miércoles, 23 de octubre de 2024

Otoño escopetero

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Es otoño. El clima se atempera y el paisaje va poco a poco recuperando color y vida tras el largo y abrasador estío. Es tiempo para el ocre y el amarillo, para roncas y berreas, para setas y castañas, para caminar, hacer deporte, observar las aves o sentarse a comer en familia sobre el verde nuevo de la tierra. Lo que quiera. Pero no olvide nunca llevar un chaleco reflectante y un teléfono cargado con conexión a emergencias.

Porque es otoño y sucede que los señores cazadores (pocas cazadoras hay) tienen copado el campo con la práctica de su deporte favorito, este de acosar, acorralar y disparar a animales, y tan entusiasta es su entrega a tan noble empeño que algunos no se privan de invadir a tiros parques, terrenos comunales, caminos públicos, vías pecuarias y aledaños de zonas habitadas.

Es otoño y el que escribe no habla de oídas. Cada día festivo le hacen saltar de la cama los tiros de los cazadores, algunos a escasos metros de su cama, disparando a troche y moche junto a viviendas, viandantes, ciclistas y quien se aventure a pasar por allí – un camino público, acondicionado y señalizado como cañada real, y en el que, además de casas, se encuentran reconocidos parajes naturales como el complejo lagunar de Mirandilla, en cuyos rústicos bancos de picnic se paran los cazadores a cargar las escopetas y echar un tentempié –.

Es otoño y aunque el cronista tiene ya más de cincuenta primaveras, mantiene una fe insobornable en la razón humana, así que, ni corto ni perezoso, se acerca al cazador más próximo a recriminarle su actitud e invitarle al escrupuloso cumplimiento de la ley, gesto que no provoca más efecto que un encogimiento de hombros y una mirada cómplice con otro montero (hay uno cada veinte metros) que, en la misma cañada, acecha conejos escopeta en ristre sin levantar apenas la cabeza.

Como el asunto parece que va de civismo, el articulista llama entonces a la Guardia Civil, pero allí le dicen que sí, que es otoño, y que a la sola y atribulada patrulla que recorre la zona no le da la vida, porque – le dice una telefonista muy amable – hay otros cazadores pegando tiros allí donde no deben.

El columnista se queda, pues, esperando melancólicamente (es otoño, creo que dije) y, mientras el estruendo de los tiros le estruja el alma, se imagina el día en que uno de esos tiros se incruste por accidente en la sesera de un pastor, de un niño saltarín o de un desprevenido ciclista o caminante. Ya cree oír y ver los llantos, gritos y titulares, las solemnes promesas de las autoridades competentes, las indignadas invocaciones a la ley en curso (tan inútiles como las que se hacen a los santos) para, a los dos días, mirar de soslayo, irse y no haber nada.  El articulista vuelve a pensar entonces que este es sin remedio un país de pícaros cervantinos, de sainetes de Berlanga, de La Escopeta Nacional, de La Caza, de As bestas y de Los Santos Inocentes y, agotados el repertorio cinéfilo y la paciencia, coge a la familia y se va a tomar una caña lo más lejos posible.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Jóvenes, desheredados y de derechas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


España se convierte, quiera o no el gobierno, en un país de propietarios ricos vs. desheredados viviendo al límite. Desheredados que irán aumentando conforme acabe de desinflarse la riqueza acumulada por ese asomo de clase media que brotó en el último tercio del siglo XX, y de cuyo menguante patrimonio viven todavía hoy, en un quiero y no puedo, gran parte de nuestros jóvenes.

Esta desigualdad en el acceso a la vivienda no es, por cierto, más que uno de los destrozos del huracán especulativo que cruza la península, dejando paisajes rurales desolados (pese a estar repletos de placas solares) o centros urbanos y costas destruidos por la plaga turística.

Este compendio de desigualdad, desolación y destrucción difícilmente va a perjudicar directamente a las generaciones mayores, la mayoría de ellas con la vida resuelta, casas en propiedad, jubilaciones garantizadas y pocas razones para temer los efectos del cambio climático, pero sí, desde luego, a los más jóvenes, cuyo futuro es la moneda con la que se apuesta en el capitalismo de casino que dirige el mundo.

Sin embargo, y a pesar de lo claro que resulta todo esto, una inmensa proporción de esos jóvenes desheredados está siendo descaradamente embaucada con discursos ultraliberales y populistas. Discursos que, a cambio de baratijas ideológicas e identitarias, abducen a los jóvenes para que presten su apoyo a los proyectos políticos que más peligrosamente comprometen su futuro.

Qué la mayoría de jóvenes desheredados o condenados a serlo vote a las derechas, e incluso adopte (en sus opiniones y poses) el estilismo conservador de los dueños del cortijo, responde a un patrón histórico e ideológico muy viejo: aquel por el que las clases bajas y de medio pelo imitan las costumbres e ideas de las idolatradas clases altas, pero con la salvedad de que los jóvenes de ahora deberían estar lo suficientemente educados como para no dejarse engañar de esta manera. ¿Estaremos equivocados en esto?

Luego está la cuestión del victimismo crónico en que chapoteamos todos. Vale con que, tras cincuenta milagrosos años de democracia en este país, creamos estúpidamente que ese es el estado natural de las cosas. Vale que parte de la izquierda se haya transformado en una troupe de curas laicos obsesionados con la moral sexual o los derechos de las minorías. Vale que se esté muy desencantado de la política. Vale con todo eso y más. Pero eso no justifica la inacción y falta de una ambición política coherente por parte de las nuevas generaciones. No vale con estar todo el tiempo quejándose. Los jóvenes son ya mayorcitos para darse cuenta de lo que se cuece. Porque en esa caldera, la carne destinada al sacrificio es claramente la suya.

miércoles, 9 de octubre de 2024

La ilusión de abolir el trabajo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 En una entrevista reciente decía el filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.

Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».

Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).

La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.

El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Tres mil familias

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Estaba guardando la ropa de verano y las fundas de mis trajes me recordaban las que se usan como sudario para envolver cadáveres. Me pareció ver esas fundas-sudario en la televisión, colgadas de una barra preparada para ir «envasando» púdica y rápidamente los cadáveres de los migrantes devueltos por las olas. Desde entonces no puedo dejar de pensar en las tráqueas embutidas de agua de esos cuerpos amortajados. Ni de imaginarme su agonía. Ni de preguntarme que hubiera sido de mi si hubiera nacido en Senegal, Mauritania, Malí, Marruecos… 

Los datos cardinales para explicar la tragedia migratoria están claros: la ruptura del orden mundial (y su secuela de guerras descontroladas); la crisis climática (y su reguero de sequias y desastres); el cierre de fronteras (requisito para la precarización de la mano de obra que llega a los países ricos); y una creciente desigualdad económica global. Vamos con lo último.

Un reciente informe de Oxfam confirma que no más de tres mil familias (un 0,000X de la humanidad) controla el 13% del producto interior bruto mundial, unos 4.666.666.666 (¿será cosa del diablo el número?) por familia, mientras que el 50% de la población, unos cuatro mil millones de personas, subsiste con menos de siete dólares diarios (muchos con menos de dos o tres).    

Este grado brutal de desigualdad, fruto de cuarenta años de desregulación económica, lo condiciona todo. El mundo entero se mueve al ritmo de los intereses de la oligarquía que lo provoca. La necesidad de rentabilizar contantemente el capital de esas tres mil familias no solo determina el número y rumbo de las pateras, también condiciona el paisaje campestre, los precios del super, el índice de paro, la deuda nacional, el acceso a la vivienda, la contaminación del aire, las producciones de Hollywood y el curso de las guerras que seguimos, como una serie más, a través del telediario.

¿Por qué nos conformamos con el poder de esta oligarquía de ultrarricos? No es fácil responder. En la Edad Media era Dios quien justificaba las desigualdades. ¿Y ahora? ¿Es por la fuerza? ¿Cómo, si somos ocho mil millones contra casi nadie? ¿Es porque reconocemos sus méritos? Tampoco. Por ingenuamente que nos creamos la fábula meritocráticoliberal, nadie es tan tonto como para creer que esas tres mil familias sean un millón de veces mejores que nosotros (tanto como su patrimonio respecto al nuestro). ¿Entonces?

La respuesta más certera es que ese olimpo de milmillonarios representa el sueño de la inmensísima mayoría, y nadie se rebela contra lo que sueña, por absurdo e irrealizable que sea. Tengan por seguro que, mientras no exista un sueño mejor, esa mezcla de ilusión insensata y codicia será la que siga moviéndolo todo para que nada se mueva; para que lo que para unos son fundas donde guardar la ropa, para otros sea el único y último abrigo que les depara este mundo atroz.