Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Nuestros abuelos y abuelas tenían el alma y el cuerpo atados al trabajo. Con trece o catorce años estaban ya bregando en el taller, la casa o el campo, por lo que a la mayoría no les daba la vida más que para ir tirando, sin tiempo para desarrollar cuitas, dudas, disquisiciones íntimas o problemas mentales. Solo unos pocos disponían del tiempo libre suficiente como para «darle a la cabeza», actividad para la que contaban con sólidas creencias religiosas o – los más exquisitos – con un poso de cultura humanística y filosófica (transmitido en la educación media) con el que afrontar el maremágnum mental que nos asalta a todos en cuanto nos libramos de las urgencias cotidianas.
Pero en apenas un siglo las cosas han
cambiado mucho. La gente trabaja menos y vive más; tiene más tiempo para
pensar, para hacerse preguntas y para percibir la inconsistencia y
arbitrariedad de las respuestas que tenemos a mano. Con el agravante de que ya no dispone
de los dogmas religiosos o la rigurosa formación humanística y filosófica con
que se contaba antes para orientar u organizar la siempre compleja experiencia
psíquica.
A esta ausencia de referentes firmes o de
brújulas culturales, se le suman el tsunami de sobreestimulación desorganizada
(y, a veces, hiperespecializada y críptica) en que se ha convertido la
información; la pérdida de espacios comunitarios en los que compartir
reflexiones de forma franca y sin exhibicionismos mediáticos; la «autoexplotación» mental a la
que nos sujetamos para generar y difundir constantemente resultados
estandarizables; o la inestabilidad y movilidad acelerada a la que sometemos nuestra propia vida personal…
¿A quién puede extrañar, pues, la eclosión actual de desórdenes mentales? Tanto es ese desorden que nos agarramos a casi cualquier producto ideológico que parezca firme y consistente (la demagogia de ciertos comunicadores estrella, la cháchara esotérica de terapeutas «alternativos», o las proclamas fascistoides de los líderes populistas).
Pero fíjense que a veces no hace falta mensaje ideológico alguno. Me enteré hace poco de que hay miles de internautas enganchados a contemplar durante horas vídeos de gente haciendo tareas rutinarias como estudiar, limpiar, hacer maletas… ¡o incluso dormir! Se llama, esto último, sleep streaming, y está marcando tendencia...
¿Qué se busca con estas nuevas filias? ¿Evadirse de un modo más realista? ¿Relajarse contemplando la repetición hipnótica de ciertos gestos o reacciones humanas, como hacen los niños? ¿Evitar novedades que nos obliguen a reorientar nuestras ideas, como hacemos los mayores? ¿O más bien introducir un mínimo de orden y concentración en cabezas incapaces ya de rezar o pensar con un mínimo de confianza, orden o rigor? Igual son «cosas de viejo», pero me parece estar presenciando a una multitud cada vez mayor de personas sin más recurso para «domar» esa invencible fiera que es la mente que el mando a distancia o el pulgar con el que pasar de un vídeo a otro en el móvil. ¿Nos estaremos volviendo realmente locos?
Profundo e intelectual como siempre. Humildemente me gustaría añadir que las normas , cada día más sé que solo para las operaciones matemáticas, para el resto todo sigue muy relativo, ya lo apunto el genio del siglo pasado: Albert Einstein
ResponderEliminarDisculpa los errores ortográficos
ResponderEliminarAnónimo7 de mayo de 2025, 20:00
ResponderEliminarProfundo e intelectual como siempre. Humildemente me gustaría añadir que las normas, cada día más, solo están para las operaciones matemáticas, para el resto todo sigue muy relativo, ya lo apunto el genio del siglo pasado: Albert Einstein
Me parece una interesante aportación. Muchas gracias!
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