miércoles, 26 de noviembre de 2025

¿Y qué tienen que ver los jueces con la justicia?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Vivimos seguramente en uno de los países más legalistas del mundo, sin que eso signifique que sea el más justo (y ni siquiera el más seguro desde un punto de vista jurídico). No se sabe bien por qué, hemos creído que a más leyes más justicia, cuando una cosa nada tiene que ver con la otra: cantidad no implica calidad, aunque sí ineficacia, pues cuantas más leyes más difícil es aplicarlas, respetarlas o juzgar su incumplimiento.

Para corroborar esto basta asomarse a casi cualquier ámbito laboral, empresarial, educativo, político o cultural: la suma inextricable de decretos, órdenes, instrucciones y procedimientos normativos que reglamenta casi cualquier cosa que hacemos es de tal magnitud que, si quisiéramos respetar escrupulosamente la ley, tendríamos que dedicar años a desentrañar la maraña regulativa (multiplicada por el número de administraciones concurrentes) y, después, medir al milímetro cada paso que damos para no incurrir en falta; cosas ambas que, obvia y razonablemente, nadie – salvo los que dispongan de un abogado en nómina –  puede hacer.

Y ojo que si la descomunal cantidad de leyes con que confiamos resolverlo quijotescamente todo no dice nada acerca de la justicia, su ineficacia práctica sí. Cuando las personas corrientes (que somos más bien como Sancho Panza) no cumplimos con los incontables y enrevesados requisitos legales – porque es prácticamente imposible –, o lo hacemos solo superficialmente (para cubrir el expediente), y quienes vigilan o inspeccionan lo hacen solo por encima – porque saben lo que hay –, y los que juzgan lo hacen cuando pueden – es decir: a destiempo –, la arbitrariedad y la inseguridad jurídica campan a sus anchas, el cumplimiento estricto de la ley solo se exige como castigo para el que se sale del plato, y los juicios solo se celebran en hora cuando parece haber una motivación política de fondo.

Porque es tanta nuestra afición a las leyes, que incluso los problemas políticos se quieren resolver en los tribunales, como si los jueces fueran sabios maestros de la justicia y pudiéramos solventar las disputas ideológicas a golpe de sentencia. Pero los jueces son lo que son – simples expertos en la aplicación de la ley –, y la casuística normativa no nos libra (tan solo nos distrae) de dialogar políticamente acerca de lo que es o no justo. Diría, para variar, que la forma más efectiva de regular la convivencia no es la sobrerregulación legal, sino la mejora de la educación cívica y política; pero siendo hoy la educación pasto, como todo lo demás, de la hiperactividad normativa, pues… casi que mejor me callo.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

La filosofía y la Rosalía

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Mañana jueves se celebra el Día Mundial de la Filosofía, algo que, además de irrelevante, empieza a resultarme más cargante de la cuenta. No solo porque haya ya un
«día mundial» para casi todo, sino también porque a los entusiastas del asunto nos parece que esto de filosofar tendría que ser mucho más que flor de un día y estar presente en todos los niveles educativos (como la religión), en las empresas (a servidor lo contrataron en el «departamento conceptual» de una), en la calle (como diría el amigo Eduardo Infante), o incluso – les digo en broma a los alumnos – en los gimnasios, como en la Atenas clásica; no en vano filosofar es como hacer flexiones: «hacia dentro» (ese volverse, reflexivo, hacia uno mismo) y «hacia fuera» (ese volverse, flexible, hacia los otros), para pensar mejor en lo que pensamos y dialogar menos torticeramente con lo que no. 

Para hacer que todos los días sean días mundiales de la filosofía sobran los motivos. Uno de ellos lo ha desvelado el último disco de Rosalía. Tanto esa búsqueda de espiritualidad que dicen que destilan sus canciones, como el que todos estemos hablando de ellas (como mandan las buenas campañas de márquetin) son síntomas de que nos faltan referentes con los que orientar la vida y una buena inyección de espíritu crítico, justo todo lo que la filosofía regala (tal vez si lo vendiera caro, otro gallo cantaría). Además, los jóvenes (y esto ya no es márquetin, sino información) parecen estar viéndole la pata que cojea a la insomne bestia del capital, y empiezan a preferir el oro de tener tiempo al tiempo entretenido en acumular oro.

Contamos, así, con todo lo preciso para una tormenta filosófica perfecta: aquella que debería elevarnos sobre el marasmo o vacío espiritual de nuestro tiempo – con permiso del mindfulness –, y aproximarnos a algún nuevo continente político – lejos de los cantos de sirena del populismo –. ¿Lo conseguiremos? A los chicos y chicas a los que quiero creer que enseño aún les tira mucho el mundo de sombras del meme y el oro del éxito académico, pero no son pocos los que, además, abren los ojos para escudriñar la caverna, la boca para practicar la mayéutica (la de Robe o la de Sócrates) y, espero que pronto, las manos para dar un golpe sobre la mesa en que los adultos nos damos un opíparo banquete a costa de su futuro. Porque la espiritualidad (la filosófica y la de disfrazarse de monja) cunde más si se tiene piso, un salario decente y aire limpio para respirar. A ver si a la Rosalía le da también por cantar sobre todo eso.

 

 


domingo, 16 de noviembre de 2025

La situación de la enseñanza de la filosofía en la educación no universitaria en España

A pocas jornadas de celebrarse el Día Mundial de la Filosofía (jueves 20 de noviembre) acaba de publicarse el libro Defensa de la enseñanza de la Filosofía: trayectorias en Iberoamérica (Universidad Pedagógica Nacional / Editorial Aula de Humanidades), en el que tengo el honor de contribuir con el capítulo dedicado a la situación de la enseñanza de la filosofía en España. Creo que se puede descargar ya el libro (en otro caso me aseguran que se podrá hacer en unos días).


miércoles, 12 de noviembre de 2025

Cultura general

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


Desde adolescente tuve la extrema necesidad de
«tener una cultura». No ya por afán de destacar (que también), sino por la necesidad de organizar ese tsunami de realidad que le viene a uno encima cuando sale de la «caverna» de la infancia. Conocer la historia de nuestra especie, estudiar las civilizaciones que nos precedieron, viajar por los mapas del atlas, leer a los clásicos, entender lo que la ciencia dice del mundo, pelearse con los libros de filosofía … Todo ello era un modo de defenderse de una existencia que descubrías por vez primera como abrumadoramente incierta, dolorosa, compleja y absurda. A más conocimiento – pensaba – menos incertidumbre, más prudencia para afrontar las cosas, más capacidad para dotar de sentido a la vida, y más caminos para ser bueno y feliz…

Pienso en todo esto cuando hablo con mis alumnos y alumnas del último curso de Bachillerato, o con otros que ya han comenzado en la universidad, y compruebo que muchos son incapaces de orientarse históricamente, que la mayoría apenas conoce ni de nombre a los clásicos, que de las ciencias solo parecen tener un conocimiento técnico o práctico (lo necesario para aprobar exámenes), y que lo que para nosotros eran referentes mínimos de una – hoy extinguida –  «cultura general» (pintores, músicos, pensadores, famosas obras de arte, lugares emblemáticos, épocas decisivas…) son hoy para ellos signos indescifrables y carentes de interés. Tal es así, que tengo la sensación de comenzar algunas clases como tras un cataclismo, como si hubieran ardido de nuevo las grandes bibliotecas antiguas y empezáramos a reconstruir la civilización otra vez…

Quizá lo único que pasa es que me estoy haciendo viejo – pienso con alivio –, y que hay ahí un universo nuevo y fresco de poderosos referentes culturales que yo soy ya incapaz de reconocer. Ojalá sea así, me digo, y mis alumnos puedan usarlos para orientarse en este torbellino de realidades múltiples, líquidas y desinformadas que nos circunda. Pero mucho me temo que no; que los referentes que pueda proporcionar la cultura contemporánea no son suficientes. La profunda desorientación vital y moral de nuestros jóvenes (y no solo de ellos) no se resuelve con psicólogos, tendencias efímeras y canciones pop, sino con competencias intelectuales y contenidos culturales profundos y potentes. Sin ellos es imposible organizar y evaluar la información, construir la propia identidad, dirigir la voluntad o gestionar las emociones; sin ideas o referentes en común es inviable convivir civilizadamente, dialogar seriamente sobre nada, formar una familia o transformar el entorno. Mal que bien – y de manera elitista –, la educación se ha encargado en los últimos siglos de transmitir esa «cultura general» a parte de la población. Pero hoy ni sabe cómo enseñar esos referentes a la mayoría, ni encuentra otros nuevos sobre los que construir una educación verdaderamente innovadora. Los educadores seguimos empezando desde cero cada día, frente a la mirada inquieta y perdida de adolescentes que aún no saben que no saben por dónde empezar a agarrar el mundo.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Cómo salir, con IA, de la caverna de Platón


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Vivimos tiempos tan prodigiosamente repetitivos que hay cosas que parecen nuevas. Entre ellas la capacidad para generar fácil y rápidamente imágenes falsas e hiperrealistas (videos ficticios de personas reales, hologramas sonoros de artistas muertos, mundos virtuales alucinantes…). Lo que antes era potestad mágica de brujos y artistas, y de quienes podían pagarles, ahora está al alcance de cualquiera que se maneje con la IA y con unos pocos programas de ordenador. Y lo grande es que todo esto no deja de ser un gran progreso. No solo porque contribuya a democratizar (y desacralizar) el juego de fantasmas y fantasías con que se nos presenta y representa el mundo, sino también porque los grotescos efectos de esa manipulación masiva de imágenes nos empujan a liberarnos (al fin) de esa falaz idea de que las ideas han de sostenerse, precisamente, en imágenes, esto es, en la experiencia sensible de la realidad. 

La tesis de que no debemos fiarnos de los hechos, y de que lo que vemos es mera apariencia, es tan antigua como la civilización. Los viejos textos sapienciales de China o la India, o los diálogos platónicos en Occidente, especulaban ya, de forma exquisita, sobre la imposibilidad de que las imágenes (percibidas o representadas frente a nosotros) fueran algo más que una apariencia engañosa de las cosas, un mero «parecernos» a nosotros lo que son. Incluso la ciencia, habitualmente entregada a la fe infantil en las sensaciones, parece entender hace mucho que ver no es conocer y que lo más importante se conoce sin abrir los ojos; esto es: que los datos son poco más que elaboraciones teóricas y que, en última instancia, bajo el velo de Maya de nuestras visiones no hay otra cosa que números, fórmulas, información e ideas (invisibles pero pensables, que es lo que importa). 

La IA y la loca iconosfera que nos circunda (y nos habita) nos ha robado, ¡aleluya!, la fe en las imágenes, demostrándonos lo que ya sabían los más sabios (y los más astutos): que lo que vemos y nos hacen ver ha sido siempre, todo ello, una barroca construcción cultural – una ilustración de las palabras sagradas e instituidas –, y que ante ese altar envolvente e íntimo de las imágenes hemos de desarrollar el mismo talento crítico y analítico que frente al discurso de las palabras. Dicho de otro modo: que, con más o menos conciencia o buenas intenciones, sofistas y artistas (héroes todos de nuestro tiempo) son lo mismo, y que hay que desconfiar radical e igualmente de ellos, si es que queremos acabar de empezar a salir de una vez de esta vieja y oscura caverna.

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