Fosa de la guerra civil excavada en Estépar (Burgos) con restos de 26 hombres |
Se asombraba hace unos días el hispanista Ian Gibson de que uno de los escritores más grandes de este país, traducido a todas las lenguas, y símbolo inconfundible de la cultura española en el mundo, siga enterrado en una cuneta. El genio de Federico García Lorca, capaz de una obra maestra tras otra durante los escasos veinte años de su carrera literaria, fue fulminado en la flor de su vida creativa por un pelotón de sicarios al servicio de golpistas y caciques locales hace ahora ochenta años. Que el Estado no haya movilizado, desde entonces, todos los recursos económicos, técnicos y humanos para localizar los restos del poeta español más conocido de todos los tiempos (de hecho, la última excavación ha tenido que recurrir al crowdfunding) es tan incomprensible e indignante como que tenga que venir una juez argentina a tratar de esclarecer los hechos que llevaron al asesinato político del escritor.
Así somos. Mientras la obra de Lorca
es estudiada en universidades de medio mundo, el pasado día 18,
ochenta aniversario del crimen, ni los informativos ni las
instituciones mostraron el más mínimo interés (solo unos minutos
al final del telediario de TVE) por el poeta que ha elevado el
prestigio de nuestro país infinitamente más que cualquier pódium
olímpico. Una muestra más del carácter siniestro, ruin y palurdo
de un país que, a veces, lamento llamar el mío.
Y no es la única. Desde que acabó la
guerra más de cien mil personas siguen enterradas en más de de dos
mil fosas comunes de las que solo se han exhumado, a duras penas y
con escasas ayudas, unas doscientas. Leo que España es el segundo
país del mundo con mayor número de víctimas de desapariciones
forzadas cuyos restos no han sido recuperados (el primer país es
Camboya). Para más lucimiento, el gobierno ha abandonado y
ninguneado a las asociaciones que reclaman la exhumación de las
fosas y la recuperación de la memoria histórica. Exhumaciones que
deberían producirse antes de que los familiares directos de las
víctimas, ya muy ancianos, sigan muriendo con el vivo dolor, no solo
de la pérdida, sino de años de humillación por no poder dignificar
la memoria de sus muertos. A ese dolor, igualmente sepultado por el
miedo a las represalias, se suma así la desidia, cuando no el
desdén, del gobierno (no hay más que recordar las repugnantes
declaraciones de Rafael Hernando, portavoz del PP, acusando a los
familiares de las víctimas de no tener otro interés que el del
dinero de las subvenciones). O el peor de los insultos: la pretensión
de pasar página, como si nada hubiera ocurrido, como si esos cien
mil muertos no fueran, también, víctimas del terrorismo de
un Estado fascista como el que se logró tumbar en Italia o en
Alemania, pero, ay, no en España.
Porque no solo se trata de aliviar el
dolor, sino de compensar la humillación y restituir la dignidad de
los asesinados y sus familias, muertas en vida en medio de un charco
de silencio y oprobio. Las víctimas de los fanáticos del otro bando
fueron enterradas con normalidad y todos los honores. Es justo que
también lo sean estas que dejamos olvidadas en las cunetas.
Rescatándolas de la fosa no solo les haremos justicia, también
dejaremos abierto un espacio en el que cimentar un régimen que ha
pasado, en estos últimos años, de consolidado a revisable
y desmenuzable. ¡Si queremos un país del que todos nos sintamos
realmente partícipes, empecemos por aquí! Hagamos de la
recuperación de la memoria una prioridad cultural e institucional.
No hace falta entrar en acusaciones hirientes sobre la sangre
derramada por unos y por otros. Asumamos lo que ocurrió, depuremos
las responsabilidades que sea justo y útil depurar, enterremos
solemnemente a todos los muertos, y convirtamos cada fosa
común en un monumento al que llevar a los escolares cada 18 de
julio, para que aprendan, y para que no olviden.
Y también, alguna vez, visitemos con
ellos la tierra de la vega granadina que sepulto a Federico, la única
que pudo saber de esa última obra que dejó a medio germinar la
enormidad de su talento. Hace unos días publicaron los periódicos
el asombroso hallazgo de un corazón conservado en el fondo de una
fosa excavada en Burgos. No se puede hallar una imagen más lorquiana
para recordar al escritor y los más de cien mil compatriotas
nuestros que yacen con él, solos y sin nombre, al pie de las
carreteras. La mayoría murió por la misma razón que el poeta: por
no saber acallar ni su corazón ni su conciencia. Ellos pueden hoy
descansar en paz. Nosotros, todavía no.