Si en Navidad se celebra la unidad entre lo trascendente (lo divino) y lo inmanente (el mundo), a través de la figura del Dios hecho hombre, en Año Nuevo se celebra algo parecido, si bien de menor enjundia ontológica (no por nada el rito del año nuevo es de una sacralidad más pagana que la Navidad).
En el Año Nuevo también se celebra algo trascendente y eterno: la propia estructura del tiempo, la raíz constante en todo cambio, el tema invariable de las anuales variaciones. Esa estructura es la teleología (la ley que todo lo explica en orden a fines), elemento ontológico cuya correspondencia psicológica es la voluntad o deseo: el eros o amor (imaginemos esas, entre míticas e históricas orgías de las antiguas celebraciones de año nuevo –que, por cierto, se celebraban en primavera, coincidiendo con la renovación del espíritu de la vegetación y la vida—, y del que los “cotillones” podrían ser una pálida sombra). Cada año, cada renovado giro del mundo, es una revitalización del mismo anhelo erótico: el deseo de plenitud, es decir, de unión con lo que nos falta, y, así, el triunfo sobre el tiempo y la muerte (sobre aquello que nos desune de nosotros mismos). Por eso nos empeñamos en renovar nuestros propósitos y fines. Todo ritual de año nuevo celebra el triunfo de la vida (el deseo) resucitada contra el mal sueño de la muerte y el sinsentido (la ausencia de fines).
Cada Nochevieja celebramos la verdad de lo eterno (o lo eterno de la verdad) contra la mentira del tiempo. Y esa verdad consiste en la realidad de lo Idéntico y Uno (del anhelo de identidad o unión -es decir: del amor-), contra la apariencia de lo diferente y múltiple. No hay más (no) tiempo que el "ahora" de esa amada consecución del fin (lo de los años y la novedad es espejismo y novelería).
Así sea. O, mejor: así es.
¡Feliz Año Nuevo a todos!
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