Toda sociedad necesita referentes
personales: valores encarnados en personas más o menos reales que simbolicen
los valores que la comunidad comparte. En las sociedades guerreras es el héroe aristocrático,
en las teocracias son los santos y profetas, y en las tiranías la figura
paternal del rey o el «amado líder» … ¿Pero y en las democracias? ¿Cuál o cuáles son los referentes
humanos en una sociedad democrática?
A diferencia de las viejas aristocracias,
las teocracias o los regímenes totalitarios, las sociedades libres y plurales
generan (como debe ser) una ingente cantidad de referentes morales:
deportistas, millonarios, famosos, artistas, comunicadores, filántropos,
hombres de ciencia, intelectuales, filósofos… Pero, pese a esa gran variedad,
ninguno de estos tipos encarna por sí mismo los ideales democráticos. Repárese en que ni la competición deportiva,
ni el mercado, ni el arte, ni la fama o la ciencia dependen para su
desenvolvimiento de reglas o valores democráticos. Tampoco el intelectual o el
filósofo representa un modelo del todo adecuado. Es cierto que la filosofía es
una actividad enraizada con la democracia (no solo por su origen histórico,
sino por su naturaleza apegada al diálogo, la crítica o la reflexión sobre
valores), pero el compromiso con la verdad del filósofo es incompatible con una
concepción democrática de la justicia fundada, en último término, en la opinión
y la fuerza («tal cosa es justa –
se establece democráticamente – porque, tengamos o no razón, somos más los que
opinamos así»).
¿Quién ha de ser, entonces, el principal referente
moral de una sociedad democrática? La respuesta es esta: el político. O mejor,
cierto tipo de político. Aquel que, justamente, no se comporta más que como
político (no como competidor “sportivo” por el poder, no como aspirante a
millonario, no como esclavo del foco mediático, no como simple tecnócrata…). Si
hubiera que ser más preciso, diríamos que el ideal de
político democrático es el de aquel que se asemeja al filósofo sin serlo del
todo (esto es: sin anteponer el compromiso con la verdad universal al
interés y la opinión de la mayoría). Su carácter habría de ejemplificar, pues,
las virtudes del filósofo (la modestia socrática, el diálogo crítico, la
prudencia en el uso de los medios, cierta firmeza en la consideración de los
fines, la visión holística de las cosas, el interés por lo humano, la
reflexión, la autocrítica, etc.), pero puestas al servicio de las opiniones y
la conciliación de intereses de una comunidad concreta. Tal vez Fernández Vara
fuera, con sus aciertos y errores, una buena aproximación a este modelo
político.
Lo que está claro es que sin una
personificación adecuada de las virtudes filosófico-políticas que distinguen a
la democracia de la tiranía, nuestras comunidades quedan a merced del mar de
fondo que son las luchas entre clanes, la polarización cainita y,
consecuentemente, la entrega final a un autócrata que imponga la paz y el
orden; aunque sea a costa de aplastar a otros o de sacrificar una libertad que
empiece a ser entendida más como fuente de problemas que como un principio
político irrenunciable.