Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.
No hay nada peor para hundir a alguien que negarle la palabra, dejársela en la boca, no dirigírsela u oírla como el que oye llover. Diría que hasta es preferible, como mal menor, que te griten o te insulten. Quien te insulta no niega al menos tu humanidad (todo lo contrario: la reafirma como aquello que en un sentido u otro le interpela), mientras que quien te retira la palabra te convierte en un mueble, un espectro, en un cero absoluto a la izquierda.
Prueben a pensar (o a recordar) lo que se
siente cuando nos ignoran o marginan en una conversación, nos niegan la
posibilidad de explicarnos en asuntos que nos conciernen o nos impiden ejercer
el derecho a réplica. La experiencia es humillante, hasta el punto de que uno
llega a rumiar durante mucho tiempo el dolor y la rabia por verse ninguneado en
algo tan vinculado a la propia identidad como la manifestación pública de lo
que se cree o piensa.
Ahora bien, si marginar o ningunear al
que desea expresarse nos parece algo tan vejatorio, piensen lo que sería si le
prohibieran lisa y llanamente hacerlo. ¿No les parecería algo insoportable?
Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley
de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo
hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos – a no ser a
petición y con el permiso de sus «amos», se entiende –.
Es cierto que para ser individuo basta
con hablar con uno mismo, algo que puede hacerse en silencio, pero para ser una
persona plena – y no digamos un ciudadano digno – es imprescindible el uso
público de la palabra; solo así nos reconocemos mutuamente, analizamos objetivamente
los problemas, dilucidamos de forma dialogada los asuntos que nos importan y
nos unimos en el desahogo y la risa, la seducción y el goce, la protesta
colectiva o la creación compartida… Sea en el lenguaje que sea, sin ese «logos» común – que decían
los griegos – no somos más que una célula aislada, un monólogo idiota que no
lleva más que a la alucinación y la locura.
Y a esta locura y negación radical de la
personalidad es a lo que conduce la última medida de los talibanes, decididos,
fetua tras fetua, a convertir a las mujeres en silenciosas esclavas al servicio
de los varones. Aunque esto no solo es cosa de talibanes, todo hay que decirlo.
Lo que representa de modo radical el régimen afgano puede observarse con menor
intensidad (o mayor sutileza) en todos aquellos lugares en los que se margina a
las mujeres de los escenarios de representación y decisión colectiva.
Y ante todo esto lo último que debemos
hacer es callarnos. Dicen los filósofos que el mal radical es la voluntad de querer
la nada; pero no es mucho mejor ese nihilismo depresivo que opta por no
hacer ni querer nada. Hay que exigir que se reconozca como crimen contra la
humanidad el apartheid de las mujeres en Afganistán, obligar al gobierno
talibán a dar cuenta de sus crímenes, y facilitar toda la ayuda posible a las
miles de afganas exiliadas. Y hace falta también mirar alrededor en busca de
esas otras mujeres invisibilizadas y enmudecidas por violencias mucho más
cercanas a nosotros. Y para encontrarlas solo hay que hacer una cosa: dejarlas
hablar.
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