Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La Iglesia católica en general, y el Estado vaticano en particular, representan instituciones y estructuras de poder dogmáticas, antidemocráticas y patriarcales. Cuando han tenido más poder de la cuenta han resultado siniestras y peligrosas. Y en ellas han proliferado la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria y el resto de los pecados capitales. No es nada que no ocurra en muchas otras organizaciones, pero en el caso de la Iglesia (de casi cualquier iglesia), en la que el poder se justifica por la virtud de quien lo detenta, los vicios resultan especialmente graves.
Dicho
esto, la Iglesia católica es quizás una de las instituciones que más cerca ha
estado (retóricamente al menos) de plasmar el viejo sueño filosófico de un
gobierno del mundo fundado en la virtud y el conocimiento – del conocimiento
revelado por Dios, claro, más o menos compatible con el de la razón –. Es por
ello por lo que la sociedad medieval cristiana se organizó idealmente como una
especie de república platónica en la que el estamento de los más sabios y
virtuosos teólogos y religiosos aspiraba a una cierta prevalencia no solo espiritual, sino también política sobre la nobleza guerrera y el estado llano. De hecho, durante gran parte de la Edad Media
occidental se debatió intensamente sobre si el poder supremo del mundo debía
pertenecer al emperador o al Papa. Si las leyes políticas debían ser la
continuación, como se pensaba entonces, de las emanadas de Dios, la respuesta estaba
clara (aunque, en la práctica, la espada pudo siempre mucho más que la cruz).
Hoy las cosas parecen muy distintas. «Muerto Dios» (o más bien su concepción más humanista y razonable), según Nietzsche, y enterrado el ideal de una razón sustantiva en que fundar el orden social, diríase que el derecho solo puede apoyarse en la fuerza (incluyendo la fuerza de las mayoría que rige las democracias), en imaginarios y valores bastante más irracionales que los religiosos (como los que alimentan el nacionalismo o el transhumanismo), o en un vago compromiso cívico con pactos y procedimientos adelgazados de casi todo sentido moral y trascendente.
Ante
esta debilidad congénita del derecho moderno, no es raro que florezcan caudillos
populistas dispuestos a anteponer su voluntad – y la de las masas que seducen –
sobre cualquier consideración normativa. Estos nuevos reyes del mundo no lo
son, ni siquiera simbólica o retóricamente, por sus capacidades espirituales,
ni pretenden encarnar otros valores que los del estado de naturaleza (egoísmo,
ambición, violencia, oportunismo…). Son productos grotescos de una civilización
en plena decadencia, en la que ya ni siquiera se guardan los ritos ni las
formas – esas últimas salvaguardas de la ley –. Piensen en estos nuevos y
desvergonzados emperadores: Donald Trump, Elon Musk, Vladimir Putin, Xi Jinping… Puede parecer de locos decir esto pero, puestos a elegir, preferiría que, en vez
de ellos, gobernase el mundo un papa como Francisco. Tal vez acabara
corrompiéndose, como todo lo que es humano y mortal, pero creo que, con tipos como él, el diablo lo
tendría mucho más difícil para intentar demostrar que existe.