sábado, 22 de septiembre de 2012
¿Quién ha de decidir lo que se enseña en las escuelas?
Hace unos días, y en otra entrada de este blog en torno a la polémica de la religión en la escuela, un inteligente comentarista argumentaba que, dado que una mayoría de padres estima que la religión (católica) es de suma importancia para la educación de sus hijos, la presencia de esta materia en colegios e institutos está muy bien justificada. Paso a reproducir lo que le contesté, porque creo que el tema da bastante más de sí, máxime cuando la administración perpetra otra nueva reforma educativa (la penúltima, supongo, pues esto parece como pedir chatos en la cutre taberna que es la política educativa de este país)...
¿Quién y por qué debe decidir los contenidos educativos en una democracia? (en otros regímenes, la respuesta es fácil, pero no se trata ahora de ellos). Desde luego que tales contenidos no deben responder a una imposición. Deben reflejar las preferencias bien informadas de la mayoría (respetando en todo lo posible a las minorías). Pero estas preferencias no pueden desvirtuar al propio régimen en que es posible manifestar y debatir dichas preferencias. Es decir, la democracia va más allá de un mero procedimiento de toma de decisiones, tiene, digamos, unos contenidos, unos valores rectores: el diálogo, la racionalidad, la tolerancia, el respeto, la educación, el libre acceso a la información, la libertad de pensamiento, culto y expresión, el debate…Todos estos son valores constitutivos, sin ellos no hay democracia, no están sujetos a decisión democrática (por la misma razón, por ejemplo, que la validez del criterio racional no está sujeto a discusión racional, sería un contrasentido). Pues bien, justamente por estar constituidos por tales valores, los regímenes democráticos son o suelen ser aconfesionales, separan Iglesia y Estado, etc. La obvia razón es que los valores religiosos son parcial o totalmente distintos, cuando no opuestos, a los valores cívicos que he mencionado. Un Estado confesional (cristiano, islámico…) no puede ser, por definición, democrático. Y, a viceversa, un régimen aconfesional no puede permitirse una educación pública de cariz religioso… En este sentido, un sistema educativo democrático debe poner a disposición de todo el mundo los contenidos curriculares que garanticen la formación del ciudadano en tales valores, así como todos los demás que se consideran útiles o valiosos y que no conculquen dichos valores. Lo que no debe es dar lugar a contenidos o materias que (como la religión católica) no responden a los valores comunes y públicos y que, por tanto, no representan más que una opción formativa privada. Que la mayoría de españoles sean demócratas a la vez que católicos (o que los ministros juren la constitución ante un crucifijo) es, ciertamente, preocupante (porque la ideología católica no es sustancialmente democrática), pero a esta extraña convivencia ayudan el hecho de que los católicos españoles hayan asumido (con dificultades y contradicciones, eso sí) el carácter privado de su convicciones (y el carácter aconfesional del Estado), y también el de que, en la mayoría de los casos, se limiten a cierto seguimiento “ritual” de su religión sin pretender mucho más. Es por esto que la mayoría de los padres católicos entienden perfectamente que dar religión en los institutos sea una opción no obligatoria y, por así decir, en los "límites" del currículo. Lo extraño es que algunos de ellos (y la jerarquía de la Iglesia) reivindiquen la permanencia a toda costa de esta opción en la escuela, siendo un asunto tan privado este de la religión, y, a la vez, se molesten porque se impartan las materias de ética cívica o educación para la ciudadanía en la escuela (cuando estas materias sí que están dirigidas a los valores cívicos que hemos aceptado todos y que están en la Constitución). “La ética en casa”, dicen a veces (para, por otro lado, reclamar “la religión en la escuela”). ¿No tendría que ser totalmente al contrario?
jueves, 13 de septiembre de 2012
¿Cómo distinguir a un filósofo de los demás mortales?
Hoy comenzamos temporada en el blog (tras haber limpiado y ordenado la cueva, como veis, y con dos covachas recién nacidas: Filosofía y ciudadanía para cavernícolas e Historia de la filosofía para cavernícolas). Y tenía previsto escribir sobre qué es filosofía. Que si es un saber de la totalidad, que si una ciencia de los primeros principios y causas, que si un saber sistemático, y patatín y patatán. Como esto me parecía aburrido (quién tenga una enfermiza curiosidad que se asome a los temas enlazados en Historia de la filosofía para cavernícolas), me ha parecido mejor exponer los rasgos por los que es posible reconocer al filósofo de entre los demás mortales, ya sea en el metro, en la calle, o, mejor, en su mejor salsa: la académica… Estos son:
1. El estar
en las nubes (o la alergia
a lo concreto). Aristófanes,
el célebre comediógrafo griego, caricaturizaba a los filósofos
como tipos que en lugar de trabajar o hacer negocios, como los demás,
se pasaban el día tumbados en los “pensaderos” discutiendo de
las cosas más increíbles y abstrusas. Podéis leer su comedia “Las
nubes” y pasar un buen rato. Cuentan que Tales de Mileto, que pasa
por ser el primer filósofo griego, hizo casi morirse de risa a una
esclava tracia porque distraído en la contemplación de los cielos
se cayó a un pozo. A Jantipa, la esposa de Sócrates, le ponía
histérica la forma de vivir de su marido; Sócrates se pasaba el día
vagabundeando y discutiendo con unos y con otros, sin mover un dedo
por llevar dinero a casa o atender a sus obligaciones familiares
(curiosamente, discutía con todos menos con su mujer –se limitaba
a mirarla con curiosidad mientras la pobre Jantipa se desgañitaba
reprochándole a gritos su falta de sentido práctico—). Mil y una
anécdotas como esta vienen a presentarnos al filósofo como al tipo
despistado que vive fuera de la “realidad” y que ocupado en los
asuntos más generales se desinteresa de los asuntos concretos de la
vida. No hay cosa que más repugne al filósofo que los “detalles”.
Un filósofo puede hablar de todo, pero te mirará con cara de pocos
amigos si le pides que “concrete” o que dé, al menos, algún
ejemplo para ilustrar lo que dice. Este desinterés por lo concreto
incluye su aspecto físico. Una forma de reconocer a un filósofo es
su forma desastrosa de vestir. Y su fealdad. Cuentan que Sócrates
era feo como Picio, (aunque solo “por fuera”, como decía su
amante más apasionado, el bello Alcibíades)…
2. El moscardeo
aguijoneante. Podemos imaginar la
estampida que provocaba Sócrates al aparecer por un callejón de
Atenas. El mismo se presentaba como “el moscardón de los
atenienses”. En cuanto atrapaba a una de sus víctimas comenzaba a
bombardearle con preguntas irritantes. Si se topaba, por ejemplo, con
un sacerdote, le preguntaba que en qué consistía la piedad. Si se
encontraba ante un político, que en qué consistía la justicia, y
así con todos. Lo más divertido es que cuando, tras sus incansables
preguntas, dejaba a su interlocutor convencido de no saber ni su
nombre, se marchaba tan pancho dejando el problema sin resolver
(“bueno, pues ya seguiremos otro día”, era su conclusión
favorita). El filósofo se parece así a esos molestos niños
preguntones que parecen incapaces de disfrutar de su inocente
ignorancia: “¿Por qué tenemos que llevar zapatos, papá? Porque
el suelo es muy duro para nuestros pies. ¿Y por qué el suelo es
así, papá? Porque si no fuera duro nos hundiríamos. ¿Y por qué
se hunde la gente, papá? Porque pesa mucho. ¿Y por qué somos tan
pesados, papá?...”
3. El epatante “todo
encaja” (con su teoría,
claro). Otra forma de reconocer a un
filósofo es su facilidad para explicar cualquier cosa en el marco de
sus teorías o de su sistema filosófico favorito. Si por ejemplo le
comentas (por matar el tiempo): “¿Te das cuenta de que la mayoría
de los norteamericanos mascan chicle?” (o cualquier frivolidad
parecida), prepárate. “Claro que me he dado cuenta – te dirá –.
Los norteamericanos son precisamente el mejor ejemplo de cultura
protestante postmoderna, en la que la desconfianza hacia la razón y
lo discursivo ha alentado formas puramente gestuales de expresión
oral en las que, a la vez, se manifiestan en forma compulsiva la
frustración de la naturaleza racional humana y la reivindicación de
un silencio activo a la par que…” La cosa podría seguir bastante
más tiempo, y si el filósofo es de categoría, podría citar sus
propios artículos o libros (“como ya dije en un artículo…”).
Pero la conclusión es obvia: “…y por eso los norteamericanos
mascan tanto chicle”. Añadiendo (si el interlocutor no está lo
suficientemente epatado) la coletilla: “¿Ves? ¿Ves como todo
encaja?”
4. El titubeo
tiquismiquis (con otras teorías,
claro). La cara opuesta al “¿Ves
como todo encaja? (con mi teoría)” es el “si, pero…esto (tu
teoría) no está nada claro”. Aquí el filósofo es reconocible
por su actitud titubeante y desconfiada ante todo tipo de supuestas
verdades, empezando por las del “sentido común”. Si se le
comenta en el ascensor lo caluroso que está el día, puede responder
con un prudente: “Sí, eso parece…” (con lo cual indica
que en el fondo no está tan claro). Pero también puede sorprender
al desconocido con un rotundo: “bueno, ¿pero qué entiende usted
por calor?” Los filósofos más cautos o pudorosos pueden decidir
(muy sabiamente) no ejercitar su titubeo tiquismiquis en
las reuniones de vecinos o en una fiesta de fin de año, pero
explotan en todo tipo de eventos intelectuales (conferencias,
clases, congresos, debates…). Se identifican por no dejar de poner
pegas, insistir en clarificar los términos y los supuestos de
partida, sospechar de los errores ocultos, y hacer mohines a las
conclusiones cuando se llega a ellas con demasiada facilidad (y sin
su concurso). Estar de acuerdo con los demás es, para el filósofo,
un síntoma claro de que se ha equivocado. En cuanto se da cuenta,
levanta la mano: “Sí, bueno, a ver…yo no estoy de acuerdo con lo
que se ha dicho…” (mientras dice todo esto, el filósofo ha
reunido ya el tiempo suficiente para saber lo que va a objetar a
continuación).
5. El rechazo
de los sucios hechos. Esta es otra
versión de la “alergia a los detalles” que caracteriza al
filósofo. Aunque no sólo a él, también algunos científicos muy
teóricos, y muchos matemáticos, padecen este síndrome. Si la
realidad (los hechos experimentales) no concuerda con sus brillantes
teorías, pues peor para la
realidad. Pasa que el filósofo tiene
aquí ventaja sobre los científicos. Si el rechazo de los hechos es
una rara excepción en el ámbito de la ciencia, en el de la
filosofía es casi una norma de buen gusto. ¿Quién, con una mínima
formación filosófica, puede ser tan tosco como para confundir sin
más lo real con lo observable por los sentidos? De hecho, el
argumento más eficaz y coherente (por no decir el único)
que los hechos tienen a su favor es aquel, tan célebre como basto,
del palo en la cabeza. “¿Cómo que no crees en los hechos? –dijo
el materialista de la anécdota al descreído filósofo –, pues
ahora vas a ver como cambias de opinión”. Y tras decir esto, cogió
un bastón y comenzó a darle palos en la cabeza al filósofo, una y
otra vez. Sobra decir que el filósofo murió… sin haber sido
convencido (¡Un golpe es solo un hecho, no un argumento!).
6. La
soberbia modestia. Todo filósofo
hace ejercicio explícito de modestia intelectual. En el fondo, ya se
sabe: “nada se puede saber, todo es dudoso, las teorías no son más
que hipótesis, las grandes preguntas siempre quedan irresueltas,
mejor el silencio, etc.”. Pero bajo esta piel de cordero, el
filósofo es un lobo para todo el que cree saber algo. Así, podemos
reconocer fácilmente al filósofo en un debate por una de estas tres
actitudes: (a) por su sonrisa complaciente al oír las teorías
ajenas (“¡Dios mío –parece pensar—! ¿Cómo puede alguien
equivocarse tanto?”); (b) por su iracundia a la hora de intervenir
(“¡¡Pero cómo no pueden ustedes entender que
están todos totalmente
equivocados!!”); o (c) por su hosco o resignado silencio (“¿Para
qué hablar? Es inútil, jamás saldrán de sus errores”)… Así
que, pese a su reconocida ignorancia (ya sabéis lo que decía
Sócrates: “solo sé que no sé nada”), el filósofo sabe
perfectamente que todos los demás –menos él— están
equivocados. Sócrates, por cierto, de tan ignorante que se sabía se
consideraba el más sabio de
los hombres. Ahí es nada.
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