Publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
Está claro que en las antiguas guerras
del Peloponeso, esas que libraron durante años Atenas y Esparta, los
atenienses tenían todas las de perder. Una de las razones era la
afición de los jóvenes de Atenas a las ideas que enseñaban los
sofistas, maestros, al decir de sus críticos, del arte de hacer
pasar lo justo por injusto y viceversa (según fuera interesando).
Parece que los sofistas inocularon en los atenienses el mal del
relativismo (nada hay realmente justo ni injusto) y, en consecuencia,
los jóvenes no luchaban ya con el ardor guerrero que se espera de un
patriota convencido de lo que defiende.
¿Se imaginan ustedes al ejército de
los relativistas atenienses peleando con el de los fanáticos
soldados espartanos? Mientras los atenienses discutirían y
relativizarían las arengas de sus generales, los espartanos
avanzarían bajo un mismo ideal ciegamente compartido, como un solo
hombre. No por nada los unos (los atenienses) vivían en un régimen
democrático, donde todo se discutía, y los otros (los espartanos)
bajo una monarquía, donde no cabía más que obedecer. Además,
frente a los críticos y contemplativos atenienses, los espartanos
eran adiestrados, desde niños, en la obediencia y el esfuerzo ciego.
¿Cabrá mejor “educación” que esa para ganar guerras?
Después de los recientes atentados de
París, han surgido, como de costumbre, un montón de tipos duros
que apelan, como en la Atenas antigua, y con argumentos parecidos, a
dejarnos de debates filosóficos y a comportarnos como espartanos
con los espartanos yihadistas que amenazan nuestro sistema de vida.
Otros, más conscientes de todo lo que debe ese modo de vida nuestro
a la antigua Atenas, piensan que comportarse como yihadistas para
vencer a los yihadistas, en el grado que sea, supone dar la victoria
a los enemigos, renunciando a nuestra propia identidad como europeos.
¿Qué hacer entonces?
La solución no debería pasar, en
cualquier caso, por negar o traicionar lo que somos. El remedio para
salvarnos del relativismo y
la laxitud moral, no debería ser volvernos tan fanáticos como los
fanáticos, sino, todo lo contrario: recordar todo lo racionales que
podemos y hemos querido ser. Lo que necesita esta Europa, otra vez
repleta de sofistas y de tipos duros proclives al fanatismo
occidentalizoide, es una vuelta a lo mejor de sí misma. ¿Y
qué es ella misma? Europa es razón. Razón huérfana
de dogmas religiosos (eso la diferencia de Oriente), y razón
relativamente libre de intereses prácticos y del servicio al poder
(eso la diferencia de una simple tribu, o de un imperio tiránico).
Razón sin dogmas; razón libre: pura teoría, crítica sin
concesiones. Todo eso fue, o quiso ser, alguna vez, Europa. Y aunque
en la Edad Media volviese a someterse a dogmas, y en la Modernidad al
espíritu pragmático y al imperialismo codicioso de los sofistas y
los burgueses, la razón no ha dejado, nunca, de volver a
convocarnos. Como también es ella, ahora, lo único que puede
salvarnos, si es que aún tal cosa es posible.
Fíjense que justo lo único que no
hemos dado a los jóvenes inmigrantes de los suburbios de París, o
Londres, o Bruselas, es, precisamente, eso: razones. Les hemos
dado bienestar y relativismo, pero ni una sola razón para desear ser
europeos. Muchos de los jóvenes que atentan en Europa han sido
educados aquí, incluso han ido a la Universidad, pero esto les ha
servido de muy poco. Lo único que han aprendido allí son ciencias
particulares y tecnología (la misma que ahora ponen al
servicio de sus creencias), pero nada de razones. El espíritu
pragmático y codicioso de la modernidad trocó la filosofía por el
cálculo estrecho, y apegado a los hechos, de la ciencia, que hacía
ganar guerras y mercados. El precio fue la escisión entre el
“espíritu” y la “materia” (bajo el espíritu del
materialismo), la distinción entre el “valor” y el
“hecho” (bajo el criterio de valor que supone la sujeción
de toda verdad a los hechos). Desde entonces creemos que, si bien la
materia y sus hechos son objetos de explicación racional, los
asuntos del espíritu o los valores son racionalmente
indeterminables. La razón moderna enseña física, o lingüística,
pero no te enseña a manejarte racionalmente con la vida, a buscar su
sentido, a comprender por qué es bueno lo bueno, o injusto lo
injusto. La renuncia al luminoso sueño ateniense (quizás alucinado)
de una racionalidad completa, sin escisiones –ese sueño es la
filosofía –, ha dejado las grandes preguntas a merced de
las subjetividades personales (eso es el relativismo del sofista) o
de los púlpitos religiosos (de ahí el fanatismo). Una combinación
de ambas cosas, de relativismo y fanatismo, es lo que puede acabar
con Europa, tal como acabó con su madre, con la Atenas clásica,
durante las guerras del Peloponeso.
Si no queremos que esto vuelva a
ocurrir, solo hay una opción. Contra el relativismo y el fanatismo
solo caben más y mejores razones. El filósofo Platón decía
que este mundo (y nosotros, que lo hacemos así) no tendrá arreglo
hasta que los filósofos gobiernen. En una democracia, esto quiere
decir: hasta que todos los ciudadanos sean filósofos. O sea:
hasta que todos desarrollemos la capacidad para hacernos conscientes
de las ideas que nos habitan, de someterlas a crítica racional, y de
asumir libremente, y en diálogo con otros, aquellas que nos parezcan
realmente verdaderas y justas. Todo este complejo desarrollo se llama
educación (y no tiene nada que ver con el adiestramiento de
los espartanos – o con la educación para sofistas que preconiza la
LOMCE –). Este sueño, el de cambiar el mundo a través de la
educación, el mismo que se esbozó, por vez primera, en La República
de Platón, es el sueño que, junto al de una razón común y sin
escisiones, nos constituye fundamentalmente como europeos. Hasta que
los europeos no volvamos a soñar ese sueño, y a bombardear con él
el mundo, los sofistas y los fanáticos seguirán enfangándolo todo
con sus pobres y tristes guerras.