Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
La afirmación del título es, desde luego, irónica. Pero no
he podido resistir la tentación de parodiar el viejo lema de los nostálgicos de
la dictadura (aquello de “con Franco vivíamos mejor”) al toparme estos días, y
por casualidad, con la primera ley sobre educación secundaria del franquismo,
firmada en 1938, sin acabar aún la guerra civil, y en la que se leen cosas como
esta: “La técnica memorística, producto del sistema imperante, ha de ser
sustituida por una acción continuada y progresiva sobre la mentalidad del
alumno, que dé por resultado, no la práctica de recitaciones efímeras y
pasajeras, sino la asimilación definitiva de elementos básicos de cultura y la
formación de una personalidad completa”.
¿Cómo? ¿Qué la técnica memorística ha de ser sustituida
por la acción sobre la mente del alumno (es decir, por una enseñanza
comprensiva)? ¿Y esto lo decía un decreto educativo de Franco? Pues así es. Y
hay más. En el punto tres del artículo preliminar de la misma ley se afirma que
“como consecuencia lógica de lo anterior, [se establece la] supresión
de los exámenes oficiales intermedios y por asignaturas, evitando así una
preparación memorística dedicada exclusivamente a salvar estos exámenes
parciales con todos sus conocidos inconvenientes”. ¿Qué les parece?
¡Suprimir los exámenes oficiales del Bachillerato para que los alumnos pudieran
concentrarse en aprender y no en memorizar!
Por supuesto, estoy sacando estos párrafos del contexto de
lo que fue una ley absolutamente retrógrada en muchos aspectos ideológicos.
Pero no deja de ser asombroso que una norma así, y de hace un siglo,
cuestionara los exámenes, algo con lo que se sigue fustigando hoy de forma
inmisericorde incluso al alumnado de primaria (¡cincuenta exámenes ha tenido
que hacer este año – casi uno y medio por semana – la hija de unos amigos, con
8 añitos, en un cole público de Badajoz!).
Y ojo, que no quiero decir que esas “viejas novedades”
pedagógicas sean (ni mucho menos) patrimonio del franquismo. Podríamos citar
aquí los movimientos de renovación pedagógica, de muchísimo mayor calado (y
brutalmente cancelados tras la guerra civil), promovidos por la II República, o
leyes seguramente más antiguas. ¡Pero que ciertas innovaciones pedagógicas
básicas, por las que llevamos peleando decenios, hayan sido ya previstas hasta
por las más rancias leyes de Franco es, cuando menos, humillante!
Por cierto, y visto lo visto, ¿a qué época de la historia se
referirán los que reniegan de las nuevas pedagogías y suspiran por aquella
escuela en la que, a base de clases magistrales y exámenes, los alumnos
lograban un grado de excelencia hoy – presuntamente – impensable? Pues no se
sabe. O, a lo sumo, a la ley del 1970, igual de franquista que la del 38, pero
con el agravante de que lejos del romanticismo católico-humanista de esta, la
del 70 estaba hecha a imagen y semejanza de los ideales de excelencia
técnico-científica de los más liberales tecnócratas (y no menos católicos) del
OPUS. Esta ley (la de la EGB, el BUP y el COU) es la que suelen invocar con
lágrimas en los ojos los que no ven más que una progresiva decadencia de la
enseñanza desde la LOGSE hasta hoy.
Ahora bien, ¿era la escuela de los 70 y 80 mejor que la de
ahora? En absoluto. O solo en la imaginación de los que se educaron en ella y
creen, como los más viejos suelen creer, que lo suyo fue la repera. ¡Entonces
sí que se estudiaba, sí que había nivel en los exámenes, sí que había
disciplina en clase! – dicen –. Pero la verdad es que en aquellos años las
clases eran, la mayoría, tan buenas o malas como las de ahora, las horas de
estudio o los exámenes igual de numerosos y duros que los de hoy, y sobre la
disciplina solo hay que revisar las actas de los claustros de aquella época:
nada nuevo bajo el sol…
Y atención, que este tipo de demencia se encuentra también
en los docentes más jóvenes y primerizos. Yo mismo recuerdo mí primer año de
profesor, recién salido de la facultad, exigiendo con petulancia a mis alumnos
el nivel de competencia que presumía haber tenido “cuando era como ellos”.
Hasta que una tarde, tras corregir unos exámenes en los que me había cargado a
la mayoría, el destino quiso que me topase con uno mío, casi del mismo tema y
nivel, en una vieja carpeta escolar. Era tan malo y estaba tan mal escrito
(pese a que me lo habían calificado con generosidad) que, tras leerlo, no tuve
más remedio que revisar y cambiar la nota a todos mis alumnos.
Aquello fue el inicio de una conversión que acabó en el
mismo punto que las leyes de Franco: en la convicción de que los exámenes rara
vez tienen relación con aprender nada, algo que muchos docentes actuales no
parecen aún entender. ¿Acabarán por hacerlo? ¿Serán capaces de ponerse al día y
llegar, al menos, a principios del siglo XX? En septiembre, que empieza
todo (otra vez), lo veremos.
Hasta entonces, y por lo que pueda venir, qué tengan unas
felices vacaciones.