miércoles, 29 de enero de 2025

Hacerse el muerto

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura.


Cada vez conozco más gente que
«hace meditación», lo que en algún momento me hizo albergar no sé si la esperanza o el miedo de encontrarme hablando de cosas profundísimas en los ascensores o en los pasillos del super. ¡Pero qué va! Resulta que ahora «meditar» consiste en dejar de pensar o, como esto no es posible estando vivo, en pensar en nada como si estuvieras muerto. Cuanto más concentradamente pienses en nada – te dicen – más preparada estará tu mente para pensar en todo. Aunque sobre esto último (que es lo que importa) no te dicen tampoco nada.

No me extraña que se detecten cada vez más problemas mentales, especialmente entre los jóvenes. Se les enseña de todo, pero muy poco a meditar de verdad. A estos jóvenes (y a los no tanto) se «les va la olla» no porque sean especialmente delicados o estúpidos, sino porque les falta cartografía filosófica para organizar las ideas más allá del torrente de datos, mensajes, historias e imágenes con que se les abruma constantemente, hasta el punto de que lo único que se les ocurre es cerrar los ojos y «meditar», como si dejando de pensar fueran a estar menos fuera de sí.

Es difícil imaginar una época en la que la gente haya sido más bombardeada con todo tipo de estímulos sin que, a la par, se le haya transmitido una capacidad igualmente excepcional para filtrarlos (la mayoría son prescindibles), deconstruirlos, o integrarlos en un todo sistémico desde el que comprender y orientarse en el mundo.

Pero no es imposible. Imaginen que en vez de «meditar» en nada la gente pagara por pasarse la tarde aprendiendo a distinguir de modo crítico lo real de lo aparente, lo ideal de lo mundano, lo sustancial de lo accidental, el todo de sus partes, la causa de sus efectos, el conocimiento de la opinión, la verdad de su método, el diálogo de la retórica, lo moral de lo legal, la justicia del negocio, el juicio objetivo del ladrido, la acción de la pasión, o el compromiso crítico del activismo identitario y gregario…

¡El mundo sería otro! Pero para eso hay que pensarlo, claro. Porque no se trata de pensar menos o en nada – como predican los gurús de la «meditación» – sino de pensar más (y mejor) en todo (y del todo). Sin darle vueltas a la piezas del puzle, la realidad es un caos invivible, y lo único que cabe hacer es volverse tarumba, darse a las pastillas o descarrilar por vías desesperadas y extremas que proporcionen un último e ilusorio amago de integridad intelectual y moral. Bueno, eso o «meditar» y hacerse el muerto para siempre.


miércoles, 22 de enero de 2025

Monstruos prodigiosos

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


El miedo tiene muchos caminos. Si su raíz es un estado genérico de incertidumbre, suele proyectarse en objetos más simples y fáciles de afrontar. Durante el tormentoso tránsito a la modernidad el chivo expiatorio fueron las brujas, quemadas a miles en el norte y centro de Europa. En la deshecha Alemania de los años 30 fueron los judíos. En el mundo actual, al borde de transformaciones gigantescas de efectos imprevisibles, son los inmigrantes, los okupas o, simplemente, los que piensan de forma distinta. Es claro que el odio al chivo expiatorio no sirve para acabar con aquello, difuso, que nos atemoriza, pero genera la ilusión colectiva de tenerlo controlado.

Un segundo efecto de ese miedo inconcreto que tan bien retrató Jean Delumeau en «El miedo en Occidente», es la añoranza. La incertidumbre ante el futuro genera una extraña nostalgia de lo no vivido en los jóvenes y una romántica idealización del pasado en los viejos. Es la añoranza con la que – frente a las turbulencias del presente – se reivindican los valores incuestionables de antaño o se invoca a la nación primigenia, al glorioso Reich, a la América que perdimos (y hay que hacer grande de nuevo) o a la España «unida y en paz» del franquismo.

Pero más allá de esto, hay un tercer efecto de la incertidumbre y el miedo que me gustaría destacar: el del advenimiento de los «monstruos» convertidos coyunturalmente en héroes. Y ocurre cuando, en momentos de gran incertidumbre, aparece lo «monstruoso» en uno de sus sentidos más arcaicos: el del «prodigio extraordinario» que nos advierte (y promete librarnos) de la insostenibilidad o corrupción de lo ordinario. Milei, Trump, Musk representan a la perfección este tipo de «monstruo prodigioso» (mucho más que los más mediocres Le Pen, Abascal, Orbán o Meloni).

Estos monstruos son también una proyección o encarnación concreta de la incertidumbre, pero no ya como chivos expiatorios a sacrificar, sino como medio (no menos ilusorio) de dar cierta forma al desorden imperante a través de algo igualmente caótico, pero humano y concreto, y con quien podemos identificarnos mejor. Así, un monstruo identificable y particular – como Trump, Milei, Putin … – puede presentarse como héroe frente a un monstruo inconmensurable y genérico (la economía errática, la pérdida de referentes, la emergencia de nuevas potencias…) del que promete librarnos para conducirnos a un imaginario y no menos indefinido futuro de abundancia y gloria (lo indefinido es entonces estimulante, y no atemorizante).

Cuando las incertidumbres son tantas y de tan variada naturaleza (crisis climática, inquietud económica, polarización social, amenazas bélicas…) los seres humanos parece, pues, que repetimos este viejo repertorio tripartito: sacrificio de la víctima propiciatoria; añoranza de un pasado idílico; y entronización de aquel que, por extraño e imprevisible que sea (o justamente por eso), parece capaz de hacer un milagro tan extraordinario como aquello mismo que nos espanta. Tal vez parezca que hace falta un monstruo para domeñar lo monstruoso del mundo. Muchos creemos que lo que va a hacer es aumentarlo. Lo veremos muy pronto. 

 

miércoles, 15 de enero de 2025

Okupas de guante blanco

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


No hay mayor problema global que el del dinero. No hay cosa que contamine, corrompa y destruya más que la necesidad de autorreproducirse como un tumor que tiene el capital, la pasta gansa, el torrente de miles de millones de euros, dólares, yenes o yuanes (es decir: de la más absoluta
«nada», que diría el maestro García Calvo) que anda constantemente revolviendo y destrozando las cosas que son verdaderamente reales (la vivienda, el trabajo, el paisaje, los recursos limitados del planeta…) para multiplicarse de cualquier manera.

Siempre ha habido especuladores, desde luego: gente sin otro oficio que el del beneficio. ¡Pero es que ahora son legión! Y no hablo solo de grandes inversores, multimillonarios árabes o buscavidas que lo mismo negocian con jamones que con mascarillas sanitarias. Más que menos todos somos cómplices en este asunto. No hay dinero que, por honradamente ganado que esté, no pase hoy por un banco y acabe alimentando el mercado financiero. ¿Y quién no quiere multiplicar su dinero con pisos, bonos o acciones? La mayoría de las viviendas con alquileres prohibitivos no son de malvados fondos buitres, sino de propietarios particulares. Hasta los Estados juegan con el dinero que le cedemos (con el de las pensiones, por ejemplo) para obtener todo el rendimiento posible de él…

No parece, pues, que haya solución fuera del mercado. Al menos yo no veo ninguna revolución en ciernes. Así que el dinero seguirá, insaciable, hundiendo o impulsando empresas y Estados, arruinando o entronizando regímenes políticos, lucrándose con la guerra y con la paz, con la salud y con la enfermedad, con la educación, con la energía… O agarrándose a la vivienda como a un rentabilísimo objeto de inversión, sobre todo en tiempos de incertidumbre, y todavía más en un país que – como el nuestro – no solo es magnífico para hacer negocios sino también para vivir. Y si esto último supone expulsar a la gente de los barrios donde ha vivido siempre, pues mala suerte. No será la primera vez ni la última en que los más ricos y poderosos expulsan de sus «tierras» a los «nativos» de turno – «okupación» que no por ser de guante blanco y ante notario deja de ser mucho más lesiva para el interés general que la ínfima e irrelevante que agita la ultraderecha para asustarnos –.

¿Quiere todo esto decir que no se puede hacer nada con (entre otros) el asunto de la vivienda? Claro que no. Hay que reaccionar ante cada barbaridad del capital. Lo que no sabemos es cómo. La moral común es un sindiós abducida ella misma por el mercado (¿quién no quiere ser un rico y feliz rentista?). Y la ley, sin una moral común que la respalde, acaba convertida en retórica de poca monta. Tal vez lo único que podría ofrecer resistencia a corto plazo fuera un movimiento masivo de damnificados que obligará a actuar a los gobiernos. El que tenemos acaba de proponer medidas significativas para contener la especulación inmobiliaria, pero sin ese respaldo – si no moral, al menos democrático – que solo puede dar la ciudadanía, es dudoso que les dejen aplicarlas. Hay demasiada pasta en juego.

miércoles, 8 de enero de 2025

El perfume de la libertad

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Imagine que curioseando en una librería de viejo encontrara una biografía anónima titulada con su nombre, y que al leerla comprobara, atónito, cómo describe no solo cada detalle de su vida, sino también el infarto que le da justo el día en que encuentra una extraña biografía titulada con su nombre y acaba por comprobar que su muerte estaba escrita…

¿Es verosímil esta historia? ¿Sería posible encontrar un libro así? En un fabuloso cuento de Borges (La biblioteca de Babel), el autor imagina el universo entero como una inmensa biblioteca en la que los humanos andan peregrinando en busca de «El Libro» que les explique su propia vida. Tal vez sea imposible, porque la biblioteca parece infinita, pero tal vez no, porque si en ella están todos los libros posibles, ha de estar también aquel que describe exactamente cada una de nuestras vidas (y muertes), todas encerradas en esa misteriosa secuencia que va de la A a la Z.

¿Todo está, entonces, escrito? No es nada fácil contradecir esta hipótesis. Si todo en el universo está regido por leyes, como presume la ciencia, cada una de nuestras acciones podría predecirse tal como se prevé el paso de un cometa por el firmamento. O, como diría un teólogo: tal como prevé un dios omnisciente. Y no hay ateísmo ni probabilismo al que agarrarse aquí: si la libertad fuera hija del azar tampoco seríamos libres, o no más que la ruleta de un casino…

Pese a todo, difícilmente vamos a renunciar a la creencia en el libre albedrío. ¡Imagínense! ¡Tendríamos que echar abajo todo nuestro sistema legal y moral! ¿A qué malvados íbamos a juzgar y castigar si nadie pudiera hacer más que lo que está escrito? ¿A qué mantener Iglesias y consultorios psiquiátricos si no existieran la culpa y el remordimientos? ¿A quién íbamos a dar medallas si la voluntad no fuera libre para hacernos «triunfar» o «fracasar»?

Eso sí: de esa libertad a la que nos agarramos como lapas no tendremos nunca más que una sensación esquiva, un sutil olor, una canción pegadiza o un anuncio televisivo, como el de esos coches que cruzan el atardecer por milagrosas carreteras solitarias, o esos perfumes que incitan a volar como pájaros (como si los pájaros no fueran presa de su instinto) o a bailar como bacantes (como si ser presa de una pasión tuviera algo que ver con ser libres). Lo dicho: si quieren saber lo que es la «libertad», pregúntenle a un publicista. Así debe ser como está escrito.

 

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