miércoles, 8 de octubre de 2025

El político

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


 Toda sociedad necesita referentes personales: valores encarnados en personas más o menos reales que simbolicen los valores que la comunidad comparte. En las sociedades guerreras es el héroe aristocrático, en las teocracias son los santos y profetas, y en las tiranías la figura paternal del rey o el «amado líder» … ¿Pero y en las democracias? ¿Cuál o cuáles son los referentes humanos en una sociedad democrática?

A diferencia de las viejas aristocracias, las teocracias o los regímenes totalitarios, las sociedades libres y plurales generan (como debe ser) una ingente cantidad de referentes morales: deportistas, millonarios, famosos, artistas, comunicadores, filántropos, hombres de ciencia, intelectuales, filósofos… Pero, pese a esa gran variedad, ninguno de estos tipos encarna por sí mismo los ideales democráticos.  Repárese en que ni la competición deportiva, ni el mercado, ni el arte, ni la fama o la ciencia dependen para su desenvolvimiento de reglas o valores democráticos. Tampoco el intelectual o el filósofo representa un modelo del todo adecuado. Es cierto que la filosofía es una actividad enraizada con la democracia (no solo por su origen histórico, sino por su naturaleza apegada al diálogo, la crítica o la reflexión sobre valores), pero el compromiso con la verdad del filósofo es incompatible con una concepción democrática de la justicia fundada, en último término, en la opinión y la fuerza («tal cosa es justa – se establece democráticamente – porque, tengamos o no razón, somos más los que opinamos así»).

¿Quién ha de ser, entonces, el principal referente moral de una sociedad democrática? La respuesta es esta: el político. O mejor, cierto tipo de político. Aquel que, justamente, no se comporta más que como político (no como competidor “sportivo” por el poder, no como aspirante a millonario, no como esclavo del foco mediático, no como simple tecnócrata…). Si hubiera que ser más preciso, diríamos que el ideal de político democrático es el de aquel que se asemeja al filósofo sin serlo del todo (esto es: sin anteponer el compromiso con la verdad universal al interés y la opinión de la mayoría). Su carácter habría de ejemplificar, pues, las virtudes del filósofo (la modestia socrática, el diálogo crítico, la prudencia en el uso de los medios, cierta firmeza en la consideración de los fines, la visión holística de las cosas, el interés por lo humano, la reflexión, la autocrítica, etc.), pero puestas al servicio de las opiniones y la conciliación de intereses de una comunidad concreta. Tal vez Fernández Vara fuera, con sus aciertos y errores, una buena aproximación a este modelo político.

Lo que está claro es que sin una personificación adecuada de las virtudes filosófico-políticas que distinguen a la democracia de la tiranía, nuestras comunidades quedan a merced del mar de fondo que son las luchas entre clanes, la polarización cainita y, consecuentemente, la entrega final a un autócrata que imponga la paz y el orden; aunque sea a costa de aplastar a otros o de sacrificar una libertad que empiece a ser entendida más como fuente de problemas que como un principio político irrenunciable.

 

 

 

miércoles, 1 de octubre de 2025

¿Inmortalidad para qué?

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El deseo de inmortalidad es un universal de la cultura. No solo embriaga a la élite actual de tiranos y multimillonarios. Antes de ellos fue la obsesión de reyes y faraones. Y, antes aún, tema imperecedero de mitos y leyendas – la primera obra literaria conocida, la epopeya de Gilgamesh, trata justamente de la búsqueda de la eterna juventud –. Un poco más tarde, religiones como el cristianismo democratizaron la esperanza de inmortalidad entre sus fieles. Y mucho después – hoy mismo –, secularizada en forma de culto a la salud y a la lozanía juvenil, se extiende entre pobres y ricos con enorme contento de clínicas, gimnasios, terapeutas, nutricionistas, esteticistas, influencers, gurús del transhumanismo y mercachifles varios. La inmortalidad prometida por la criogénesis, la parabiosis, los tratamientos palingenésicos, las inyecciones de telómeros, los trasplantes sucesivos, los clones y otros delirios neoalquímicos representa hoy el viejo sueño del rey Gilgamesh revestido de tecnología e historias marcianas. 

Y no es que la inmortalidad (o, mejor, la longevidad) esté mal en sí. ¡Quién la pillara! El problema está en qué hacer con ella. Decía Borges que los inmortales, en su desolada e infinita existencia, estaban fatalmente condenados a tomar todas las decisiones posibles (incluyendo las peores). ¿Pero por cuál de ellas empezar? ¿Cómo darle sentido a una vida mucho más larga que la presente?  ¿Estaríamos trescientos años tomando cañas o viendo series – o, si prefieren la versión VIP, navegando en yate y celebrando orgías –? 

Los optimistas pensamos que vivir puede ser algo bueno y que, en ese caso, merecería la pena hacerlo casi para siempre, pero no tenemos claro qué es una vida buena. ¿Es una vida dedicada a procurarse placer constantemente? ¡Agota solo imaginarlo! ¿Es una vida consciente de la finitud de la muerte, como rezan los ateos más sombríos? Pero que la vida acabe en nada no parece para nada bueno. ¿Entonces?... Podríamos recurrir al tópico de que la vida buena es la vida con sentido, es decir, la vida proyectada hacia un fin más valioso que ella misma. Esto también vale para la vida de talla pequeña que vestimos ahora (aunque en esta, por la brevedad del pase, es más fácil disimular la falta de orientación). 

¿Y cuál podría ser el fin que diera sentido a la vida? – nos preguntamos todos –. Decía Platón que el secreto de la inmortalidad estaba en una cierta forma de «procreación», no en la belleza de los cuerpos o en la nobleza de las almas (ni los hijos ni la fama nos aseguran una auténtica inmortalidad), sino en el amor a la verdad. Solo quien conoce ama, decía también el sabio Paracelso; y solo quien ama se hace uno con lo amado. Quien ama la verdad se descubre, pues, tan eterno y pleno como ella. Los adultos disfrazados de jóvenes que dominan el mundo no comprenden todavía esto; su deseo de inmortalidad revestida de eterna juventud está lejos de la plenitud del sabio y, por ello, más cerca de un eterno y tedioso retorno de lo mismo que de una verdadera longevidad. ¿Tendrán tiempo de darse cuenta?


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