Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Es otoño. El clima se atempera y el
paisaje va poco a poco recuperando color y vida tras el largo y abrasador
estío. Es tiempo para el ocre y el amarillo, para roncas y berreas, para setas
y castañas, para caminar, hacer deporte, observar las aves o sentarse a comer
en familia sobre el verde nuevo de la tierra. Lo que quiera. Pero no olvide
nunca llevar un chaleco reflectante y un teléfono cargado con conexión a
emergencias.
Porque es otoño y sucede que los señores cazadores (pocas cazadoras hay) tienen copado el campo con la práctica de su deporte favorito, este de acosar, acorralar y disparar a animales, y tan entusiasta es su entrega a tan noble empeño que algunos no se privan de invadir a tiros parques, terrenos comunales, caminos públicos, vías pecuarias y aledaños de zonas habitadas.
Es otoño y el que escribe no habla de oídas. Cada día festivo le hacen saltar de la cama los tiros de los cazadores, algunos a escasos metros de su cama, disparando a troche y moche junto a viviendas, viandantes, ciclistas y quien se aventure a pasar por allí – un camino público, acondicionado y señalizado como cañada real, y en el que, además de casas, se encuentran reconocidos parajes naturales como el complejo lagunar de Mirandilla, en cuyos rústicos bancos de picnic se paran los cazadores a cargar las escopetas y echar un tentempié –.
Es otoño y aunque el cronista tiene ya más de cincuenta primaveras, mantiene una fe insobornable en la razón humana, así que, ni corto ni perezoso, se acerca al cazador más próximo a recriminarle su actitud e invitarle al escrupuloso cumplimiento de la ley, gesto que no provoca más efecto que un encogimiento de hombros y una mirada cómplice con otro montero (hay uno cada veinte metros) que, en la misma cañada, acecha conejos escopeta en ristre sin levantar apenas la cabeza.
Como el asunto parece que va de civismo, el articulista llama entonces a la Guardia Civil, pero allí le dicen que sí, que es otoño, y que a la sola y atribulada patrulla que recorre la zona no le da la vida, porque – le dice una telefonista muy amable – hay otros cazadores pegando tiros allí donde no deben.
El columnista se queda, pues, esperando melancólicamente (es otoño, creo que dije) y, mientras el estruendo de los tiros le estruja el alma, se imagina el día en que uno de esos tiros se incruste por accidente en la sesera de un pastor, de un niño saltarín o de un desprevenido ciclista o caminante. Ya cree oír y ver los llantos, gritos y titulares, las solemnes promesas de las autoridades competentes, las indignadas invocaciones a la ley en curso (tan inútiles como las que se hacen a los santos) para, a los dos días, mirar de soslayo, irse y no haber nada. El articulista vuelve a pensar entonces que este es sin remedio un país de pícaros cervantinos, de sainetes de Berlanga, de La Escopeta Nacional, de La Caza, de As bestas y de Los Santos Inocentes y, agotados el repertorio cinéfilo y la paciencia, coge a la familia y se va a tomar una caña lo más lejos posible.