Se quejaba un amigo el otro día de que
ni en la calle ni en los propios partidos se hable de política. Se
habla – decía – de estrategias y tácticas, de este o de aquel,
de pactos y aversiones, de estructura interna, gestión, eficacia,
liderazgo, de mil cosas más, pero no de política, es decir, no
de la forma de organizar el mundo para que en él reine la
justicia.
Pues no, ya no hablamos de política en
ese sentido tan noble y mayestático. Y me temo que la razón es muy
simple: no hay apenas nada de lo que hablar. Nuestros mayores
hablaron de política (y muchos murieron por ella) porque había
grandes ideologías en liza. Bueno, y también porque les llovían
las hostias (las cacicadas, la represión más bárbara) y les
tronaba la amenaza del fascismo. Pero hoy no queda ni rastro (que no
sea puro esperpento) de esas ideologías. Y tal vez no haya más
revulsivo posible – piensan algunos – que el de las hostias.
Que no hay alternativa doctrinal, ni
siquiera en ciernes, al neoliberalismo imperante, es algo que vienen
repitiendo politólogos, sociólogos y filósofos desde el fin de la
guerra fría. Al final va a ser verdad que estamos viviendo el “final
de la historia”, aquello que decía Fukuyama, dos siglos después
de Hegel – y en un sentido mucho más ramplón –, aunque no de la
manera en que ellos lo imaginaban.
Para Fukuyama y muchos otros el fin
de la historia representaba un remanso de racionalidad y
desarrollo material y espiritual. Al fin, todo estaba bien, no había
nada mejor que la combinación de libre mercado, derechos
individuales, democracia representativa y desarrollo científico.
Por lo que toda controversia ideológica se tornaba inútil, y toda
lucha política en una inercia marginal. Hablar de política, o morir
(y vivir) por ella dejaban de tener sentido.
Obviamente, este final de la
historia preconizado por Hegel y sus acólitos más tímidos no
es el que está siendo. En el final de la historia que
realmente sufrimos el libre mercado es un capitalismo
globalizado que ha de inflarse y desinflarse constantemente para
pervivir (y que, por tanto, no nos reserva más que un estado de
crisis perpetua), los derechos políticos son el privilegio de
unas élites que, paradójicamente, no los necesitan (y papel mojado
para los que se agolpan tras las alambradas), la democracia
representativa se ha trocado de promisoria torre de control del
bien común (que iba a ser) en pista de despegue y avituallamiento
legal de la flota de intereses que sobrevuelan la cosa pública, y,
en fin, la ciencia, el cuarto pilar de ese épico final de
la historia, no ha podido hacer más de lo que por naturaleza
puede (sin travestirse en religión): ofrecer datos y medios (no
valores ni fines), y resistirse heroicamente, cuando lo hace, a los
tentáculos del mercado.
Pero pese a este sombrío panorama, y
por extraño que parezca, el debate político – en el sentido,
fuerte de la palabra "política" que decíamos antes –
prácticamente no existe, especialmente en la izquierda (que es dónde
puede existir, casi por definición, algún debate político). Las
ideas positivas que afloran son de corto alcance, o excesivamente
ingenuas, o escasamente seductoras, o todo eso a la vez. Más allá
de las pequeñas sectas arcádicas anarquistas, decrecionistas,
ecofeministas y demás hijos del dios de las pequeñas cosas, o
de esa “autodemagógica” quimera del idear desde abajo
(como si el Pueblo hubiese tenido alguna vez alguna idea), y
más acá de los que se masturban con los espectros del
marxismo, la tradición comunitarista
o el republicanismo más a la izquierda solo produce críticas,
matices, e incansables (y admirables) búsquedas filosóficas. Desde
luego que en todo ese magma que late bajo los barriles de cerveza de
los congresos anticapitalistas hay toneladas de buenas intenciones, y
una excelente disposición a acabar discutiendo de los problemas
perennes de la filosofía política. Pero faltan dos cosas
esenciales: una doctrina que aglutine y articule todo ese magma
ideológico en una propuesta transformadora de naturaleza global,
ambiciosa y seductora; y, en segundo lugar, que la mayoría de la
gente vea, clara e ilusionadamente, la necesidad de ensayar dicha
propuesta.
Lo segundo no carece en absoluto de
importancia. El otro día, al final de un par de conferencias, una –
ingenua hasta decir basta – sobre la "sobriedad feliz"
prometida por el "paradigma decrecionista", y otra sobre
los dignísimas, pero minúsculas proezas que se pueden hacer (y se
están haciendo) desde el ámbito municipal para cambiar las cosas,
vino un físico del CSIC a hablarnos del colapso energético y de lo
que, al final, puede ser el único revulsivo posible: darnos –
dijo – una "buena hostia".
Si la mayoría no ve clara e
ilusionadamente la necesidad de una transformación radical –
parecía decirnos el físico –, que la vea, entonces, negra y
desesperadamente. Y el colapso energético y económico (por no
hablar del ecológico) que se nos viene encima proporcionará, en no
mucho más de cincuenta años, toda esa oscuridad (literal, por falta
de energía) y desesperación que la gente parece necesitar para
cambiar de ideas y de deseos. No solo por la miseria material que
dicho colapso genere, sino más aún por esa otra hostia,
siempre tan eficaz: la de la tiranía que organicen los
poderosos para poner orden y proteger lo que andan acumulando hoy –
y a la que no es descartable que se amorre inicialmente el Pueblo
con el entusiasmo habitual –.
No es una perspectiva muy alentadora.
Es obvio que preferiríamos otra cosa: educación y cambios
políticos. Y cambiar el “Pueblo” (la Tribu, la Nación, la
Comunidad...) por una ciudadanía fuerte y mayor de edad en la que se
mire (y bajo cuya mirada rinda cuentas) el Estado. Pero para ello
hace falta aquella primera condición que decíamos: disponer de una
doctrina en que creer y educar y
con la que hacer sombra
al poderoso neoliberalismo (y su envés socialdemócrata). Una
doctrina, decimos,
no un
magma ideológico
pseudotribal y temeroso de los dioses de la izquierda new
age. Parece que nos
quedan no más de cincuenta años para formularla y sembrarla en las
almas. En otro caso, el veredicto de la historia podría ser el que
decía el conferenciante y físico que mencionaba antes: una buena
hostia. ¡A ver si así! Creo que es para pensárselo.