miércoles, 25 de junio de 2025

Anarcobelicismo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Suele pensarse de manera harto simple que el derecho y la fuerza son dos fuentes antagónicas de poder político. Se trata de un análisis simplón, porque olvida que el derecho puede nacer de la fuerza (en los regímenes tiránicos también hay leyes) y que la fuerza es parte constitutiva del derecho (en las democracias también hay policías). Sea como fuere, en la política el tamaño importa (en esto, según los más rigoristas, se diferencian la política y la ética), y aunque no hay derecho sin ejercicio de la fuerza, parece que es menos fuerza si la ejerce la mayoría y solo en determinados ámbitos (como en las democracias liberales) que si la ejerce una minoría en todos los órdenes de la vida (como en los regímenes totalitarios).

Pues bien, podemos decir que, si durante muchos años (desde el final de la II Guerra Mundial) el derecho y la democracia liberal han gozado de una época dorada, hasta el punto de que sus formas se extendieran al ámbito de las relaciones entre naciones, generándose por vez primera un conjunto de instituciones de legalidad internacional que nos han permitido soñar con la sociedad cosmopolita y pacífica que idearan los filósofos ilustrados, hoy día todo este castillo de naipes se ha venido abajo de forma estrepitosa, inequívoca, brutal y no sabemos si definitiva.

El imperio de la fuerza bruta, no ya solo de líderes del lado más incivilizado del mundo, como Putin, sino de los de naciones que creíamos adalides de la democracia liberal, como Israel o EE. UU, han pulverizado ochenta años de esfuerzos y pretenciosa retórica internacionalista. Diríase que a la desregulación económica y financiera propiciada por el extremismo neoliberal le ha seguido la desregulación de los mecanismos de poder internacional, apenas sujetos – hasta ahora – por un leve e incipiente andamiaje de regulación normativa y una difusa bruma moral. Tras el desgarramiento de esa ilusión se ha vuelto, en suma, a esa suerte de viejo «anarcobelicismo» por el que las naciones militarmente más poderosas golpean unilateralmente a otras para lograr sus intereses sin más legitimidad que la de su fuerza. 

El problema, claro está, es que este mundo ya no es el de siempre. De un lado, la capacidad destructiva es hoy incalculable; y de otro, la sucesión de guerras propiciada por esta vuelta al más rancio realismo político impide o aplaza la imprescindible conjunción de voluntades y energías que se necesita para afrontar los problemas globales que nos acechan: la crisis climática, la desigualdad creciente, la pérdida de biodiversidad y recursos...

Y que ningún ingenuo se crea que esto va de librarnos de la tiranía de los fanáticos iraníes o de restaurar la democracia allí donde no la había. Va de obtener poder y ventajas en un planeta más limitado que nunca, y de instaurar gobiernos títeres – a cargo de pueblos sumisos – que no amenacen la hegemonía de los poderosos. Tras Irán, serán sometidos del todo Gaza y Ucrania, y después le llegará probablemente el turno a Groenlandia/Dinamarca y Taiwán. Y así seguiremos si la guerra no desata antes, en cualquiera de sus inciertos pasos, un desastre irreversible.

miércoles, 18 de junio de 2025

El latrocinio nacional

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Decía Fernando Díaz-Plaja que para muchos españoles desvalijar una casa y desvalijar al Estado eran cosas ontológicamente muy distintas: lo primero sería «robar», algo inaceptable y vergonzoso; y lo segundo «ser listo», algo no solo permitido, sino digno de admiración (especialmente si no te pillan). Según esta teoría, los mismos españoles que lincharían con gusto al ganapán que le roba la cartera a un señor en el metro, pasearían a hombros al despabilado capaz de defraudar millones a hacienda u obtener una subvención de manera irregular. ¿Por qué? ¿No roba realmente más y a mucha más gente el segundo que el primero?

Algunos han achacado esta incapacidad para percibir la inmoralidad de robar al Estado – es decir: a toda la ciudadanía – al individualismo feroz y a un cierta incapacidad de abstracción atribuida típica (y tópicamente) a los españoles. Por lo primero, el Estado se entendería como una odiosa imposición dirigida a estorbar – con sus normas y trámites – y asaltar a impuestos a los individuos; esto último no para sostener hospitales, colegios o carreteras, ojo, sino para mantener a los políticos, que «son unos ladrones». Y claro, quien roba a un ladrón…

Por lo segundo, pareciera que a los españoles les costara comprender al conjunto de la ciudadanía como sujeto moral. Debe ser por eso que cuando – no siendo policía – llamas la atención al energúmeno que se lleva los adoquines de una obra pública o abre un pozo ilegal en el chalé, acusándole de estar robando o perjudicando a todos, este te mira con cara de desconcierto y hasta indignación. ¿Quién es «todos»? Para él, un ente al que no se le pueda poner una cara o un nombre concretos no es una persona y, por lo tanto, no se le puede robar de ningún modo. A lo que añaden aquello de que «lo que hay en España es de los españoles» (siempre que con eso no le toquen lo suyo, lo de su familia o de sus amigos, claro).

Esta españolísima tendencia a considerar aceptable (y hasta elogiable) el trincar del Estado (es decir: de lo que es de todos) no es lo único que explica la asiduidad y desvergüenza con que ministros y altos cargos se corrompen en cuanto hay comisiones de por medio. La otra es la no menos demencial costumbre de poner las lealtades partidistas por encima de las convicciones éticas (cosa que pasa en absolutamente todos los partidos, incluyendo a los más presuntamente alternativos o retóricamente comprometidos con la revitalización democrática).

Resulta significativo, en fin, que este penúltimo gran escándalo de corrupción haya estallado justo cuando se celebraba el 40 aniversario de la adhesión de España a la Unión Europea. Cuarenta años ya sin que, de momento, se haya dado aquello que Ortega y tantos regeneracionistas anteponían – asociado a nuestra integración en Europa – a cualquier reforma o mejora económica: una profunda y verdadera reforma intelectual y moral. Todavía estamos esperándola.

miércoles, 11 de junio de 2025

Subcontratar el alma

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Cuando era adolescente me sobrevenían unas pájaras espirituales de padre y muy señor mío. Hasta llegué a consultar a una psicóloga que, sabiamente, me recomendó leer a Hegel (¡qué psicólogos aquellos que aún estudiaban filosofía!). A las pájaras les llamaba Tormentas Mentales Inenarrables (TMI, les puse hasta siglas). Las TMI eran de temer. Te dejaban varios días (a veces semanas) fuera de combate, con el castillo de naipes de tus convicciones tirado por los suelos y hecho un lío absoluto. Esto, para un adolescente en busca de sí mismo que, entre otras cosas, tenía que exhibir opiniones y actitudes firmes para simular ser alguien, era una auténtica tragedia. Tragedia que intentaba soportar escribiendo – es decir, intentando que la cosa fuera un poco menos inenarrable de lo que era –.

Sentarse a escribir no es un lujo superfluo, ni una simple manera de producir textos, sino una condición para categorizar y organizar el mundo con la complejidad necesaria para prever mínimamente (y curarse de) sus asaltos y sobresaltos. Escribir es comprender. Al fin, la realidad es lo que interpretamos como tal, no a partir de los datos, sino incluyendo a los datos, que no son más que la interpretación de lo que vemos.  Y toda esta interpretación está mediada por el lenguaje. De hecho, filósofos hay que afirman – como el Evangelio de Juan – que el mundo entero es verbo, lenguaje, habla… Y a ver con qué palabras les dice uno que no…

¿Quiero esto decir que los analfabetos, la gente que es incapaz de articular un párrafo, comprende peor las cosas? Depende. Es posible que en culturas en las que oralidad está sumamente desarrollada, el habla (íntima o compartida) pueda generar un espacio de trabajo mental similar en extensión y posibilidades a la escritura (aunque la interpretación del mundo que muestran algunas culturas ágrafas parece, en general, bastante estereotipada y conservadora). Pero en entornos como el nuestro – sin asomo ya de tradición oral – no saber expresarse por escrito, o no tener el hábito de hacerlo, equivale a afrontar desarmado y a pelo la complejidad de la cosas y de la vida.

Una de las consecuencias más obvias del uso de la IA es la de incrementar este analfabetismo funcional. Subcontratar el alma y dejar que las máquinas (más allá de los libros, que se limitan a prestarnos pensamientos de otros) escriban y articulen la información por nosotros, nos vuelve inevitablemente más bobos, en cuanto perdemos el hábito de interpretar y organizar interiormente lo que pasa y lo que nos pasa. La única esperanza que tengo es que llegue el momento en que no seamos capaces ya de comprender ni el resumen adaptado que nos prepare la IA, entremos en fase de TMI aguda, y necesitemos volver a escribirlo todo de nuevo. Tal vez no llegue nunca a ocurrir, nos volvamos imbéciles del todo, y las máquinas, como hijas nuestras que son, tomen justa y definitivamente el mando. Pero en ese caso lo tendremos bien merecido.

sábado, 7 de junio de 2025

Morir de amor 3.0

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


Todos hemos podido y querido morir de amor durante la adolescencia. ¿Pero por un avatar? Hace unos meses un chico de catorce años, residente en Orlando (USA), le propuso tiernamente a su amada virtual – un
«chatbox» creado por inteligencia artificial con el aspecto de Daenerys Targaryen, la protagonista de Juego de Tronos –, que se reunieran en «casa», tras de lo cual tomo un revolver y se pegó un tiro.

La madre del chico puso recientemente una demanda a la empresa de juegos de rol que facilitaba esta suerte de romance, aunque lo cierto es que aquella avisaba regularmente a sus usuarios (tal vez no con toda la contundencia necesaria) de que los personajes con los que trataban eran virtuales y no reales. ¿Es la empresa responsable del suicidio? ¿O fue este el efecto de una suma fatal de circunstancias y acontecimientos mucho más complejos?

Por de pronto, ¿es imprescindible que sea real aquello que te hace «morir de amor»? ¿Qué significa «real» en un contexto amoroso? En este, como en todos los tiempos, el objeto de un enamoramiento furibundo es a veces más ideal que real. Y no pocas veces completamente engañoso. Los mitos, la literatura romántica o la mística religiosa están repletas de muertes, suicidios y mortificaciones en virtud de amores imposibles de satisfacer en este mundo. La empresa que procura intercambios virtuales con esos atractivos engendros no es, pues, la responsable de estos enamoramientos trágicos, sino solo el marco novedoso en que acontecen ahora.

 Otro factor a tener muy en cuenta es la situación actual de las nuevas generaciones. El incremento de problemas mentales no es una milonga, ni fruto de la debilidad de carácter. El mundo siempre ha sido más o menos brutal, pero el que se les muestra hoy a los jóvenes es especialmente incierto y solitario. La mayoría de ellos está convencida de que entrar al mercado de trabajo será cada vez más difícil debido, entre otras cosas, a la inteligencia artificial; la mitad cree que tendrá que mudarse por el cambio climático; y muchos otros dudan seriamente (y con razón) de que vayan a poder disfrutar de un jubilación como la de sus abuelos. A esto, y a las torturas propias de una adolescencia prolongada hasta los treinta años, se le suma la ruptura de vínculos reales propia de un universo cultural en el que priman el exhibicionismo narcisista y la experiencia aislada del mundo.

Todo esto no justifica nada, pero ayuda a comprender y a evitar casos como los del chico de Orlando. Exigir mayores medidas de protección de menores a las empresas tecnológicas está muy bien. Pero esto puede ser una cortina de humo que oculte los verdaderos problemas y las soluciones – de mucho mayor calado político – que deben articularse: la restauración del pacto intergeneracional, un compromiso más contundente contra el cambio climático y por último, pero no menos importante, una buena educación ética y en valores que nos ayude a dominar adicciones, reorientar la convivencia, y afrontar de una forma más madura y constructiva los avatares del amor.

 

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