Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Una de las cosas que no deja de llamar la
atención a quienes hemos sido siempre escépticos con la presunta independencia
de los políticos, es la forma de gobernar que exhibe Trump. No hay poder
fáctico que parezca toserle. Ni los gigantes tecnológicos del «Big Tech», ni su
amigo Elon Musk, ni Wall Street parecen poder parar al presidente
democráticamente electo pese a los miles de millones que está haciéndoles
perder. Y al electorado de Trump – para el que la apariencia lo es todo – esto
solo puede parecerle un triunfo rotundo de la democracia y una
prueba del cumplimiento de los compromisos electorales que asumió el candidato
por el que votaron.
Al fin, lo que Trump ha vendido siempre es
el sueño de la reindustrialización de América a través de la derogación de
tratados comerciales y la adopción de agresivas políticas proteccionistas. Y es
eso exactamente lo que está haciendo, por más que pese a los «poderosos» (los
lobbies económicos que pululan por Washington o los ejecutivos de Wall Street)
frente a los que la retórica trumpista ha antepuesto siempre los intereses de
las clases medias (fíjense que en su anterior legislatura llegó a rescatar impuestos
contra la especulación y a proponer leyes contra la conversión de la banca
tradicional en banca de inversiones). Con su infalible estilo de telepredicador
o tertuliano televisivo, lo que Trump encarna, en suma, es la vieja pero efectiva
figura del justiciero que se enfrenta a los ricos para beneficiar a la gente
sencilla y trabajadora (la única que entiende su lenguaje llano y franco frente
a la hipocresía y el esnobismo «woke» de la izquierda elitista y corrupta). El relato, en boca de un «Robin Hood» millonario que encarna al héroe y al sueño americano, no puede ser más
efectivo, por tramposo que realmente sea.
Por otra parte, no está en absoluto claro
– como sueñan algunos ingenuos – que una hipotética recesión económica en el
propio seno de los EE. UU. vaya a erosionar el apoyo popular a Trump. Por
caótica que le parezca a los mercados, la imagen de contundencia y eficacia que
transmite el presidente (tan distinta de la ambigüedad y la retórica inane de
los políticos tradicionales), y el orgullo nacionalista que despierta con su
forma de dirigirse al mundo (humillando, amenazando y obligando a todos a
negociar y resarcir a América de lo que – según el discurso oficial – se le ha
robado previamente), vale para compensar todas las dificultades económicas que
puedan sobrevenir a corto plazo.
Alguien podrá objetar – y también con
razón – que Trump no solo parece estar haciendo caso omiso de los poderes
financieros, sino también de los jueces y las leyes. Es cierto. Pero esto no
hace sino legitimar aún más esa concepción ultrapopulista de la
democracia por la que la voluntad popular y la moral (la moral trumpista,
cocinada con los viejos ingredientes de la ética puritana: el trabajo, el
esfuerzo individual, la familia…) valen más que los aparatos de control, los
equilibrios de poder y, si me apuran, hasta los preceptos constitucionales.
¿Qué esto puede desembocar en una suerte de tiranía o presidencialismo
autoritario? Desde luego. Pero, de nuevo, será con el aval democrático que exhiben
legítimamente los demagogos cuando – en olor de multitudes – se perpetúan en el
poder. Si esto es o no es «verdadera» democracia habrá que discutirlo filosóficamente – ¡que no
votarlo, por favor! –.