Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Todos hemos podido y querido morir de
amor durante la adolescencia. ¿Pero por un avatar? Hace unos meses un chico de
catorce años, residente en Orlando (USA), le propuso tiernamente a su amada
virtual – un «chatbox» creado por inteligencia artificial con el aspecto de Daenerys
Targaryen, la protagonista de Juego de Tronos –, que se reunieran en «casa»,
tras de lo cual tomo un revolver y se pegó un tiro.
La madre del chico puso recientemente una
demanda a la empresa de juegos de rol que facilitaba esta suerte de romance,
aunque lo cierto es que aquella avisaba regularmente a sus usuarios (tal vez no
con toda la contundencia necesaria) de que los personajes con los que trataban
eran virtuales y no reales. ¿Es la empresa responsable del suicidio? ¿O fue
este el efecto de una suma fatal de circunstancias y acontecimientos mucho más
complejos?
Por de pronto, ¿es imprescindible que sea
real aquello que te hace «morir de amor»? ¿Qué significa «real» en un contexto
amoroso? En este, como en todos los tiempos, el objeto de un enamoramiento
furibundo es a veces más ideal que real. Y no pocas veces completamente
engañoso. Los mitos, la literatura romántica o la mística religiosa están
repletas de muertes, suicidios y mortificaciones en virtud de amores imposibles
de satisfacer en este mundo. La empresa que procura intercambios virtuales con
esos atractivos engendros no es, pues, la responsable de estos enamoramientos
trágicos, sino solo el marco novedoso en que acontecen ahora.
Otro factor a tener muy en cuenta es la
situación actual de las nuevas generaciones. El incremento de problemas
mentales no es una milonga, ni fruto de la debilidad de carácter. El mundo
siempre ha sido más o menos brutal, pero el que se les muestra hoy a los
jóvenes es especialmente incierto y solitario. La mayoría de ellos está
convencida de que entrar al mercado de trabajo será cada vez más difícil
debido, entre otras cosas, a la inteligencia artificial; la mitad cree que
tendrá que mudarse por el cambio climático; y muchos otros dudan seriamente (y
con razón) de que vayan a poder disfrutar de un jubilación como la de sus
abuelos. A esto, y a las torturas propias de una adolescencia prolongada hasta
los treinta años, se le suma la ruptura de vínculos reales propia de un
universo cultural en el que priman el exhibicionismo narcisista y la
experiencia aislada del mundo.
Todo esto no justifica nada, pero ayuda a
comprender y a evitar casos como los del chico de Orlando. Exigir mayores
medidas de protección de menores a las empresas tecnológicas está muy bien.
Pero esto puede ser una cortina de humo que oculte los verdaderos problemas y
las soluciones – de mucho mayor calado político – que deben articularse: la
restauración del pacto intergeneracional, un compromiso más contundente contra
el cambio climático y por último, pero no menos importante, una buena educación
ética y en valores que nos ayude a dominar adicciones, reorientar la
convivencia, y afrontar de una forma más madura y constructiva los avatares del
amor.
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