miércoles, 3 de septiembre de 2025

Porque lo digo yo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

No hay mayor exhibición de poder que crear la realidad a golpe de palabras. Es lo que hacen dioses, literatos, filósofos o… políticos. En el caso de los más tiranuelos (o en trance de deificación) las palabras pueden ser especialmente inverosímiles (piensen en las barbaridades y mentiras descaradas de Trump e imitadores). Pero no pasa nada, pues los objetivos de la mentira mayestática son acrecentar el propio poder («mi palabra es la ley», cantaba Vicente Fernández) y promover la conformidad o fe ciega de súbditos y creyentes («Credo quia absurdum», decían los teólogos más fideístas).

En un artículo reciente, el filósofo Daniel Innerarity reflexionaba en cómo este uso político de la mentira conculca la idea de que vivamos en la era de la «posverdad»: sin una firme creencia en la verdad – dice – no cabría el respeto supersticioso por el que se la salta con total impunidad (ni otros fenómenos concomitantes como el de la polarización política). Yo añadiría que más que una negación de la verdad, lo que prolifera en nuestra (nada original) época es la subordinación de la verdad al poder: la verdad existe, pero se mide por su utilidad para lograr conformidad, apoyos, victorias bélicas o logros personales.

Para combatir o equilibrar este pragmatismo (que, llevado al extremo, amenaza a toda democracia que se precie) se suele invocar a la educación, al diálogo y a la educación en el diálogo. Son ideas razonables, pues un verdadero diálogo (y una verdadera educación) antepondrá siempre la verdad al poder o, si quieren, no aceptará más poder que el de la verdad (en tanto y cuanto se manifieste así para quienes participan de él). Ahora bien, que la idea sea razonable no quiere decir que sea fácil de poner en práctica.

Por lo mismo que el diálogo desmonta toda exhibición o voluntad de poder, no puede darse allí donde se imponen el poder o el deseo de este. Por ello es difícil que el diálogo crezca en entornos públicos (parlamentos, redes sociales…) en los que la prioridad es la pura confrontación por el poder (incluyendo el poder personal), o en otros que parecen haberse contagiado de esta concepción pragmática de la verdad.

¿Qué hacer entonces? Para promover un diálogo honesto que priorice la verdad sobre el poder hay que cultivar primeramente ciertas virtudes públicas, como la humildad (el diálogo no es una confrontación de egos…), la cooperación (… ni un torneo retórico), el rechazo a toda violencia (… ni una negociación), el pluralismo (… ni un monólogo camuflado), la empatía (…ni un diálogo de sordos) o una cierta «generosidad hermenéutica» (… ni el gozoso linchamiento del argumento del otro convertido en hombre de paja). Pero además de estas virtudes, hay que exigir también un mínimo de rigor epistémico, y esto nos devuelve al principio. El «es así “porque” lo percibo, siento o digo yo» (en lugar del «es así “como” lo percibo, siento o digo yo antes de que contrastemos datos y razones») no es solo una exhibición de poder que impide toda dialéctica, sino, peor aún, una exhibición de casi la peor mentira democrática que podamos concebir: aquella que pretende hacer pasar por diálogo libre lo que no es sino una alienante exhibición de poder individual – a imagen y semejanza del que teatraliza el tirano para demostrar que lo es –.

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