miércoles, 25 de septiembre de 2024

Kant y el «monstruo de Aviñón»

 


Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos reprobable. 

Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses. 

En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales). 

En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales. 

Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.

1 comentario:

  1. La relatividad y posterior conclusión, según el empleo del lenguaje

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