Hace unos meses, la revista de
filosofía Paradoxa publicó este artículo en el que, en
primer lugar, trato de exponer la teoría de Hans Blumenberg
sobre el papel fundamental de la metáfora en el imaginario simbólico
desde el que se constituye la cultura, y sobre la metaforología como
saber dirigido a la comprensión de dicho proceso. Tras esta
exposición me ocupo de dos cuestiones: (1) la cuestión de qué
relevancia pueda tener la teoría de Blumenberg sobre la metáfora (y
sobre las relaciones entre metáfora y concepto), atendiendo,
especialmente, al asunto de la “inconceptuabilidad”; y (2) los
problemas de concepción de la propia metaforología blumenbergiana.
Acabamos con una reflexión en torno al valor del pensamiento de
Blumenberg como síntoma de lo que podría llamarse una
“modernidad consumada”. Como la revista no está digitalizada,
enlazo el artículo en la plataforma Scribd. El original se puede
encontrar en Paradoxa, 17 (2015), pp. 81-111.
miércoles, 27 de julio de 2016
viernes, 15 de julio de 2016
Arte y toros.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
¿Qué valor estético o artístico
pueden tener los espectáculos taurinos? Que los toros, especialmente
el espectáculo de la lidia, pero también, en menor medida, cientos
de festejos populares que tienen al toro como protagonista, poseen
significado y valor artístico es uno de los argumentos de los
defensores de la fiesta. Para ellos, el dolor y el sacrificio del
animal es el coste necesario de obtener el placer estético que
procura la corrida o el festejo. No es el único caso, te dicen:
también se torturan y sacrifican animales por el placer de comer, o
por el gusto de contemplar espectáculos deportivos o circenses, o
como parte del “arte” de la caza o la pesca...
No obstante, al toreo se le suele
atribuir una dosis mayor de relevancia artística, a la par que una
mayor densidad simbólica, no ya solo como “escenificación
ritual de la lucha del hombre con la naturaleza” y otros tópicos
intelectualizantes al uso, sino también como un complejo de
creencias, valores y actitudes que constituyen una cierta “filosofía
de la vida” ligada, además, al mito de la tradición, y a
ciertas tradiciones
míticas en torno a la identidad española. Despachemos
rápidamente esto último para centrarnos en el asunto –
filosóficamente más interesante – de lo puramente estético.
Es innegable que los toros son parte de
la cultura y la tradición de nuestro país, amén de una fuente de
iconos populares, obras de arte y souvenirs turísticos,
especialmente desde que los viajeros románticos del XVIII y el XIX
pusieron de moda la visión telúrica de una España poblada de
bandoleros, toreros y mujeres de opereta que nosotros mismos nos
hemos llegado a creer. Ahora bien: que algo forme parte del
patrimonio cultural de un país no le otorga, de
por sí, valor estético ninguno (ni, mucho menos, moral) –
también la inquisición, la expulsión de los judíos o el
caciquismo son parte de la cultura y la tradición de nuestro país,
y a nadie se le ocurriría defender, por eso, las opiniones
del obispo Cañizares, el antisemitismo, o las tropelías de los
caciques contemporáneos –. De otro lado, que las fiestas de
toros sean motivo de inspiración para muchos artistas no significa
que ellas mismas sean obras de arte (el horror de la guerra, o el
desamor, también han inspirado frecuentemente a los artistas, pero
no por eso son objetos intrínsecamente bellos).
Vamos a la cuestión del arte. ¿Son
los toros un arte (más allá de una serie peculiar de técnicas o
habilidades artesanales para burlar y matar a un toro bravo)? Para
responder a esta pregunta interesa primero saber qué cosa es esa del
arte y qué relación tenga con lo moral. Los griegos antiguos
empleaban el término “kalokagathía” para referirse, a la vez, a
lo bello (kalós) y lo bueno (agathós). ¿Quiero esto decir que algo
no puede ser bello sin ser a la vez moralmente aceptable? Esto viene
como anillo al dedo a la cuestión del toreo como arte. Si hacer
sufrir hasta la muerte a un animal – sin necesidad ninguna – es
moralmente malo (vamos a suponer que todos coincidimos en esto),
hacer de esta maldad la condición de algo bello, como pretenden
que sea el toreo, parece algo muy discutible.
¿Pero por qué lo bello ha de estar
reñido con lo malo? Solemos pensar, por ejemplo, que una persona
guapa puede ser mala (la femme fatale) o, al revés, que
alguien muy feo puede tener un corazón de oro (como Sócrates, o el
ogro Shrek). ¿Cómo es esto posible? Cuando ocurre esto, decimos que
las apariencias engañan. El ámbito de lo estético es el de
las cosas que nos aparecen a los sentidos (“aísthesis” – de
donde “estética” – significa “sensación”); no hacen falta
que sean “reales”, basta con que lo parezcan. Pero el
arte mejor – el que gusta y perdura – es el que aparenta sin
engañarnos, el que representa lo que son “realmente” las cosas,
no tal como las vemos, sino como las imaginamos y soñamos, en
su dimensión más ideal. Esta es – dicho suscinta y
atrevidamente – la relación entre lo bello y lo bueno.
También cuando el artista invoca a la
belleza representando su ausencia aparente, como en el arte
deliberadamente feo, hay una denuncia de la maldad y la imperfección
del mundo. Algunas escenas de la lidia (no digamos de los festejos
taurinos populares) podrían ser una muestra de este arte de lo
grotesco y feo, si “representaran” (por ejemplo) el dolor y el
sacrificio de la bestia como medio para la belleza victoriosa del
héroe. Pero los festejos taurinos no representan
ese sacrificio, lo perpetran realmente, porque
carecen de la naturaleza puramente representativa que
caracteriza al arte.
La tauromaquia dista de ser arte
(aunque lo parezca) porque quiere “representar” lo
ideal haciendo lo opuesto:
infringiendo “realmente” dolor a un ser inocente. Es como si
en una obra teatral matáramos realmente al actor que hace de
villano. En los toros no
se representa el mal (la bestialidad representada a través
del toro y la violencia de la lucha) como parte del argumento
conducente al triunfo ideal del bien (la dominación de lo bestial e
irracional), sino que se comete ostentosamente el mal (la
bestialidad de matar al toro – y de exponer a la muerte al torero –
) como si no se pudiera entender el argumento de otra forma. El
toreo está más cerca del ajusticiamiento público y del ritual
bárbaro – relativamente estilizados – que del arte. Por eso
está destinado a extinguirse en su forma actual, tal como se han ido
extinguiendo los ajusticiamientos públicos y los rituales más
primarios.
En cincuenta o cien años el toreo
será un recuerdo, idealizado por los versos de Lorca o las pinturas
de Picasso. Y nadie querrá, en serio, que sea nada más. Tal
como nadie quiere que existan de verdad los bandoleros o los
antropófagos, más allá del escenario de las novelas de
aventuras. Esperemos que no tenga que correr mucha más sangre antes
de llegar a ese final inevitable.
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miércoles, 13 de julio de 2016
Tordesillas, o el crimen como una de las bellas artes.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es de Extremadura
Tordesillas no se rinde. El
Ayuntamiento en pleno (con la sola excepción de la edil vinculada a
IU) ha recurrido el decreto de la Junta de Castilla y León que les
prohíbe celebrar el Torneo del Toro de la Vega. Como se sabe, el
Torneo consiste en alancear a un toro hasta la muerte, y el decreto,
aprobado el pasado mes de mayo, prohíbe expresamente la matanza de
toros en festejos populares.
Las razones que esgrimen los defensores
del Torneo son varias: la no injerencia en presuntas competencias
municipales, el valor cultural y turístico de la fiesta, o el
haberse convertido – dicen – en víctimas propiciatorias de los
movimientos animalistas (y de sus presupuestos errados, o exagerados,
acerca de los derechos de los animales). Pasemos a analizar algunos
de estos argumentos, especialmente el del valor cultural de este tipo
de festejos.
La primera de las razones de los
tordesillanos no tiene fundamento legal ni moral. Las competencias
sobre la reglamentación de festejos no corresponden al gobierno
municipal, sino al autonómico. De otro lado, la legitimidad de una
ley de este rango descansa en la voluntad de los ciudadanos
castellano-leoneses, y de los españoles, no en la de los vecinos de
Tordesillas. Y la voluntad de los ciudadanos parece muy clara: el
rechazo al Toro de la Vega (y a otros festejos similares) ha ido en
aumento en los últimos años, hasta el punto de que la fiesta es hoy
más conocida por los conflictos entre defensores y detractores que
por ningún otro motivo. Y no es algo nuevo: la muerte del Toro de la
Vega estuvo ya prohibida durante el franquismo (entre 1966 y 1970),
tras una campaña en su contra lanzada por asociaciones de protección
de la naturaleza, medios de comunicación y sectores de la
administración, que – ¡a mediados de los años 50! –
consideraban ya inadmisible tal nivel de crueldad y salvajismo.
En cuanto al valor cultural de la
fiesta (o, en general, de la tauromaquia) habría mucho que hablar.
Dejando a un lado el asunto de la antigüedad, que no justifica nada
– también es antigua la guerra, o la discriminación de la mujer,
y a nadie se le ocurre defender su existencia por ese motivo –, los
abogados de la llamada “fiesta nacional” hablan con frecuencia
del valor estético y simbólico de los espectáculos taurinos. Nadie
– sensato – puede negar esto, por poco que le gusten los toros.
Toda celebración tradicional posee un innegable valor estético, y
está cargada de significados (culturales, morales, religiosos,
filosóficos...). Imaginen que son extranjeros y ven un documental
sobre el Toro de la Vega. Les podrá parecer un rito brutal, pero no
carente de interés cultural o antropológico. Les podría parecer
incluso hermoso o, cuando menos, pintoresco, tal como les han
parecido las fiestas de toros a multitud de viajeros, artistas o
poetas.
Ahora bien, que una manifestación
cultural tenga valor estético y simbólico no quiere decir que sea
moral (ni legalmente) aceptable, ni que no pueda (por motivos morales
o por otros muchos) mejorar o evolucionar como acontecimiento
cultural. Los taurinos se niegan a suprimir las suertes más crueles
con el toro porque piensan que eso resta autenticidad a la fiesta y
le hace perder su significado. Pero esto responde a una actitud
conservadora que acabará superada con (o por) el tiempo.
Seguramente, los que vivieron la época del blues cantado por
esclavos o de la ópera interpretada por castrati dirían algo
parecido a lo que dicen los taurinos (¡esto ya no es blues, o
ópera!) cuando se descubrió que para hacer buena música no hacía
falta esclavizar ni castrar a nadie. Es más: trascender la parte
más, cabe decir, truculenta y literal del complejo simbólico de la
tauromaquia (es decir, la tortura y muerte del toro), aumentaría su
relieve más propiamente estético. En el arte no hace falta que
nadie muera realmente para representar la muerte. El paso gradual de
la literalidad a lo más pura y libremente simbólico es uno de los
rasgos que definen la evolución del arte en todos sus géneros (la
pintura, la música, el teatro, la literatura...), incluso el arte
más popular: un circo sin rastro de animales – como el Circo
del Sol – ha resultado ser
mejor que el circo de animales tradicional. ¿Por qué no
habría de pasar algo similar con las fiestas de toros? ¿Se imaginan
un espectáculo “taurino” en el que ya no se maltratara al animal
– o incluso en el que este estuviera ausente – ? El arte
evoluciona cuando da forma a lo que parece ahora inimaginable.
En cuanto a los presupuestos
filosóficos de los animalistas es obvio que los defensores de la
tauromaquía – a tenor de sus quejas y argumentos – no los
entienden. No se trata de igualar animales y personas, ni de dotar a
los primeros de los mismos derechos que los segundos, sino solo de
entender que aquella dignidad por la que algo pasa de ser
“algo” a ser “alguien” no está tan clara, y que, en la
medida en que racionalmente lo está, nos empuja a considerarla como
algo gradual, y no una propiedad exclusiva de los seres humanos.
Justo por este argumento – más venerable y viejo, en la filosofía,
de lo que parece – resulta justo ser considerados con seres que,
sin ser, obviamente, personas, tampoco son meros mecanismos o cosas,
sino subjetividades ante cuyo sufrimiento – sobre todo,
cuando no es imprescindible – ni el ser humano más embrutecido
puede sentir una absoluta indiferencia.
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lunes, 11 de julio de 2016
Messi: el deportista emprendedor.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
Menos mal que la cosa se ha quedado en
una multa de nada. Llegan a meter a Messi en la cárcel y ríanse
ustedes del motín de Esquilache. Habría barricadas y muertos en
las calles. Cataluña se independizaría a las bravas. El país sería
una mezcla entre Irán, Venezuela y el resto del eje del mal sin
necesidad de que gobierne Podemos. Fernández Díaz conspiraría
contra los jueces, y Rajoy moriría de agotamiento botando ante el
tribunal de apelación. Pero no. No es posible. ¿Cómo van a meter a
Messi en la cárcel? ¿Y los niños que le esperan para animarlo y
pedirle una foto en la puerta del juzgado? ¡Por Dios! ¿Es que nadie
piensa nunca en los niños?...
Decían los pitagóricos – unos
filósofos griegos muy antiguos – que en la vida, tal como en un
estadio olímpico, hay tres tipos de persona: los deportistas que
van a competir, los negociantes que van a hacer su agosto, y los
espectadores que van a ver el grandioso espectáculo del mundo. Pero
solo aquellos que se dedicaban a mirar y entender (los espectadores)
son los que hacen algo propiamente humano, mientras que deportistas y
negociantes solo hacen cosas propias de animales. Los deportistas, es
obvio, porque dedican su vida a correr, brincar y otras actividades
igual de simiescas. Y los negociantes porque todo lo hacen bajo el
mismo principio interesado y económico que el resto de la fauna:
lograr el máximo beneficio con el mínimo coste o esfuerzo.
¿Cómo es, entonces, que los jóvenes
(y la mayoría de los mayores) prefieren soñar con ser deportistas o
negociantes en lugar de sabio contemplativo? Es cosa de nuestra
época. En otros tiempos el modelo a imitar era el noble guerrero, o
el santo virtuoso, o incluso el sabio ilustrado. En el nuestro,
los arquetipos morales son el deportista encumbrado y el vendedor de
batas (u ordenadores) multimillonario. Si unes ambas cosas ya
tienes el logotipo de esta loca época dominada por la raza de los
tenderos: la estrella de fútbol, el tarugo despabilado que no solo
vive de dar patadas a un balón, sino que hace una multinacional de
sí mismo y de su reflejo en la mente de infinitos niños que, entre
patada y patada para apartar la miseria (o para encontrar un trabajo
que no sea una patada a la dignidad), pueden soñar que Messi, o
Ronaldo existen. Que la justicia existe.
Y para que el mito sea más veraz, y el
sueño más lúcido, Messi se ha sentado en el banquillo, no en el
del estadio, donde ya es el rey, sino en el de los grandes
emprendedores – de Mario Conde a la Infanta de España – : en
el banquillo de los acusados. Y ha hecho el paseíllo, como
los toreros, del coche al juzgado, en olor de multitudes, bajo la
metralla de los fotógrafos, como los grandes héroes, para solaz de
todos los niños. Porque Messi – y su padre – sí que piensan en
los niños. Al menos, en los que vienen con un balón debajo del
brazo...
viernes, 8 de julio de 2016
Debate sobre educación en EL PAIS
Este fue el debate sobre educación que celebramos hace unas semanas en la sede de EL PAIS, y en el que también participaron el Rector de la UNED, Alejandro Tiana, y Pilar Mena.
Y aquí, la entrevista íntegra (no toda ella se refleja en el reportaje).
Un aspecto que le sobre y otro que le falte a la educación española.
Sobra frivolidad, la idea de que educar es fácil, sobra esa pedagogía castiza que desprecia cuanto ignora, y que todo lo ve muy sencillo: el problema del fracaso escolar es que los chicos no estudian, son vagos, les falta “cultura del esfuerzo”, no vienen educados de casa, etc.
Falta una filosofía educativa diferente, coherente con esa importancia que se da retóricamente a la educación (es el fundamento de la sociedad, es la llave para el cambio, etc.)... Falta tomarse en serio, de verdad, la educación. Según la opinión común, para ser médico, o arquitecto, hay que formarse muy bien, y los candidatos tener grandes dotes y mucha vocación. La razón que te dan es que un mal médico, o un mal arquitecto, pueden causar mucho daño. Pero una mala educación es igual de potencialmente peligrosa. Los efectos de un mal tratamiento médico o de un edificio defectuoso se ven a corto plazo y son muy evidentes; los de una mala educación no son tan a corto plazo, ni tan evidentes, pero, precisamente por eso, son mucho más peligrosos y duraderos
¿Qué debe tener necesariamente un buen profesor? ¿Cómo fue tu mejor profesor?
Algo qué enseñar, y en lo que crea de veras. Más unas ciertas dotes comunicativas, que diría que tienen mucho que ver con el arte del actor...
Mi mejor profesor era un señor muy vivido con un pico de oro. Con mucho que contar y que una habilidad prodigiosa para contar cosas.
Y entre los que tienen buenos cuentos pero no saben contarlos, y los que despliegan gran habilidad para contar pero no tienen nada que decir, prefiero los primeros, me acuerdo de los primeros. He tenido profesores incapaces de mirar a los ojos a sus alumnos, infinitamente tímidos, torpes, balbuceantes, tartamudos... Pero fascinantes por todo aquello que llevaban dentro y a duras penas dejaban traslucir. Y he tenido profesores entusiastas de los “medios”, pero con poco “mensaje”. De estos últimos apenas me acuerdo.
¿Qué cambiarías de tu instituto? ¿Y de tu universidad?
Todo. Comenzando por el edificio. Sobran muros, pasillos, aulas; faltan jardines, lugares de reunión y esparcimiento que no parezcan talleres fabriles del siglo XIX... También bajaría las ratio alumno / profesor; es imposible aspirar a una educación de calidad con 30 alumnos por aula. Otra cosa que cambiaría sería la compartimentación de las materias; sería estupendo – y ya se hace – colaborar con otros compañeros en las aulas, sean o no de las materias de tu especialidad. También disminuiría la carga de exámenes. Lo poco que se aprende con ellos no justifica la carga de estrés de los alumnos, ni la deformación que producen en las relaciones de aprendizaje. Es lamentable ver, cada día, a niños de doce años caminar compungidos hacia la siniestra aula de exámenes, en lugar de estar divirtiéndose y aprendiendo. En el último curso de bachillerato, solo se puede dar clase relajadamente las primeras semanas de cada trimestre; durante el resto, los chicos están histéricos, con exámenes todas las semanas; así es difícil que aprendan, realmente, nada.
Cita lo mejor que aprendiste en la escuela.
El amor al conocimiento, el gozo de comprender, o de creer que comprendes, lo que te rodea y lo que te habita por dentro, una cierta experiencia de lucidez, y, sobre todo, aquellos modelos y formas de vivir que veía entre los profesores y compañeros. Recuerdo mucho más la actitud, el modo de ser de algunos profesores que ninguna de las materias que me enseñaban. Los profesores tienen mucha más influencia en los alumnos de lo que se cree.
-¿Hasta qué punto estamos obsesionados con los exámenes y los deberes?
Hasta un punto insoportable. Pero es el “punto” a que obliga el modelo social que se imita en la escuela: competitivo, agónico, meritocrático (una idea, la de mérito, inmerecidamente sobrevalorada: se piensa que el alumno es el único responsable de su rendimiento, como si no existieran circunstancias, o como si él tuviera la culpa de ellas, o de nacer más o menos capaz).
Esa obsesión también se corresponde con una visión pesimista del hombre. El ser humano tiende al mal, a la pereza, el capricho... Por eso la educación es como una doma de fieras; el látigo son los exámenes, los deberes.
Y, por supuesto, la educación no tiene nada que ver con el goce y el placer. Sino con el trabajo duro y doloroso.
Yo no comparto nada de eso. El ser humano tiende por naturaleza a conocer, no hay más que observar a cualquier mamífero, o a un niño pequeño; son curiosos por naturaleza. El hombre desea por naturaleza saber, decía Aristóteles. No hay que forzar ese deseo, sino reforzarlo. Y el juego, el placer, la diversión son fundamentales. Observad a un cachorro, pero también a un gran investigador, o a un artista. Ninguno de ellos aprende a la fuerza, sino por juego, placer, entusiasmo. Ningún conocimiento puede permanecer en el alma de un hombre libre que le haya sido introducido por la fuerza, decía Platón. Y creo que tenía toda la razón.
-¿Nos prepara la universidad para el mundo laboral? ¿Debería prepararnos?
Sí, pero no solo, ni fundamentalmente para eso. Muchos de los jóvenes que atentan en Europa han ido a la Universidad, donde han aprendido ciencias y tecnología (la misma que ahora ponen al servicio de sus creencias), pero no a aplicar la razón a los valores. En la universidad actual se enseña física, o lingüística, pero no a manejarte racionalmente con la vida, a buscar su sentido, a comprender por qué es bueno lo bueno, o injusto lo injusto. La obsesión por la especialización y la renuncia a la “universalidad” de la educación universitaria, ha dejado las grandes preguntas a merced de las subjetividades personales y de los púlpitos religiosos.
-¿Cómos se fomenta la motivación por aprender? ¿Tenéis la percepción de que las clases de hoy se parecen a las de hace 40 años?
Esencialmente, y en la mayoría de los casos, no son muy diferentes. Llegas y ves treinta chicos en sus pupitres frente al profesor que les dicta, supervisa, examina, hace callar, etc. Por mucho que se inunden de tecnología, el aula se sigue percibiendo como un lugar donde transmitir ciertos conocimientos y habilidades programados, no como un lugar en el que se pueda generar una interacción, un diálogo real, entre las necesidades o intereses del alumno y lo que pueda ofertarle la sociedad. Además, apenas hay tiempo para contextualizar lo que se enseña, ni para reflexionar críticamente sobre ello – la materia de filosofía, en la que, justamente, se procura esa contextualización y esa reflexión crítica, casi desaparece de los planes de estudio – . En buena medida, el proceso educativo sigue siendo un gran simulacro en el que el profesor simula que enseña, y el alumno simula que aprende, mientras ambos miran el reloj de reojo y suspiran por que la clase acabe cuanto antes.
¿Falta educación para el diálogo y el consenso?
Desde luego. La primera idea que tienen muchos chicos de lo que es "debatir" proviene de lo que ven en la televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate “en serio” se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, descubren que es más eficaz y enriquecedor resolver los problemas así, convenciendo y dejándose convencer...
-¿Cómo se puede inculcar confianza en sí mismos a los alumnos desde las aulas?
Pues, aunque suene cursi: queriéndolos. Quererlos supone tratarlos con respeto (como a personas, no como a reclutas del ejército), conocerlos y tener cuidado de ellos, para que sean y crezcan todo lo posible. El modelo es el del jardinero, no el del domador de fieras.
-¿Hay un problema de disciplina en las aulas? ¿Se detecta de forma efectiva el acoso escolar?
De forma general, no. Y eso que se dan todas las circunstancias. Treinta chicos de doce a diecisiete años encajonados delante de sus mesas durante seis horas sin apenas un descanso de media hora, y obligados a plegarse a todo lo que se les dice… Ni el más concienzudo funcionario trabajaría así sin protestar. A mi mismo me cuesta dios y ayuda soportar una hora entera de clase como alumno, en cualquier curso para profesores; pero más aún me costaría si se tratara de algo impuesto y que no fuera de mi interés.
En cualquier caso, para evitar problemas de disciplina no hay mejor antídoto que tratar a los alumnos con respeto y comprensión, no concebirlos, de entrada, como los “enemigos”, y, desde luego, ganarte su respeto con tu trabajo. Si los chicos de ahora tienen alguna ventaja sobre los de hace cincuenta años es que no quieren callarse ni dejar de exigir explicaciones al profesor, tanto sobre lo que este imparte como sobre cada incidente que ocurre en el aula. Y eso es bueno. Es una buena manera de formar ciudadanos críticos, racionales y acostumbrados a pedir y dar explicación de sus actos. No hay mayor muestra de respeto hacia una persona (y los alumnos lo son) que darle explicación de lo que haces, especialmente si lo que haces le afecta, como es el caso.
En cuanto al tema del acoso es muy delicado. Pero creo que la solución no consiste, simplemente, en vigilar y castigar, ni en pedir al niño acosado que (¡encima de todo!) se enfrente al poder y se convierta en “delator”. Tampoco vale hablar de derechos y valores como el que habla de la Santísima Trinidad. Es difícil encontrar a algún educador que sepa dar razones realmente convincentes de por qué hay que tolerar a los que son diferentes, o ser solidario con los más débiles (cuando, además, es mucho más divertido y “natural” burlarse o aprovecharse de ellos). De hecho, casi todo lo que representa realmente la institución y la vida escolar desmiente todo discurso posible contra el acoso, en cuanto que está dirigida a inculcar en los niños la “dureza de la vida”, la competencia, el afán por el triunfo o, como gusta de decirse ahora, la excelencia, tanto en el aula (en donde se violenta constantemente a los niños con instrucciones, tareas obligadas y evaluaciones diarias), como fuera del aula, en donde los chicos se socializan en torno a modelos que destilan violencia y acoso (el emprendedor voraz, el deportista agresivo y obsesionado por competir, la mujer como objeto sexual...). Maltratar al chico, casi siempre demasiado sensible o inteligente, que no encaja en esos estereotipos, es parte del proceso de afirmación de quien los cultiva. Y esos valores y estereotipos son omnipresentes. En el centro educativo donde trabajo las paredes de muchas aulas están adornadas con un panfleto donde se enuncian las reglas del éxito según un famoso empresario. En realidad, tales reglas se reducen a una: que la vida es un juego cruel de ganadores y perdedores, y que hay que prepararse y endurecerse para estar entre los primeros.
¿Tenemos un sistema educativo capaz de desarrollar todo el potencial de los alumnos?
Tengo la impresión de que la mitad, al menos, del talento de los alumnos se nos escapa, se disipa o desperdicia. A muchos chicos extraordinarios (y justamente por serlo) la escuela les hunde desde el primer año, les tiene ocupados constantemente con cosas (problemas de disciplina, acoso, poca autoestima...) que nada tienen que ver con el desarrollo de su talento y que acaban llevándolo al fracaso y a odiar la escuela.
¿Qué es lo primero que harías si fueras ministro de Educación?
Asesorarme muy bien, y por todos. Y la primera medida concreta: cambiar el modo de formación y de acceso de los docentes.
¿Consideras que es esta la generación mejor preparada de la historia?
Sí. Lo dicen los datos. Y es cierto. Es la que ha tenido más tiempo para formarse, para vivir y pensar sin la alienante soga al cuello de la necesidad de sobrevivir. Casi diría que estas últimas generaciones han traído la adolescencia a nuestro país (la rebeldía, el compromiso politico, las dudas, la actitud reflexiva y critica...) algo que, antes, solo lo había en las élites que lograban acceder a los estudios superiores.
¿Cómo crees que será la escuela dentro de 50 años?
¿Cómo creo que será o como me gustaría que fuese?
Los problemas que nos acechan exigen una masa crítica de ciudadanos educados y convencidos de la necesidad del cambio, inmunes a mitos y sofismas, con una visión integral de los problemas, y con la suficiente lucidez moral para afrontar los retos e incertidumbres que aceleradamente se generan en un mundo cada vez más globalizado.
¿Qué tipo de educación podría generar esa masa crítica de ciudadanos? La respuesta no es fácil. Pero si que podemos ir despejando opciones, y haciendo alguna sugerencia. La educación que necesitamos no es, desde luego, la que ahora tenemos. Pero tampoco la que muchos proponen como panacea: la que es poco más que adiestramiento laboral, formación de “capital humano”, o innovación científica dirigida por el mercado. No es la educación del informe PISA, ni la del Plan Bolonia, ni la obsesionada con el I+D+I. Esos modelos educativos son, sin duda, perfectos para aumentar la competitividad, pero no para cambiar el mundo. Si la educación general se confunde con un concurso de ciencias, tecnología e idiomas, marginando todo aquello que genera reflexión crítica, comprensión holística y diálogo en torno a fines y valores (todo lo relacionado, por ejemplo, con la filosofía y las humanidades), no me imagino cómo podría prender en la gente ese cambio civilizador a escala planetaria que necesitamos.
Y aquí, la entrevista íntegra (no toda ella se refleja en el reportaje).
Un aspecto que le sobre y otro que le falte a la educación española.
Sobra frivolidad, la idea de que educar es fácil, sobra esa pedagogía castiza que desprecia cuanto ignora, y que todo lo ve muy sencillo: el problema del fracaso escolar es que los chicos no estudian, son vagos, les falta “cultura del esfuerzo”, no vienen educados de casa, etc.
Falta una filosofía educativa diferente, coherente con esa importancia que se da retóricamente a la educación (es el fundamento de la sociedad, es la llave para el cambio, etc.)... Falta tomarse en serio, de verdad, la educación. Según la opinión común, para ser médico, o arquitecto, hay que formarse muy bien, y los candidatos tener grandes dotes y mucha vocación. La razón que te dan es que un mal médico, o un mal arquitecto, pueden causar mucho daño. Pero una mala educación es igual de potencialmente peligrosa. Los efectos de un mal tratamiento médico o de un edificio defectuoso se ven a corto plazo y son muy evidentes; los de una mala educación no son tan a corto plazo, ni tan evidentes, pero, precisamente por eso, son mucho más peligrosos y duraderos
¿Qué debe tener necesariamente un buen profesor? ¿Cómo fue tu mejor profesor?
Algo qué enseñar, y en lo que crea de veras. Más unas ciertas dotes comunicativas, que diría que tienen mucho que ver con el arte del actor...
Mi mejor profesor era un señor muy vivido con un pico de oro. Con mucho que contar y que una habilidad prodigiosa para contar cosas.
Y entre los que tienen buenos cuentos pero no saben contarlos, y los que despliegan gran habilidad para contar pero no tienen nada que decir, prefiero los primeros, me acuerdo de los primeros. He tenido profesores incapaces de mirar a los ojos a sus alumnos, infinitamente tímidos, torpes, balbuceantes, tartamudos... Pero fascinantes por todo aquello que llevaban dentro y a duras penas dejaban traslucir. Y he tenido profesores entusiastas de los “medios”, pero con poco “mensaje”. De estos últimos apenas me acuerdo.
¿Qué cambiarías de tu instituto? ¿Y de tu universidad?
Todo. Comenzando por el edificio. Sobran muros, pasillos, aulas; faltan jardines, lugares de reunión y esparcimiento que no parezcan talleres fabriles del siglo XIX... También bajaría las ratio alumno / profesor; es imposible aspirar a una educación de calidad con 30 alumnos por aula. Otra cosa que cambiaría sería la compartimentación de las materias; sería estupendo – y ya se hace – colaborar con otros compañeros en las aulas, sean o no de las materias de tu especialidad. También disminuiría la carga de exámenes. Lo poco que se aprende con ellos no justifica la carga de estrés de los alumnos, ni la deformación que producen en las relaciones de aprendizaje. Es lamentable ver, cada día, a niños de doce años caminar compungidos hacia la siniestra aula de exámenes, en lugar de estar divirtiéndose y aprendiendo. En el último curso de bachillerato, solo se puede dar clase relajadamente las primeras semanas de cada trimestre; durante el resto, los chicos están histéricos, con exámenes todas las semanas; así es difícil que aprendan, realmente, nada.
Cita lo mejor que aprendiste en la escuela.
El amor al conocimiento, el gozo de comprender, o de creer que comprendes, lo que te rodea y lo que te habita por dentro, una cierta experiencia de lucidez, y, sobre todo, aquellos modelos y formas de vivir que veía entre los profesores y compañeros. Recuerdo mucho más la actitud, el modo de ser de algunos profesores que ninguna de las materias que me enseñaban. Los profesores tienen mucha más influencia en los alumnos de lo que se cree.
-¿Hasta qué punto estamos obsesionados con los exámenes y los deberes?
Hasta un punto insoportable. Pero es el “punto” a que obliga el modelo social que se imita en la escuela: competitivo, agónico, meritocrático (una idea, la de mérito, inmerecidamente sobrevalorada: se piensa que el alumno es el único responsable de su rendimiento, como si no existieran circunstancias, o como si él tuviera la culpa de ellas, o de nacer más o menos capaz).
Esa obsesión también se corresponde con una visión pesimista del hombre. El ser humano tiende al mal, a la pereza, el capricho... Por eso la educación es como una doma de fieras; el látigo son los exámenes, los deberes.
Y, por supuesto, la educación no tiene nada que ver con el goce y el placer. Sino con el trabajo duro y doloroso.
Yo no comparto nada de eso. El ser humano tiende por naturaleza a conocer, no hay más que observar a cualquier mamífero, o a un niño pequeño; son curiosos por naturaleza. El hombre desea por naturaleza saber, decía Aristóteles. No hay que forzar ese deseo, sino reforzarlo. Y el juego, el placer, la diversión son fundamentales. Observad a un cachorro, pero también a un gran investigador, o a un artista. Ninguno de ellos aprende a la fuerza, sino por juego, placer, entusiasmo. Ningún conocimiento puede permanecer en el alma de un hombre libre que le haya sido introducido por la fuerza, decía Platón. Y creo que tenía toda la razón.
-¿Nos prepara la universidad para el mundo laboral? ¿Debería prepararnos?
Sí, pero no solo, ni fundamentalmente para eso. Muchos de los jóvenes que atentan en Europa han ido a la Universidad, donde han aprendido ciencias y tecnología (la misma que ahora ponen al servicio de sus creencias), pero no a aplicar la razón a los valores. En la universidad actual se enseña física, o lingüística, pero no a manejarte racionalmente con la vida, a buscar su sentido, a comprender por qué es bueno lo bueno, o injusto lo injusto. La obsesión por la especialización y la renuncia a la “universalidad” de la educación universitaria, ha dejado las grandes preguntas a merced de las subjetividades personales y de los púlpitos religiosos.
-¿Cómos se fomenta la motivación por aprender? ¿Tenéis la percepción de que las clases de hoy se parecen a las de hace 40 años?
Esencialmente, y en la mayoría de los casos, no son muy diferentes. Llegas y ves treinta chicos en sus pupitres frente al profesor que les dicta, supervisa, examina, hace callar, etc. Por mucho que se inunden de tecnología, el aula se sigue percibiendo como un lugar donde transmitir ciertos conocimientos y habilidades programados, no como un lugar en el que se pueda generar una interacción, un diálogo real, entre las necesidades o intereses del alumno y lo que pueda ofertarle la sociedad. Además, apenas hay tiempo para contextualizar lo que se enseña, ni para reflexionar críticamente sobre ello – la materia de filosofía, en la que, justamente, se procura esa contextualización y esa reflexión crítica, casi desaparece de los planes de estudio – . En buena medida, el proceso educativo sigue siendo un gran simulacro en el que el profesor simula que enseña, y el alumno simula que aprende, mientras ambos miran el reloj de reojo y suspiran por que la clase acabe cuanto antes.
¿Falta educación para el diálogo y el consenso?
Desde luego. La primera idea que tienen muchos chicos de lo que es "debatir" proviene de lo que ven en la televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate “en serio” se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, descubren que es más eficaz y enriquecedor resolver los problemas así, convenciendo y dejándose convencer...
-¿Cómo se puede inculcar confianza en sí mismos a los alumnos desde las aulas?
Pues, aunque suene cursi: queriéndolos. Quererlos supone tratarlos con respeto (como a personas, no como a reclutas del ejército), conocerlos y tener cuidado de ellos, para que sean y crezcan todo lo posible. El modelo es el del jardinero, no el del domador de fieras.
-¿Hay un problema de disciplina en las aulas? ¿Se detecta de forma efectiva el acoso escolar?
De forma general, no. Y eso que se dan todas las circunstancias. Treinta chicos de doce a diecisiete años encajonados delante de sus mesas durante seis horas sin apenas un descanso de media hora, y obligados a plegarse a todo lo que se les dice… Ni el más concienzudo funcionario trabajaría así sin protestar. A mi mismo me cuesta dios y ayuda soportar una hora entera de clase como alumno, en cualquier curso para profesores; pero más aún me costaría si se tratara de algo impuesto y que no fuera de mi interés.
En cualquier caso, para evitar problemas de disciplina no hay mejor antídoto que tratar a los alumnos con respeto y comprensión, no concebirlos, de entrada, como los “enemigos”, y, desde luego, ganarte su respeto con tu trabajo. Si los chicos de ahora tienen alguna ventaja sobre los de hace cincuenta años es que no quieren callarse ni dejar de exigir explicaciones al profesor, tanto sobre lo que este imparte como sobre cada incidente que ocurre en el aula. Y eso es bueno. Es una buena manera de formar ciudadanos críticos, racionales y acostumbrados a pedir y dar explicación de sus actos. No hay mayor muestra de respeto hacia una persona (y los alumnos lo son) que darle explicación de lo que haces, especialmente si lo que haces le afecta, como es el caso.
En cuanto al tema del acoso es muy delicado. Pero creo que la solución no consiste, simplemente, en vigilar y castigar, ni en pedir al niño acosado que (¡encima de todo!) se enfrente al poder y se convierta en “delator”. Tampoco vale hablar de derechos y valores como el que habla de la Santísima Trinidad. Es difícil encontrar a algún educador que sepa dar razones realmente convincentes de por qué hay que tolerar a los que son diferentes, o ser solidario con los más débiles (cuando, además, es mucho más divertido y “natural” burlarse o aprovecharse de ellos). De hecho, casi todo lo que representa realmente la institución y la vida escolar desmiente todo discurso posible contra el acoso, en cuanto que está dirigida a inculcar en los niños la “dureza de la vida”, la competencia, el afán por el triunfo o, como gusta de decirse ahora, la excelencia, tanto en el aula (en donde se violenta constantemente a los niños con instrucciones, tareas obligadas y evaluaciones diarias), como fuera del aula, en donde los chicos se socializan en torno a modelos que destilan violencia y acoso (el emprendedor voraz, el deportista agresivo y obsesionado por competir, la mujer como objeto sexual...). Maltratar al chico, casi siempre demasiado sensible o inteligente, que no encaja en esos estereotipos, es parte del proceso de afirmación de quien los cultiva. Y esos valores y estereotipos son omnipresentes. En el centro educativo donde trabajo las paredes de muchas aulas están adornadas con un panfleto donde se enuncian las reglas del éxito según un famoso empresario. En realidad, tales reglas se reducen a una: que la vida es un juego cruel de ganadores y perdedores, y que hay que prepararse y endurecerse para estar entre los primeros.
¿Tenemos un sistema educativo capaz de desarrollar todo el potencial de los alumnos?
Tengo la impresión de que la mitad, al menos, del talento de los alumnos se nos escapa, se disipa o desperdicia. A muchos chicos extraordinarios (y justamente por serlo) la escuela les hunde desde el primer año, les tiene ocupados constantemente con cosas (problemas de disciplina, acoso, poca autoestima...) que nada tienen que ver con el desarrollo de su talento y que acaban llevándolo al fracaso y a odiar la escuela.
¿Qué es lo primero que harías si fueras ministro de Educación?
Asesorarme muy bien, y por todos. Y la primera medida concreta: cambiar el modo de formación y de acceso de los docentes.
¿Consideras que es esta la generación mejor preparada de la historia?
Sí. Lo dicen los datos. Y es cierto. Es la que ha tenido más tiempo para formarse, para vivir y pensar sin la alienante soga al cuello de la necesidad de sobrevivir. Casi diría que estas últimas generaciones han traído la adolescencia a nuestro país (la rebeldía, el compromiso politico, las dudas, la actitud reflexiva y critica...) algo que, antes, solo lo había en las élites que lograban acceder a los estudios superiores.
¿Cómo crees que será la escuela dentro de 50 años?
¿Cómo creo que será o como me gustaría que fuese?
Los problemas que nos acechan exigen una masa crítica de ciudadanos educados y convencidos de la necesidad del cambio, inmunes a mitos y sofismas, con una visión integral de los problemas, y con la suficiente lucidez moral para afrontar los retos e incertidumbres que aceleradamente se generan en un mundo cada vez más globalizado.
¿Qué tipo de educación podría generar esa masa crítica de ciudadanos? La respuesta no es fácil. Pero si que podemos ir despejando opciones, y haciendo alguna sugerencia. La educación que necesitamos no es, desde luego, la que ahora tenemos. Pero tampoco la que muchos proponen como panacea: la que es poco más que adiestramiento laboral, formación de “capital humano”, o innovación científica dirigida por el mercado. No es la educación del informe PISA, ni la del Plan Bolonia, ni la obsesionada con el I+D+I. Esos modelos educativos son, sin duda, perfectos para aumentar la competitividad, pero no para cambiar el mundo. Si la educación general se confunde con un concurso de ciencias, tecnología e idiomas, marginando todo aquello que genera reflexión crítica, comprensión holística y diálogo en torno a fines y valores (todo lo relacionado, por ejemplo, con la filosofía y las humanidades), no me imagino cómo podría prender en la gente ese cambio civilizador a escala planetaria que necesitamos.
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