miércoles, 5 de marzo de 2025

Humillación y poder

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El poder representa, en general, la fuerza o potencia para dar forma a las cosas. Y el poder político la capacidad para conformar la voluntad de la gente con respecto al orden establecido (o por establecer). ¿Cómo se obtiene este poder? Simplificando mucho, de dos maneras, habitualmente correlacionadas: por coacción y por convicción. El poder coactivo violenta la voluntad del sometido desde fuera, y el poder por convicción la mueve a conformarse desde dentro, «libremente». El primero se funda en amenazas y chantajes. El segundo en la persuasión retórica y los argumentos.

Ahora bien, entre la coacción y la convicción podemos encontrar otras fórmulas mixtas para obtener conformidad. Una de ellas es la seducción, y la otra – casi inversa – la humillación. La seducción genera un efecto cautivador que mueve al sujeto a conformarse voluntariamente sin necesidad de razones o palos. Las fórmulas de seducción suelen tener varios ingredientes: el de la belleza (como la de un discurso o la del arte puesto al servicio del poder y sus rituales), el de la emoción religiosa, o el de esa mezcla entre religión y arte que representan el imaginario y los mitos de una cultura.  

La otra fórmula mixta, de la que se habla muy poco, y de cuya utilización podemos ver una muestra casi perfecta en la actividad pública del nuevo presidente de los EE. UU, es la de la humillación. Como la seducción, la humillación mueve al sujeto a convencerse de su inferioridad frente al poderoso (y, por ello, a obedecerle), pero, a diferencia de la seducción, en la que la inferioridad se experimenta por contraste con una superioridad sentida como legítima (por la belleza o la condición divina o sobrenatural del que nos somete), en la mera humillación la sensación de inferioridad se logra por la exhibición de fuerza (en absoluto bella o divina) de alguien que es sustancialmente como nosotros. Así, mientras que la seducción parece estar más cerca de la convicción que de la coacción (aun cuando sea una convicción rendida a instancias irracionales y heterónomas, como ocurre en la pasión amorosa o la religión), la humillación parece más cerca de la coacción que de la convicción, en tanto el que humilla no es un dios ni una belleza superlativa, sino alguien como tú –– de ahí lo humillante – pero dueño circunstancial de la fuerza o los recursos.

Visto lo anterior, la conclusión es que el poder de la coacción y la humillación no puede ir tan lejos como el de la convicción y la seducción. Acciones y discursos tan zafios como los protagonizados por Trump y sus secuaces no deberían tener más éxito que el de un mediocre «reality show». Si, además, la apuesta proteccionista y neoimperialista escenificada por Trump no tiene el efecto económico para la clase media que esta espera (no se ve fácilmente cómo) o/y coloca al mundo al borde de un conflicto generalizado, su prestigio debería durar muy poco. La moneda está en el aire. Y si, caiga como caiga, sirve para despertar y fortalecer el poder – fundado en la convicción y la seducción – de la UE (es decir, de la realización menos imperfecta que conocemos del ideal civilizatorio occidental), pues mejor que mejor.