reírnos de ellas… No hay
nada más didáctico y «divertido» (en el sentido literal de la palabra) que ese juego con la
diversidad de imágenes, palabras, perspectivas, hipótesis y experiencias que
supone el aprendizaje. Si aprender en la escuela no es esa fiesta, no
tengo ni repajolera idea de lo que es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario