Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
No hay mayor exhibición de poder que
crear la realidad a golpe de palabras. Es lo que hacen dioses, literatos,
filósofos o… políticos. En el caso de los más tiranuelos (o en trance de
deificación) las palabras pueden ser especialmente inverosímiles (piensen en
las barbaridades y mentiras descaradas de Trump e imitadores). Pero no pasa
nada, pues los objetivos de la mentira mayestática son acrecentar el propio
poder («mi palabra es la ley», cantaba Vicente
Fernández) y promover la conformidad o fe ciega de
súbditos y creyentes («Credo quia
absurdum», decían los
teólogos más fideístas).
En un artículo reciente, el filósofo
Daniel Innerarity reflexionaba en cómo este uso político de la mentira conculca
la idea de que vivamos en la era de la «posverdad»: sin una
firme creencia en la verdad – dice – no cabría el respeto supersticioso por el
que se la salta con total impunidad (ni otros fenómenos concomitantes como el
de la polarización política). Yo añadiría que más que una negación de la
verdad, lo que prolifera en nuestra (nada original) época es la subordinación
de la verdad al poder: la verdad existe, pero se mide por su utilidad para
lograr conformidad, apoyos, victorias bélicas o logros personales.
Para combatir o equilibrar este
pragmatismo (que, llevado al extremo, amenaza a toda democracia que se precie)
se suele invocar a la educación, al diálogo y a la educación en el diálogo. Son
ideas razonables, pues un verdadero diálogo (y una verdadera educación) antepondrá
siempre la verdad al poder o, si quieren, no aceptará más poder que el de la
verdad (en tanto y cuanto se manifieste así para quienes participan de él).
Ahora bien, que la idea sea razonable no quiere decir que sea fácil de poner en
práctica.
Por lo mismo que el diálogo desmonta toda
exhibición o voluntad de poder, no puede darse allí donde se imponen el poder o
el deseo de este. Por ello es difícil que el diálogo crezca en entornos
públicos (parlamentos, redes sociales…) en los que la prioridad es la pura
confrontación por el poder (incluyendo el poder personal), o en otros que
parecen haberse contagiado de esta concepción pragmática de la verdad.
¿Qué hacer entonces? Para promover un
diálogo honesto que priorice la verdad sobre el poder hay que cultivar
primeramente ciertas virtudes públicas, como la humildad (el diálogo no es una
confrontación de egos…), la cooperación (… ni un torneo retórico), el rechazo a
toda violencia (… ni una negociación), el pluralismo (… ni un monólogo
camuflado), la empatía (…ni un diálogo de sordos) o una cierta «generosidad hermenéutica» (… ni el gozoso linchamiento del argumento del otro convertido en
hombre de paja). Pero además de estas virtudes, hay que exigir también un
mínimo de rigor epistémico, y esto nos devuelve al principio. El «es así “porque” lo
percibo, siento o digo yo» (en lugar del «es así “como” lo percibo, siento o digo yo
antes de que contrastemos datos y razones») no es solo una exhibición de poder
que impide toda dialéctica, sino, peor aún, una exhibición de casi la peor
mentira democrática que podamos concebir: aquella que pretende hacer pasar por
diálogo libre lo que no es sino una alienante exhibición de poder
individual – a imagen y semejanza del que teatraliza el tirano para demostrar
que lo es –.
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