miércoles, 27 de noviembre de 2024

La política de la antipolítica

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La encarnizada lucha por el poder que escenifican sin disimulo (de hecho, convertida en espectáculo) nuestros actores políticos está llegando a tal punto de obscenidad y marrullería que ha dejado de importar con qué se golpee ni qué se destroce con ello. Tal es así, que los únicos que están conquistando terreno en este batalla son las facciones populistas que invitan taimadamente a romper la baraja del juego democrático.

Y nada podía contentar más a estos populistas antisistema que la ocurrencia del presidente Mazón de nombrar a un general retirado como «vicepresidente para la reconstrucción» de la Comunidad Valenciana. Nombrar a un exmilitar como responsable técnico es perfectamente legítimo. Lo preocupante para nosotros (y estimulante para los extremistas de la «antipolítica») es nombrarle vicepresidente. Ser vicepresidente supone detentar un enorme poder político. Y ser, o haber sido, militar no solo no garantiza ser competente en el ejercicio de ese poder, sino que lo relaciona con un imaginario ideológico e histórico que nos trae muy malos recuerdos.

No ignoro que a mucha gente le parezca muy oportuno sustituir a políticos por técnicos (los partidos, que se han percatado de esto, suelen fichar a «profesionales independientes» para decorar sus listas electorales). Pero la política no es un saber técnico sino, a lo sumo, práctico, como lo es también la moral. Y la competencia para este saber práctico no se adquiere específicamente en ninguna facultad o escuela técnica (tampoco mediante adiestramiento militar), sino participando libremente en la vida pública y adquiriendo un conocimiento profundo de lo que son (y deben ser) los seres humanos en toda su rica y compleja diversidad.

Nada garantiza, pues, que un militar, por capacidad logística que demuestre, vaya a ser un buen político. Menos aún si declara, como ha hecho Gan Pampols, que no está dispuesto a recibir «directrices políticas» de nadie (que esto lo diga un exmilitar, por muy retirado que esté, en un país como el nuestro, pone los pelos de punta). Ahora bien, si Pampols no recibe directrices políticas, ¿bajo qué criterio va a decidir cómo se reconstruyen los pueblos e infraestructuras arrasadas por la DANA? ¿En orden a qué noción de justicia va a establecer la distribución de los recursos? ¿Desde qué principios políticos va a dar más o menos prioridad a la seguridad o a los intereses privados a la hora de rehabilitar las zonas inundables?...

Si Pampols no se da cuenta de que lo que le toca como vicepresidente es hacer política, es que está promoviendo, aún sin intención de hacerlo, la peor política posible: la de los tiranos y los líderes populistas que presumen de «no meterse en política» (como decía nuestro último general al mando) mientras secuestran nuestra soberanía y pretenden gobernar sin control alguno.

Mixtificar la figura de los militares como salvapatrias es enormemente peligroso; no ya porque sea de una ingenuidad o falsedad manifiesta (en el ejército también hay ineficacia, corrupción o conflictos por el poder, como en cualquier otra institución u organización humana), sino por todo lo que algunos pretenden glorificar con ello: el caudillismo, la obediencia ciega, el ordeno y mando, las «soluciones fáciles» … Por presuntamente eficiente que esto fuera (y no creo que lo sea en absoluto), nada de ello justificaría el sacrificio de la más mínima cuota de libertad y democracia – sin duda imperfectas – que hemos logrado construir sobre el poso de nuestra última dictadura militar.  

jueves, 21 de noviembre de 2024

Jugar en la calle

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Mucho se habla de la extinción de las abejas o los gorriones, pero muy poco de la de los niños. Si se fijan, se han volatilizado de nuestras calles y plazas sin apenas advertirlo. Ahora solo los ves tras el cristal oscuro de los coches, llevados de una actividad a otra por padres que parecen más «coaches» que padres, o tras la verja de las urbanizaciones o el parapeto de las zonas de juego, como animales casi extintos vigilados por una tribu de celosos progenitores.

¿Será bueno que ya no haya niños y niñas solos por las calles, corriendo a todo meter entre los transeúntes, dando balonazos a las farolas, trasteando en los escampados o jugando a las prendas en un banco? No lo sé. Y lo último que quisiera es inventarme un paraíso perdido y analógico. Pero mucho me temo que sin niños hechos a habitarlo, el espacio común que son las plazas y calles esté condenado a desaparecer (en cuanto se vayan los ancianos que aún hoy lo ocupan), es decir: a reconvertirse del todo en lugares puramente comerciales o turísticos.

Que los niños ya no revoloteen como vencejos por las plazas no es solo motivo de nostalgia, sino también síntoma de que la calle ya no es el lugar de sociabilidad y educación que siempre ha sido, especialmente en las culturas del llamado «sur global». Los que somos más viejos recordamos que en la calle aprendías rudimentos básicos de economía (y moral) haciendo recados, de geografía yendo solo al cole, o de matemáticas y ciudadanía cambiando cromos o discutiendo sobre los avatares del juego. Esas eran nuestras «situaciones interdisciplinares de aprendizaje». No había que incubarlas arficialmente en clase porque las cultivábamos naturalmente fuera. Igual que el trabajo en equipo (necesario para jugar y hacer trastadas), la convivencia con gente distinta (en la calle nos mezclábamos más o menos todos) o la autonomía personal, competencia suprema que se lograba gracias a que tu andabas por ahí (sin móvil ni marcado con un chip como los perros) y tus padres en su casa y a sus cosas.

Es cierto que los niños de hoy en día también juegan; y tal vez a juegos más educativos e interesantes. Pero me parece que lo hacen menos, ocupados como están en mil actividades formativas. Y que juegan más solos, ni con amigos ni con hermanos (si es que los tienen). Y, sobre todo, que lo hacen en entornos privados: el cuarto de juegos, el parque de la urbanización, las redes y escenarios virtuales creados por empresas tecnológicas… Juegan, en suma, «en» (y «a») un mundo que, a diferencia del de las calles, ya no es el mundo compartido por el común de la ciudadanía, sino, a lo sumo, por un determinado tipo de cliente (el del nicho urbanístico de referencia, el de la plataforma de entretenimiento favorita…).

¿Es todo esto bueno? Pues depende. Si lo que queremos es una sociedad-hormiguero de productores-clientes inermes ante el poder y sin apenas vínculos sociales o políticos (ni siquiera los de la familia, también en decadencia) seguramente sí. Pero si lo que preferimos es una sociedad de ciudadanos acostumbrados a convivir y comunicarse con gente diferente, a confrontar opiniones con naturalidad, y a conocerse y cuidarse unos a otros desde la infancia, mucho me temo que la respuesta tenga que ser negativa.  

 

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Escuela pública y desinformación

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Lo leí en el periódico a través del móvil y me quedé ojiplático. La noticia decía que el Banco de España había prohibido la emisión de un programa del humorista David Broncano porque el personaje al que entrevistaba (el «ufólogo» Iker Jiménez) confesaba que la fuente secreta de su fortuna era una plataforma de inversión capaz de reportar beneficios tan increíbles que todo el sistema bancario podía venirse abajo…

A los quince segundos me di cuenta de que era una treta publicitaria (además de una estafa piramidal), pero durante ese tiempo fui víctima, como miles de millones de personas cada día, de una noticia falsa. En el mundo hay «fábricas» dedicadas, las veinticuatro horas del día, al lucrativo negocio de producir desinformación a demanda; actividad para la que, además de crear falsos artículos de periódico y vincularlos a direcciones web originales (a esto se le llama «cloaking»), difunden imágenes trucadas, videos falsos y hasta imitaciones de voz generadas por IA. La capacidad para engañar en la jungla digital es casi infinita.

Y cuando hablo de engaño no me refiero solo a caer víctima de una estafa económica, sino también política.  Acabamos de ver ganar las elecciones del país más poderoso del mundo a un tipo que acusa a los inmigrantes de comerse las mascotas de la gente. ¿Cómo es esto posible? Es cierto que el poder se ha construido casi siempre alrededor de mitos, sofismas y mentiras de lo más burdo. Pero pensábamos que en nuestras sociedades democráticas, descreídas y relativamente bien educadas, esto ya no era posible. Y ya ven.

 ¿Cómo salvarnos de esta epidemia de desinformación, puesta muchas veces al servicio de estrategias políticas fascistoides que creíamos marginales, pero que van lentamente ganando terreno en nuestras permisivas e inevitablemente complejas democracias? No es fácil responder. Los medios tradicionales ya no son una referencia común, y la ciudadanía se disgrega en facciones o «parroquias» mediáticas (perfiles sociales, grupos en redes, seguidores de tal o cual personaje…), tan polarizadas y aisladas entre sí que impiden contrastar la información o mirar las cosas desde otro punto de vista. 

Frente a esto se pueden proponer medidas regulatorias que sometan a un mínimo control de calidad los flujos de información, pero dado el carácter global y la titularidad (fundamentalmente privada) de estos flujos, tales medidas serían poco menos que testimoniales. Valdría mucho más invertir en educación. La escuela es hoy el único lugar de socialización que permanece relativamente a salvo de la descomposición ideológica de nuestras comunidades. Me refiero eminentemente a la escuela pública, pues gran parte de la privada y concertada tiende a reflejar el mismo patrón de segmentación que produce el mundo digital.

Solo una escuela pública fuerte, que nos obligue desde niños a convivir y dialogar con los demás, por diferentes que sean de nosotros, y que nos enseñe a juzgar de manera crítica, profunda y desapasionada la información que recibimos a diario, podría salvarnos de la siniestra involución histórica que asoma desde casi cualquier lugar desde el que oteemos el horizonte.

domingo, 10 de noviembre de 2024

La práctica argumentativa

Frente a la pandemia desinformativa es imprescindible la educación crítica, y como parte esencial de la misma, entrenar al alumnado en el uso de la argumentación informal y el diálogo argumentativo, en sus técnicas y en sus trampas. El último número de la revista PAIDEIA ha tenido la gentileza de publicarnos este texto sobre cómo empezar a trabajar la argumentación y el diálogo en clase. Quien quiera más información (de momento el artículo es solo para socios) que me escriba en comentarios, por favor.


miércoles, 6 de noviembre de 2024

El pueblo no salva al pueblo

 



Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Igual es impopular cuestionar esto ahora, pero no puedo evitarlo: lo de que «el pueblo salve al pueblo» me suena a adulación irresponsable, a consuelo sentimental, o peor aún, a consigna antisi
stema de los que buscan imponer tumultuosamente el suyo. Lo siento, pero por dulce que suene a los oídos, no creo que el pueblo se baste a sí mismo para salvarse.

El pueblo no salva al pueblo, en primer lugar, porque no puede. El arrojo y la solidaridad demostrados por miles de personas, especialmente jóvenes, ha sido y es ejemplar. Pero con esa muestra entusiasta de entrega no basta. Las carreteras, vías, puentes o viviendas no se reconstruyen con escobones y palas. La complejidad de nuestras modernas sociedades (y sofisticadas necesidades) es tal que la intervención del Estado resulta imprescindible no solo para gobernarlas, sino también para reconstituirlas tras cualquier desastre.

Tampoco parece que el pueblo pueda librar al pueblo de aquellos que, parasitando su dolor, lo utilizan para generar odio y caos. Fíjense que mientras que el Estado ha tardado una insufrible eternidad en llegar a las zonas afectadas por la inundación en Valencia, los bulos más burdos (junto a un grupúsculo de demagogos profesionales y hooligans ultras) han proliferado en cuestión de horas.

El pueblo no salva al pueblo tal como nadie se libra fácilmente a sí mismo de sus propias incongruencias. No podemos exigir más recursos, ayudas, infraestructuras y servicios (frente a pandemias, crisis, volcanes o inundaciones) y dejarnos luego seducir por la ola neoliberal que recorta derechos y niega el valor de los impuestos. No podemos exigir estrictas medidas de prevención (por ejemplo, en zonas inundables) para apoyar después a quienes las consideran un obstáculo para el desarrollo económico (o más bien para la especulación urbanística). No podemos cuidarnos del cambio climático y reírle luego las gracias (e incluso votar) a quienes lo ningunean en las instituciones. O una cosa o la otra. Las dos a la vez solo caben en la cabeza de un niño, o en las lenguas de quienes tratan al pueblo como a tal.

A los muertos de Valencia se los ha llevado una monstruosa tromba de agua y la incompetencia de quienes no avisaron ni tomaron medidas a tiempo. Sin duda. Pero la responsabilidad de la irresponsabilidad de esos políticos, junto a muchas de las circunstancias e incongruencias que han rodeado esta catástrofe (y las anteriores y las que estén por venir), son también asunto nuestro, de todos. El pueblo no salvará al pueblo celebrando a sus aduladores o golpeando a sus torpes e inoportunos gobernantes (máxime cuando los ha elegido él), sino dando un paso adelante para participar activa y congruentemente en los asuntos públicos. El pueblo no necesita piropos, salvapatrias ni reyes que les den la mano, sino ciudadanos críticos que, más allá de «clientes» puntualmente indignados con los «servicios» del Estado, se sientan plenamente corresponsables del bien común, animándose a participar en las instituciones y el aparato civil (partidos, asociaciones, ONG…) que las rodea. En otro caso, mucho me temo que la indignación popular se quede en gritos para hoy y olvido e indiferencia para mañana.

 

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