martes, 31 de diciembre de 2024

¡Feliz no año nuevo!

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico de Extremadura


A principios del siglo pasado, y a partir de las teorías de la relatividad de Einstein, la ciencia se afilió a la antiquísima tesis filosófica de que el tiempo no existe como realidad objetiva, sino solo como ilusión subjetiva. La idea es rara de narices, pero ahí sigue, imperturbable y ajena al tiempo, como si le diera igual que la pensáramos o no.  

Si para Platón el tiempo no era más que una ilusión (una «imagen móvil de la eternidad», decía), para el más prosaico Aristóteles era «la medida del cambio». Aunque antes de él, un inspirado Parménides había demostrado (¡en verso!) que el cambio era lógicamente imposible: ¿cómo puede acabarse un año y empezar otro? ¿Adónde va el que muere? ¿De dónde viene el que nace? Que las cosas desaparezcan y aparezcan (o como dijo grácilmente el filósofo poeta: que «lo que es no sea» o que «sea lo que no es») parece cosa de locos o de brujos. 

Fíjense, para mayor confusión, que por el tiempo nunca pasa el tiempo. Cada hora es idéntica a la siguiente (¿serán la misma?), y no hay una sola fecha – la de su cumpleaños, pongamos por caso – que no sea por los siglos de los siglos la misma que es. Es como si, al dividir el tiempo, no encontráramos ni un solo gramo de lo que parece que contiene…

Pero además de en sus partes, reparemos en su «figura», en aquello que lo delimita. Fíjese: si el tiempo tuviera límite y hubiera comenzado en algún momento, tal como un cronómetro que empezara a contar desde cero, «antes» de ese momento no habría tiempo, lo cual es extrañísimo (¿Qué habría entonces? ¿Nada? ¿Un Relojero eterno?). Y si el tiempo fuera ilimitado o infinito, y no hubiera comenzado nunca, jamás habríamos llegado ni a 2025 ni a ningún otro momento posible. ¿Cómo llegar a ningún sitio si empezamos a correr desde el infinito?

Algunos sabios actuales piensan, en fin, que esto del tiempo es cuestión de perspectiva. Así, si nuestras campanadas de fin de año «suenan» en el pasado a quien nos estudia desde el futuro, a quien nos imagina desde el pasado le «suenan», seguro, a cosa de ciencia ficción. La idea de fondo es que realmente todo ocurre a la vez, y si no lo experimentamos así es porque – limitaditos que somos – necesitamos comprender las cosas en perspectiva y una tras otra. En cambio, desde la perspectiva de la no perspectiva (es decir: de la verdad completa), un conocedor perfecto lo experimentaría todo como presente; como un presente tan uno y cohesionado como lo es para nosotros el espacio, al que percibimos unitariamente, sin distinguir sus distintas dimensiones.

Dicho todo esto, y aunque el tiempo no exista, nosotros vamos a celebrarlo igual, y a hacer promesas y proyectos como si no hubiera un mañana escrito. Ahora bien, si quiere usted dar la campanada este año, brinde también por el «no» año nuevo. Igual marcamos tendencia y volvemos a poner de moda la eternidad, que es donde parece que se vislumbran, fugaz y brumosamente, las cosas que de verdad importan.  

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Científicos áulicos

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Los antiguos filósofos griegos eran muy críticos con la democracia. Platón pensaba que para ser buen gobernante (igual que para ser buen médico, militar o músico) había que estar instruido en ciertas cosas y dado que el pueblo carecía de esa instrucción otorgarle el poder resultaba poco menos que insensato. Al fin, ¿qué sabe el pueblo de la idea de justicia, sobre la que los más sabios llevan siglos discutiendo? ¿O cómo va a saber lo que le conviene a él o a su prójimo quien no conoce a fondo la naturaleza humana ni posee una noción mínimamente compleja de la totalidad?

El elitismo intelectualista de Platón se convirtió en elitismo a secas en las democracias modernas, tan platónicamente desconfiadas del gobierno directo del pueblo como esquivas a la idea de que el problema de la justicia fuera dirimible por la razón. De ahí que nuestras democracias estén gobernadas por esa nueva «aristocracia» que son los partidos políticos, y no por el pueblo (que se limita a votar como el que aplaude o silba en el plató de una tertulia); y de ahí también que cuando esa aristocracia partidista precisa de un barniz intelectual convoque a científicos y otros expertos en datos, y no a humanistas o filósofos que puedan asesorar sobre lo que hacer con esos datos.

No quiero decir con esto que la incorporación de asesores científicos a los ministerios sea una mala decisión, sino solo que es una decisión insuficiente y superficial. Y lo es por dos motivos. El primero es que la ciencia como tal no puede fijar objetivos o medidas políticas. El científico es experto en describir fenómenos no en prescribir leyes o fines, por lo que su función no va más allá de cierta asesoría técnica. Ya sé que hoy tendemos infantilmente a pensar que todos nuestros problemas los puede resolver «la ciencia», pero esto es pura ideología acientífica. La ciencia no sabe nada de lo que nos interesa ética o políticamente saber.

El segundo motivo por el que la medida del gobierno es insuficiente es que no se acompaña de medidas efectivas para fortalecer la educación científica y (sobre todo) ético-política de la ciudadanía. Este error parte de la suposición elitista de que quien tiene que estar intelectualmente asesorado por científicos (e idealmente por filósofos) son los ministros y no los ciudadanos. Craso error, pues en democracia son los ciudadanos – y no sus representantes políticos – los que han de tomar – o deberían hacerlo – las decisiones importantes.

¿Se imaginan que además de ministros asesorados por científicos áulicos hubiera una inmensa mayoría de ciudadanos científica y filosóficamente competentes, capaces no solo de acumular y entender datos, sino también de comprender las distintas perspectivas ideológicas que laten tras la controversia política? Viviríamos, no en una república platónica, sino en una democracia de sabios. En cualquier caso, no en la oligarquía rebozada en demagogia y tecnocracia en que se han convertido nuestras democracias (o, más bien, nuestras partitocracias) actuales.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Porros y educación

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Según la última Encuesta sobre alcohol y otras drogas en España del Ministerio de Sanidad, Extremadura es la mayor consumidora de cannabis de todo el país. Los «porretas» extremeños son el doble de la media nacional. Estamos también a la cabeza en consumo de tabaco, y somos de las comunidades en que más intoxicaciones etílicas agudas se registran. No creo, en fin, que la cosa sea para brindar.

En la misma encuesta se erige a la escuela como solución idónea frente al problema de las drogas. Pero si no se analiza seriamente la naturaleza de dicho problema y se planifica una intervención educativa consistente, el acostumbrado recurso a la educación se quedará, también como de costumbre, en un mero brindis al sol.

Podríamos empezar por reconocer que el problema del consumo de drogas no es un problema de orden científico. El alumnado podrá aprender en clase de ciencias los efectos nocivos de fumarse un porro, o entender perfectamente el fenómeno cultural o psicológico de la adicción a las drogas, pero la decisión de tomarlas es, siempre, fundamentalmente moral. Y es de moral de lo que hay que hablar en el aula.

Ahora bien, la educación moral es un asunto complejo. Demonizar o criminalizar sin más a las drogas, como suelen hacer los profesores en plan policía (cuando no la propia policía en plan profesor) es perfectamente inútil. Cualquier adolescente intuye que las pasiones prohibidas nunca son tan malas como las pintan (si fueran tan malas no haría falta prohibirlas), y saben también que los adultos, desde los más cercanos hasta los más famosos, las usan a menudo. Negar que las drogas tienen cosas buenas (por ejemplo, que procuran estados psicológicos más o menos gratificantes) es una solemne estupidez. Y pensar que el miedo a la ley o a futuras e hipotéticas consecuencias para la salud van a determinar el juicio moral de los adolescentes es no conocerlos en absoluto.

El debate moral en torno al consumo de drogas ha de poner encima de la mesa, sin melindres ni prejuicios, valores y cuestiones trascendentales (no solo la salud, sino también el placer, la plenitud o el sentido mismo de la vida, que son mucho más importantes), y ha de analizar estos valores a fondo. Por ejemplo, ¿son la conciencia y la lucidez los que hacen plena a la vida, o son más bien la inconsciencia y las emociones fuertes?

Los filósofos solemos creer que lo que llena la vida de sentido es estar lo más despierto y sereno posible, pero nuestra cultura, que confunde la felicidad con la chispa de la Coca-Cola, y en la que hasta la inteligencia tiene que ser «emocional» para ser algo, piensa lo contrario, y promueve la adicción a todo tipo de drogas (el consumo compulsivo, la evasión televisiva, la dispersión internáutica, la adicción al trabajo… ) la mayoría de ellas, por cierto, bastante más alienantes que un porro o un cigarrillo. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo se vive humanamente mejor, con drogas o sin ellas? Esta es la cuestión, inevitablemente moral, para la que nos ha de preparar la escuela.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Lutero y los bulos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Hablemos brevemente de ese enigmático concepto que enarbolan los políticos de cualquier signo, sea con los aullidos de los caudillos ultras (¡viva la libertad, carajo!), los ecuménicos himnos de la izquierda, o los sutiles debates con que escurren el bulto los liberales de toda laya: el concepto de libertad. ¿Qué tendrá que ver este concepto con lo que pasa en el mundo, y especialmente con el viraje general, cada vez más claro, hacia posiciones descaradamente oligárquico-autoritarias? 

El problema de la libertad es una cuestión antropológica y metafísica que, como toda otra cuestión filosófica, resulta imposible tanto de resolver como de disolver. Por situarnos en nuestro tiempo, la modernidad ha entendido la libertad de múltiples maneras, negándola o confundiéndola casi siempre con algún tipo de determinismo, ya fuera el de las leyes naturales, el de la dialéctica histórica, el de los entramados del inconsciente o el de la propia geometría de la razón. Tan solo algún filósofo como Kant se atrevió a postular una cierta idea de autonomía ilustrada; pero una idea según la cual, si queríamos salvar nuestra libertad del mecanismo de la naturaleza, habíamos de someternos igualmente a la pura ley de la razón.

Dado este «impasse» filosófico, no es raro que nuestra época haya asociado la libertad a un voluntarismo de oscura raíz fideista y de exuberante y romántica copa nietzscheana, hasta el punto de que el sentido común confunda completamente la compleja idea de libre albedrío con su interpretación más superficialmente liberal: aquella que lo reduce a satisfacer nuestros sacrosantos y caprichosos deseos sin topar con demasiados obstáculos, reglas o razones que los limiten.

Ahora reparen en cómo esta noción de libertad fundada en el carácter irrestricto e irracional de los deseos puede proliferar tanto en regímenes oligárquicos de tradición totalitaria (como China o Rusia), como con otros de tradición más democrática (como los que prefiguran los EE. UU de Trump o la Argentina de Milei). Los primeros logran la conformidad de la gente asegurándoles las condiciones (seguridad, recursos, posibilidades de consumo) para la consecución, real o soñada, de sus caprichos materiales. Y los segundos, a los que el imaginario democrático y cultural no les permite legitimarse únicamente con el paraíso de «libertad» y baratijas de Aliexpress o Amazon, sustituyendo el ideal de autonomía ilustrada de la ciudadanía por su remedo voluntarista: el de la invención a capricho de la información y la realidad.

Así, lo que los viejos defensores de la ilustración llaman bulos o visiones «conspiranoicas», los nuevos evangelistas (como Elon Musk) lo llaman comunicación directa con la verdad. Se trata de un triunfo más del luteranismo.  ¿Qué es eso de erigir a periodistas o científicos para mediar con la Información, si cada persona es su propio medio y accede directamente a Ella? Con la ventaja de que esta «autonomía», a diferencia de la kantiana, no exige educación ni esfuerzo dialéctico alguno, sino solo la voluntad de poder opinar y la incitación al empacho y el onanismo desesperado que provoca la máquina de producir beneficios, deseos y, desde hace tiempo, «realidades» y deliciosa información-basura.

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