domingo, 30 de octubre de 2016
Habrá reválidas, y tendrán consecuencias académicas.
Ni se paraliza la LOMCE ni se dejan sin efecto las reválidas. No es más que una nueva tomadura de pelo del gobierno. Sobre esto trata nuestra última colaboración en el diario.es
jueves, 27 de octubre de 2016
Debates en Radio 5: Los "mass media" y la manipulación del gusto.
Algunos de mis alumnos de Filosofía (de 4º de ESO) en nuestra caverna radiofónica en RNE. Podéis escucharlo si pulsáis aquí. Gracias Noa, Alma, Marta, Juan Carlos, Cesar, Helena y al amigo y filósofo Juan Carlos Vila por vuestra interesantísima discusión. Y más que vendrán...
martes, 25 de octubre de 2016
Sócrates reloaled
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hace meses se publicó el resultado de
un curioso experimento. Consistía en exponer a una población de
colonos israelíes a una campaña de mensajes en los que
aparentemente se defendía la política agresiva de ocupación
(asumida por casi todos ellos) pero en los que esta era llevada hasta
la paradoja y el absurdo. Se difundían mensajes tales como: “para
tener justicia, probablemente necesitamos el conflicto”; “si
queremos seguir siendo héroes es imprescindible la guerra”, etc.
Después de la campaña estos colonos moderaron significativamente su
posición política y manifestaron interés por medidas de
conciliación, mientras que en las poblaciones vecinas, también de
colonos ultraortodoxos, y que no habían sido sometidas a la campaña,
se mantenía un apoyo firme a la política de ocupación.
Lo que estos científicos demostraron
era algo tan antiguo como el método socrático. Como saben,
Sócrates se dedicaba a examinar las ideas de los atenienses
sometiéndolos a un interrogatorio tal que estos acababan delatando
lo absurdo y patético de sus creencias, incluso de las más
fundamentales, lo que les abocaba a un cambio de vida – ¡algunos
hasta lo dejaban todo para seguir al maestro! –.
¿Por qué era y es tan efectivo el
método socrático para cambiar a las personas? La razón es simple:
son las ideas las que mueven a los hombres, mucho más
profundamente que los genes, la historia, la economía o la política
juntas. Al fin y al cabo, ¿qué son la genética o la
historia (por no hablar del historicismo o el naturalismo)
sino constructos teóricos – exactamente igual que los
“hechos” en los que se fundan – ? ¿O en qué reside la
importancia de la economía sino en la idea generalizada de lo
importante que es? ¿O qué es, acaso, la política, sino el catálogo
de ideas acerca de cómo conciliar nuestros distintos
intereses – según la idea que tengamos, claro está, de qué
sea lo interesante – ?
Si las ideas son el motor de nuestras
acciones (de las anodinas o de las más graves – como violentar a
alguien, iniciar guerras o votar a los mismos que pisotean tus
derechos – ), la única manera de cambiar nuestra conducta es
cambiar nuestras ideas. Y lo primero es percatarnos de lo infames que
son las que tenemos. Sócrates mostraba a los atenienses lo absurdas
que eran sus creencias y los colocaba, así, en la tesitura de tener
que buscar otras mejores. Justo lo mismo que hicieron los científicos
en el experimento con los colonos.
Una de las ideas más fundamentales que
nos enseñó Sócrates es que el mal es cosa de tontos. No hay
malvados, decía, sino personas con ideas erróneas acerca de lo
bueno. Nadie en su sano juicio haría lo peor a sabiendas.
Hasta el más pérfido de los seres (el terrorista, el violador de
niños, el tuitero de lengua maligna) hace lo que cree que es mejor
(incluyendo la creencia de que es mucho mejor supeditar el interés
de los demás al suyo propio). El mismo Hitler estaba convencido de
que hacía el mayor de los bienes a la humanidad al liberarla de los
judíos. Otro asunto es que su creencia fuera errónea. No hay nada
más peligroso que un tonto.
El tonto más dañino es el que ni
siquiera sabe que lo es. Su variedad más conocida es el fanático.
Armado con un evangelio (sea el de Jesús, el del Volksgeist,
o el de la libertad de mercado) es casi invencible. Otro tipo de
tonto es el que, al menos, lo sabe (y, justo por ello, empieza a
dejar de serlo). “Solo sé que no sé nada”, decía Sócrates. Es
un comienzo. El filósofo – ese sabio tonto – es el que se
deshace del evangelio y la metralleta para buscar las ideas que sabe
que le faltan.
Para cambiar el mundo hay que cambiar a
la gente. Y para cambiarlas hay que mostrarles, primero, que las
creencias que tienen no son ni sagradas ni certeras – sino
profanables e ilusorias –. Una vez así de desnudos tendrán
vergüenza, o les dará la risa, y se dispondrán a conversar y a
aprender. En este diálogo consiste la educación. Fíjense que
sencillo. La verdad es que con un buen ejército de filósofos
socráticos recorriendo el mundo no habría conflicto que se
resistiera, ni fanático que no comenzara a hacerse preguntas. Si no
se lo creen, hagan el experimento.
viernes, 21 de octubre de 2016
Es el alma, estúpido.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
En el último artículo que publiqué en El Correo Extremadura venía a criticar a los que critican a las prostitutas por vender su cuerpo, aduciendo que es mucho peor vender el alma, algo a lo que se dedican con denuedo casi todos los personajes encumbrados (y admirados) que conozco. Más allá de otros comentarios, algunos lectores me han reprochado que sacara a relucir algo para ellos tan inexistente como el alma.
Para mucha gente de mi entorno, quizás la mayoría, el alma no existe. No es más que una creencia infundada, un artefacto mítico religioso para consolarnos de la muerte y dar de comer a una variada gama de charlatanes. Y no vale replicarle a estos escépticos que quizás el alma no, pero que la mente (que es lo mismo pero con otro nombre) sí que tiene que existir, aun cuando no sea sino un misterioso fantasma en la máquina cerebral – una suerte de software invisible ululando por entre las placas de mi ordenador neurológico – . Nada. Para ellos la mente es el nombre (igualmente mítico) que ostenta el conjunto de cosas que aún no sabemos sobre el cerebro. Todo es química – dicen – , aunque aún no podamos químicamente demostrarlo.
Pero esta tesis acarrea tremendas consecuencias. Hace unos días les planteaba algunas a los alumnos de psicología que, como todos los años, abarrotan las clases. “Chicos – les dije – , tenemos un problema. Si la mente no existe, y todo es química, no tenéis el más mínimo futuro como psicólogos. Más vale que estudiéis neurología, bioinformática, o algo por el estilo”. Y lo mismo cabría decirles a los que tienen hora en la consulta del psicólogo. “Todos los que no estéis locos de remate, levantaos del diván – les diremos –, vuestra cura está en las farmacias o en manos del neurocirujano, no perded más tiempo aquí”.
Esto de la mente y el cerebro (o el alma y el cuerpo, que es otra forma de decirlo) es una de las más típicas y antiguas disputas de la filosofía. ¿Donde ocurren realmente los llamados “fenómenos mentales”, es decir, nuestras sensaciones, emociones, deseos, sueños, imágenes o ideas? Suponga usted que cierra los ojos e imagina un intenso color rojo. ¿Dónde ocurre ese color rojo que imagina? No ocurre delante de sus narices, pues lo está imaginando. Pero tampoco ocurre detrás de sus narices, pues su cerebro, lo miren por donde lo miren, permanece perfectamente gris ¿Donde está, entonces, el rojo que usted ve? Solo cabe responder con esa enigmática palabra: está en la mente, ese misterioso lugar que no ocupa lugar, y que antes llamábamos, sin complejo alguno, el alma.
Si el rojo que usted ve no está en las neuronas (todas ellas de color gris blancuzco), que vamos a decir de la totalidad de sus sueños, de sus emociones, deseos o pensamientos. Los que no creen en el alma tendrían que explicarnos, también, como es que las ideas (las del químico, por ejemplo), siendo tan químicas como son, carecen de cualquier propiedad química o física – ¿qué extensión posee una idea geométrica? ¿cuánto pesa la teoría de la gravedad? ¿evolucionan y mutan las leyes evolutivas? ¿y lo hacen según esas mismas leyes inalterables? – . Si las matemáticas fueran un producto cerebral, serían los mejores neurólogos los que resolvieran los más temibles teoremas matemáticos. Y si la ciencia química estuviese hecha de química, podríamos hacer chocar teorías, unas con otras, para demostrar cuál es más consistente (aunque, claro, eso de la consistencia no sería menos químico y chocante).
Que el alma (perdón, la mente) existe está fuera de toda duda razonable. El problema es si existe el cerebro. Al fin y al cabo, eso de la química y las neuronas no son más que un conjunto de ideas. ¿Y de qué están hechas las ideas? De la materia de los sueños, como la vida misma, diría Shakespeare. Para los filósofos idealistas la mente lo es todo. Y para los más platónicos hasta eso de la mente es una idea de... ¿Dios?
¿Entienden ahora porque les decía que, puestos a profanarse a si mismos, vale más vender el alma que alquilar el cuerpo? Y si no que se lo digan a los honorables consejeros de Caja Madrid, que tan cara la han vendido. O a los reputados y carísimos abogados que defienden estos días sus extravagantes exculpaciones. ¿Habrase visto prostitución más fina que la de estos consejeros y leguleyos que venden su inmaterial talento al mejor postor? No es el cuerpo lo que compra el diablo – habría que decirles a los que denigran a las honradas y sufridas prostitutas –. Es el alma, estúpido. Casi lo único que sabemos, seguro, seguro, que existe.
domingo, 16 de octubre de 2016
¿Qué debemos hacer con los deberes?
La pedagogía tradicional y sus deberes
se funda en creencias erróneas y poca rigurosas acerca de cómo
ocurre realmente el aprendizaje en los niños, suponen una actitud de
desconfianza irracional hacia los jóvenes (por la que se asume que
“si no es por la fuerza no hacen nada”, o que el ocio y la
libertad equivalen a desorden y libertinaje), enarbolan valores que
nada tienen que ver con aprender y desarrollarse como un ser humano
libre y lúcido (competitividad, excelencia académica, obediencia,
disciplina...), y se enraízan, en general, en una suerte de moral
de la culpa y el sacrificio que es moralmente tóxica,
psicológicamente castrante y educativamente estéril... De esto trata nuestra última colaboración en el diario.es Extremadura .
viernes, 14 de octubre de 2016
Gilgamesh, la epopeya de la amistad y de la muerte.
La epopeya de Gilgamesh contiene ya profundas reflexiones acerca de la condición humana, en especial acerca de la amistad y la muerte. De esta historia trata nuestro último microespacio en Radio 5, que podéis escuchar aquí y leer y comentar aquí.
martes, 11 de octubre de 2016
Una "buena hostia".
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El diario.es Extremadura
Se quejaba un amigo el otro día de que
ni en la calle ni en los propios partidos se hable de política. Se
habla – decía – de estrategias y tácticas, de este o de aquel,
de pactos y aversiones, de estructura interna, gestión, eficacia,
liderazgo, de mil cosas más, pero no de política, es decir, no
de la forma de organizar el mundo para que en él reine la
justicia.
Pues no, ya no hablamos de política en ese sentido tan noble y mayestático. Y me temo que la razón es muy simple: no hay apenas nada de lo que hablar. Nuestros mayores hablaron de política (y muchos murieron por ella) porque había grandes ideologías en liza. Bueno, y también porque les llovían las hostias (las cacicadas, la represión más bárbara) y les tronaba la amenaza del fascismo. Pero hoy no queda ni rastro (que no sea puro esperpento) de esas ideologías. Y tal vez no haya más revulsivo posible – piensan algunos – que el de las hostias.
Que no hay alternativa doctrinal, ni
siquiera en ciernes, al neoliberalismo imperante, es algo que vienen
repitiendo politólogos, sociólogos y filósofos desde el fin de la
guerra fría. Al final va a ser verdad que estamos viviendo el “final
de la historia”, aquello que decía Fukuyama, dos siglos después
de Hegel – y en un sentido mucho más ramplón –, aunque no de la
manera en que ellos lo imaginaban.
Para Fukuyama y muchos otros el fin
de la historia representaba un remanso de racionalidad y
desarrollo material y espiritual. Al fin, todo estaba bien, no había
nada mejor que la combinación de libre mercado, derechos
individuales, democracia representativa y desarrollo científico.
Por lo que toda controversia ideológica se tornaba inútil, y toda
lucha política en una inercia marginal. Hablar de política, o morir
(y vivir) por ella dejaban de tener sentido.
Obviamente, este final de la
historia preconizado por Hegel y sus acólitos más tímidos no
es el que está siendo. En el final de la historia que
realmente sufrimos el libre mercado es un capitalismo
globalizado que ha de inflarse y desinflarse constantemente para
pervivir (y que, por tanto, no nos reserva más que un estado de
crisis perpetua), los derechos políticos son el privilegio de
unas élites que, paradójicamente, no los necesitan (y papel mojado
para los que se agolpan tras las alambradas), la democracia
representativa se ha trocado de promisoria torre de control del
bien común (que iba a ser) en pista de despegue y avituallamiento
legal de la flota de intereses que sobrevuelan la cosa pública, y,
en fin, la ciencia, el cuarto pilar de ese épico final de
la historia, no ha podido hacer más de lo que por naturaleza
puede (sin travestirse en religión): ofrecer datos y medios (no
valores ni fines), y resistirse heroicamente, cuando lo hace, a los
tentáculos del mercado.
Pero pese a este sombrío panorama, y
por extraño que parezca, el debate político – en el sentido,
fuerte de la palabra "política" que decíamos antes –
prácticamente no existe, especialmente en la izquierda (que es dónde
puede existir, casi por definición, algún debate político). Las
ideas positivas que afloran son de corto alcance, o excesivamente
ingenuas, o escasamente seductoras, o todo eso a la vez. Más allá
de las pequeñas sectas arcádicas anarquistas, decrecionistas,
ecofeministas y demás hijos del dios de las pequeñas cosas, o
de esa “autodemagógica” quimera del idear desde abajo
(como si el Pueblo hubiese tenido alguna vez alguna idea), y
más acá de los que se masturban con los espectros del
marxismo, la tradición comunitarista
o el republicanismo más a la izquierda solo produce críticas,
matices, e incansables (y admirables) búsquedas filosóficas. Desde
luego que en todo ese magma que late bajo los barriles de cerveza de
los congresos anticapitalistas hay toneladas de buenas intenciones, y
una excelente disposición a acabar discutiendo de los problemas
perennes de la filosofía política. Pero faltan dos cosas
esenciales: una doctrina que aglutine y articule todo ese magma
ideológico en una propuesta transformadora de naturaleza global,
ambiciosa y seductora; y, en segundo lugar, que la mayoría de la
gente vea, clara e ilusionadamente, la necesidad de ensayar dicha
propuesta.
Lo segundo no carece en absoluto de
importancia. El otro día, al final de un par de conferencias, una –
ingenua hasta decir basta – sobre la "sobriedad feliz"
prometida por el "paradigma decrecionista", y otra sobre
los dignísimas, pero minúsculas proezas que se pueden hacer (y se
están haciendo) desde el ámbito municipal para cambiar las cosas,
vino un físico del CSIC a hablarnos del colapso energético y de lo
que, al final, puede ser el único revulsivo posible: darnos –
dijo – una "buena hostia".
Si la mayoría no ve clara e
ilusionadamente la necesidad de una transformación radical –
parecía decirnos el físico –, que la vea, entonces, negra y
desesperadamente. Y el colapso energético y económico (por no
hablar del ecológico) que se nos viene encima proporcionará, en no
mucho más de cincuenta años, toda esa oscuridad (literal, por falta
de energía) y desesperación que la gente parece necesitar para
cambiar de ideas y de deseos. No solo por la miseria material que
dicho colapso genere, sino más aún por esa otra hostia,
siempre tan eficaz: la de la tiranía que organicen los
poderosos para poner orden y proteger lo que andan acumulando hoy –
y a la que no es descartable que se amorre inicialmente el Pueblo
con el entusiasmo habitual –.
No es una perspectiva muy alentadora.
Es obvio que preferiríamos otra cosa: educación y cambios
políticos. Y cambiar el “Pueblo” (la Tribu, la Nación, la
Comunidad...) por una ciudadanía fuerte y mayor de edad en la que se
mire (y bajo cuya mirada rinda cuentas) el Estado. Pero para ello
hace falta aquella primera condición que decíamos: disponer de una
doctrina en que creer y educar y
con la que hacer sombra
al poderoso neoliberalismo (y su envés socialdemócrata). Una
doctrina, decimos,
no un
magma ideológico
pseudotribal y temeroso de los dioses de la izquierda new
age. Parece que nos
quedan no más de cincuenta años para formularla y sembrarla en las
almas. En otro caso, el veredicto de la historia podría ser el que
decía el conferenciante y físico que mencionaba antes: una buena
hostia. ¡A ver si así! Creo que es para pensárselo.
jueves, 6 de octubre de 2016
Ética y decrecimiento
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Dicen que los inocentes (los niños,
los nativos de culturas ancestrales, los sencillos hombres del campo)
son buenos hasta que los pervertimos, colonizamos y corrompemos los
malvados civilizados. Ya lo cuenta el Génesis: el ser humano es
bueno hasta que, queriendo saber más de la cuenta (probando el fruto
del árbol del conocimiento), rompe el equilibrio ecológico del
paraíso y hace aparecer el mal en el mundo. Por eso, la bondad les
parece a muchos un asunto del corazón, y no del entendimiento. Y
algo de (o mucho, o casi nada más que) eso hay en la defensa de
algunas propuestas políticas. Como la del decrecimiento.
El decrecimiento es un movimiento
político que cuestiona el objetivo de la economía clásica (el
crecimiento económico ilimitado, al que culpa de los problemas
ecológicos y las desigualdades sociales) y que aboga por la
disminución paulatina de la producción y el consumo, afirmando que
la gente puede vivir mejor con menos, en la línea de una “economía
budista”, que decía Schumacher. Los partidarios del decrecimiento
proponen un modelo económico en que la autosuficiencia, el consumo
de productos locales y duraderos, y, en general, la adopción de un
modo de vida más austero, son principios fundamentales.
El decrecimiento parece una doctrina
encomiable y necesaria, y de la que quizás urja convencer a mucha
gente en un futuro próximo. ¿Pero cómo? Es obvio que para eso
necesitamos argumentos filosóficos, de naturaleza moral, política y
hasta metafísica. Digo filosóficos, y no científicos, porque no
existen criterios científicos para legitimar teorías políticas (si
así fuera dejaríamos a los científicos hacer las leyes y formar
gobiernos).
Buscando esos argumentos asistí hace
unos días a unas conferencias en pro del decrecimiento organizadas
aquí en Mérida. El resultado fue un tanto decepcionante. La primera
de las ponentes (pese a ser filósofa de formación) no ofreció casi
ningún razonamiento ético. Daba por sentado el presunto derecho de
la naturaleza a no ser esquilmada, y el no menos presunto derecho de
las próximas generaciones a vivir en un planeta viable. La bondad de
tales cosas se suponía evidente. O se confiaba a criterios emotivos.
¿Cómo no vamos a sentirnos responsables de la suerte de nuestros
descendientes? Tanta alergia debían de darle los argumentos éticos
que la ponente se empeño en comparar el advenimiento del
decrecimiento con el de un nuevo paradigma científico, como si el
“progreso moral” dependiera de datos y anomalías empíricas, tal
como el de la ciencia. O emociones o datos, parecía decir. La
cosa, por lo que se ve, era no pensar.
Otro de los ponentes, Antonio Turiel,
un prestigioso científico del CSIC, tras describir de forma
magnífica los probables efectos del consumo desaforado de los
recursos energéticos, también fundaba en emociones (en el miedo
al colapso energético y económico) su apuesta moral por el
decrecimiento. Tras su conferencia busqué y leí una novela
divulgativa que tiene escrita sobre el tema. Su protagonista es un
científico que salva al mundo gracias a su buen corazón, racionando
a la gente la energía que solo él sabe producir mientras la educa
en la contención y la responsabilidad.
Lo que ni Turiel ni ningún
decrecionista justificaba allí es por qué debemos ser
contenidos y responsables, ni por qué hay que conservar nada, o por
qué han de importarnos un pimiento las futuras generaciones.
Emociones y datos acaso sean condiciones necesarias para responder
estas preguntas, pero no son suficientes. El decrecimiento como
elección (no como imposición) política no debería depender de
gráficos apocalípticos (por muy certeros que sean), ni de una
infundada empatia universal. Los buenos no lo son por estar bien
informados, ni por tener buen corazón, sino por conocer con certeza
lo que somos y nos conviene. Y en conocer, o creer conocer eso, se
fundan los argumentos morales. Tal vez sea un alarde de optimismo
antropológico, pero creo que si algo tiene que crecer para que
decrezca la fiebre productiva y consumista, y la estupidez moral que
la provoca, es el nivel racional de la reflexión acerca de lo que es
realmente bueno y justo para todos.
sábado, 1 de octubre de 2016
El tabú de la prostitución.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
La prostitución es una actividad que
casi siempre ejercen y padecen las mujeres más vulnerables de la
sociedad, y es una lacra terrible que, en muchas ocasiones, acaba
moral, psicológica y hasta físicamente con ellas. La inmensa
mayoría de las mujeres que se prostituyen lo hacen obligadas por la
fuerza o acuciadas por la necesidad, y en casi todos los casos son
explotadas, violentadas y humilladas por mafias, proxenetas y
clientes. ¿Qué se puede hacer? ¿Prohibirla tajantemente y
perseguir con todo el peso de la ley a aquellos que la fomentan y
demandan? ¿O legalizarla del todo, para dotarla, al menos, de las
condiciones de seguridad y protección social de cualquier otra
actividad laboral? En torno a esta cuestión hay un viejo y
complejo debate que no vamos a reproducir ahora. Hay un aspecto, sin
embargo, que me parece que se descuida: el del daño moral que se
causa a la persona que se prostituye cuando se denigra más de lo que
es razonable la actividad que se ve forzada a ejercer. Me parece
que el juicio moral (casi siempre superficial y cargado de prejuicios
– de uno u otro signo – ) que suele hacerse del ejercicio de la
prostitución es una de las causas del frecuente deterioro
psicológico y personal de las mujeres que se ganan la vida con el
negocio del sexo. Y no sería mal propósito librarlas, cuando menos,
de esta injusta carga.
La prostitución puede ser una
actividad indigna, como lo es, sin duda, cualquiera en la que se
mercadee con aquello que constituye nuestra humanidad, o nuestra
identidad como personas. Pero justo por eso, y salvo por el tabú que
rodea a todo lo sexual, no veo que la prostitución tenga que ser más
indigna que otras actividades “laborales” en que también se
compran y se venden determinados atributos o capacidades humanas,
sean físicas, psicológicas o de cariz más espiritual. Hasta
ahora nadie ha sabido explicarme – por ejemplo – por qué razón
ha de resultar moralmente
reprochable vender o alquilar el cuerpo cuando
lo hace la prostituta y no cuando lo hacen la
masajista, el minero o el descargador de muelle. Si hacemos
abstracción de las terribles condiciones en que se ejerce
habitualmente la prostitución, no creo que haya – racionalmente
hablando – ninguna diferencia moral entre vender el uso de
las manos y el de los genitales. La distinción es cultural, mítica,
incluso religiosa. Solo bajo la influencia de creencias
profundamente irracionales podemos llegar a creer que las personas (y
en especial las mujeres) guardan la dignidad entre las
piernas más que en las manos (que, por cierto, nos
distinguen mucho más específicamente de los animales que ningún
órgano sexual) o en cualquier otra parte de sí mismas. Estas
creencias permanecen vigentes hoy: nadie culpabiliza a nadie por
“vivir de sus manos”, pero sí por “vivir de sus genitales”.
Este prejuicio moral, repito, va más allá de las condiciones
deplorables de esclavitud en que operan normalmente las prostitutas.
En el hipotético caso de que una mujer eligiera ejercer la
prostitución de forma voluntaria y en las mejores condiciones
imaginables (como, quizás, algunas prostitutas de lujo), la gente
seguiría denostándola por comerciar con esa dimensión “tabú”
del cuerpo, a la vez que seguiría admirando a los rudos mineros o a
los deportistas de élite, como si estos no vivieran, también, del
comercio con sus cuerpos.
El que a mucha gente le parezca
indigno prestar un “servicio sexual” (lo cual, ciertamente, es
indigno), pero no cualquier otro que implique la compraventa de los
atributos y habilidades humanas parece un tanto inexplicable.
¿Por qué es presuntamente digno vender tus servicios como
asesora bursátil, psicóloga, actriz o masajista...y no como
prostituta? Hace unos años leí que en algún lugar de
Alemania el Estado contrató a unas “trabajadoras del sexo” para
que prestaran sus servicios a individuos que, debido a sus
discapacidades (eran deficientes psíquicos), carecían de una vida
sexual satisfactoria. Algunas de estas personas, al decir del
personal que las atendía, mejoraron su salud y sus condiciones de
vida. Pero al poco tiempo, y por razones "morales", la
medida se suprimió: despidieron a las prostitutas. Aunque
mantuvieron a las masajistas. ¿Por qué? ¿Qué diferencia esencial
hay entre lo que hacían unas y otras? ¿Por qué es más indigno –
de nuevo – vivir de tus manos que de tus órganos
sexuales?
La mayoría de la gente que saluda
respetuosamente a alguien por ser abogado, artista, profesor, etc.,
desprecia a la vez a quien ejerce la prostitución (incluso aunque la
prostituta sea elegante y gane mucho dinero). Y sin embargo, y
puestos a medir la dignidad o indignidad de estos oficios o
actividades, la diferencia puede ser abismal... a favor de la
prostituta. Al fin y al cabo, ella solo vende su cuerpo, mientras que
lo que los otros venden es su talento al mejor postor. ¿O
no es un tipo de prostitución infinitamente más deplorable la del
abogado que pone su habilidad al servicio de un capo de la mafia, o
la del artista que se vende a los dictados del mercado, o la del
profesor que enseña aquello en lo que no cree? Por no hablar del
político que vive de vender su carisma y sus habilidades sofísticas
a los poderosos que lo encumbran.
No. El oficio más antiguo del mundo no
es el más indigno de todos. Ni mucho menos hace indigna a la persona
que se ve forzada a ejercerlo. Los hay muchísimo peores. Los
hay tan sumamente indignos que en ellos, sin ser obligados por
miseria o violencia alguna, los hombres se venden íntegramente en
cuerpo y alma. Y el alma – recuerden – es lo único que
aprecia ese supremo putero que es el diablo.
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