Este
artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que
drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo
así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al
violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una
auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso
que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos
reprobable.
Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa
lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo
injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción
(«¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la
violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes
de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado
superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o
un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del
cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres
hermanados con los dioses.
En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar
una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa
mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las
historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos
ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente
se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta
a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido
desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se
celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la
figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco
rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba
la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en
muchas de nuestras fiestas tradicionales).
En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que
es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en
serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto,
especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en
directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe)
simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual –
seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de
monstruos y sanguinarios criminales.
Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece
proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión
y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir:
ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la
experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo
monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta
conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos
a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime
indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos
a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento
carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo–
incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los
cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos
vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.