Algunos alumnos me confiesan, durante el curso o, más a
menudo, después de él (a veces, al cabo de los años), que la asignatura de
filosofía les despertó, en el bachillerato, a cuestiones antes impensables para
ellos. Algunos me han llegado a decir (sin duda, exageradamente) que antes de
dar clases de filosofía apenas habían “pensado de verdad” en nada. A muchos los
he visto cambiar de creencias, sufrir crisis religiosas, tener discusiones
inéditas con sus padres y amigos, en parte debidas (según ellos) a la filosofía. La inmensa mayoría de mis alumnos dicen salir de clase
desorientados, pero también expectantes de que, en la próxima sesión, logremos
profundizar y dar respuestas a las preguntas nuevas y radicales que han brotado
en el aula. Digo “radicales” porque afectan a la raíz de la existencia de cada
individuo. Pensar casi por primera vez en lo que es el mundo y uno mismo, en el
sentido de la vida, en la razón de las propias creencias, en lo que de verdad
es verdad y mentira, en el bien y el mal, en lo justo y lo injusto, sin
prejuicios, más allá de los tópicos al uso… Todo eso representa una
experiencia insustituible e inolvidable para muchos de mis alumnos. Incluso los
que aún no llegan a apreciar estos asuntos (no todo el mundo madura a la misma velocidad),
se quedan “tocados”, intuyen que algo muy importante se está cociendo en las
clases, y aunque no lo entiendan, entienden que ahí hay mucho por entender. Y
que en ese entenderlo está en juego su misma persona, su forma de estar en el
mundo...
¡Pensar! En clase de filosofía (en los trabajos, en los
ejercicios, en los exámenes de filosofía) hay que pensar. Gran parte de los
alumnos que me llegan a primero e incluso a segundo de bachillerato (y doy a
muchos, pues mi centro es de los más grandes) son supervivientes de la
burocracia educativa. Apenas han tenido que pensar en nada. Al principio se
incomodan por el cambio de costumbres. Están acostumbrados a memorizar
contenidos y a resolver más o menos mecánicamente problemas de tipo académico. Pero
no saben cómo “aprobar” filosofía. Vienen con un déficit de madurez (y no de
habilidad) intelectual natural, pues muy pocas veces se les ha estimulado a
pensar por sí mismos. La mayoría comienzan a hacerlo en filosofía por la sencilla
razón de que en ella se tratan asuntos íntimamente ligados con su vida: el
sentido de su existencia, la vida y la muerte, el valor de sus creencias, la forma de vivir, la relación con los
demás y con la sociedad, la libertad, el poder, la
injusticia, el compromiso político, etc., etc.
Pero no solo es pensar. Del otro lado de la misma moneda
está el diálogo: pensar con los demás. Los primeros diálogos en clase son, a
veces, incontrolables. La primera noción que tienen muchos chicos de lo que es "debatir con los demás" proviene de lo que ven en algunos programas de televisión: gritar,
interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las
semanas logramos construir un debate serio, profundo, respetuoso y fructífero
se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se
dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, intuyen que es más enriquecedor y fructífero resolver los problemas verbalizándolos, hablando sobre ellos, convenciendo y dejándose convencer... Tras esa experiencia noto que continúan charlando entre sí tras la clase. A veces me
cuentan que han seguido en casa, con sus padres, o que gracias a la discusión ha
sido un poco menos aburrida la tarde con los colegas de la pandilla.
Se me ocurren mil
cosas más para justificar las clases de filosofía. Al fin y al cabo somos seres
racionales, vivimos (y, a veces, morimos) por ideas, y desarrollar esa condición y conocer
las más grandes ideas que han parido o descubierto los filósofos bastaría para
justificar con creces la relevancia de la asignatura. Platón, Aristóteles,
Kant, Hegel, Marx o Nietzsche (entre otros) son los pilares de todo el
pensamiento europeo (incluyendo en él a la teología cristiana o la ciencia). Hasta el
positivismo antifilosófico actual no es más que una filosofía... Pero bastaría
con lo dicho: desarrollar el hábito de pensar y de dialogar en los adolescentes; lograr que adquieran herramientas para gestionar su incipiente sentido de la identidad y de su posición frente al mundo y a los demás… ¿Hay algo con más valor instrumental y, a la
par, algo más sustantivo para formar personas y ciudadanos?...
Y sin embargo,
así andamos, como otras veces, defendiendo lo obvio. El consuelo es que eso,
argumentar y convencer de lo que, por tan evidente no se ve a veces, es tarea
tradicional de la filosofía. Y también, me temo, el ir a contracorriente…