El gobierno de
Extremadura cumple su promesa de promulgar un nuevo decreto para
educación secundaria que substituya al aprobado, a última hora, y
estando ya en funciones, por el gobierno anterior. Como medida
paliativa, y en tanto no se deroga la LOMCE, era lo que se tenía que
hacer para minimizar el caos y el daño que está provocando la
llamada Ley Wert en el tejido educativo extremeño.
Es también elogiable
que, en esta nueva andadura, la Administración haya tenido a bien
algo que tendría que ser práctica habitual a la hora de
confeccionar una ley de educación: dejarse aconsejar por sus
protagonistas. Esta consulta a la comunidad educativa, cuyas
sugerencias han sido, en su mayor parte, atendidas, ha sido un primer
paso. Pero solo el primero. Dicho asesoramiento debería ser mucho
más frecuente, y su desarrollo estar expuesto, en lo sucesivo, al
debate público.
Entre las novedades del
decreto, la que más atención mediática ha recibido es la reducción
de las horas de religión católica. Que una materia tan polémica (e
injustificable para muchos) se reduzca a su horario mínimo legal –
como pasa incluso en las comunidades controladas por el gobierno
central – parece algo bastante sensato. Tanto, que los propios
representantes del colectivo de profesores de religión han preferido
interpretar esta reducción como una afrenta laboral antes que como
un asunto ideológico. Pero, claro, por lamentables que sean los
problemas laborales de un grupo de profesores, estos no deben
determinar en ningún caso la política educativa, ni el diseño de
un currículo. Los profesores de religión se quejan, además, de que
no pueden dar otras materias. ¡Estaría bueno! Su acceso a la
docencia es por elección directa del obispado, y no porque hayan
superado ningún proceso selectivo que los capacite – como a todos
los demás profesores de los centros públicos – para enseñar
algo más que la doctrina católica.
Otra novedad del
decreto, digna de celebración, es la recuperación de la educación
ética y cívica. Contrariamente a lo que algunos creen, ni la
materia de Ética, ni la de Educación para la ciudadanía,
tienen como fin adoctrinar a los alumnos, sino lograr que estos
conozcan y analicen crítica y racionalmente los principios y valores
en los que se asientan nuestras sociedades democráticas (y que no
son otros que los que se expresan, explicita o implícitamente, en la
Declaración de los Derechos Humanos). La materia de Ética, además,
como rama que es de la Filosofía, persigue una reflexión general en
torno al concepto de valor y a los distintos sistemas morales, sin
optar, dogmáticamente, por ninguno. Es el alumno, en última
instancia, el que tiene que escoger y justificar sus principios
morales. Esta educación ética y cívica, para todos los alumnos,
está presente como materia común en todos los países de la UE (y
en casi todos ocupando bastante más de una única hora lectiva, que
es lo que va a tener en el nuevo currículo). Y lo está por expresa
recomendación del Consejo y el Parlamento de Europa. Es obvio: una
comunidad de personas no es viable sin que todos sus miembros
compartan unos principios y valores mínimos o, al menos, una misma
manera – racional, argumentativa – de tratar con ellos. En este
sentido, y muy oportunamente, el diseñador del decreto lo ha
concebido de forma tal que los alumnos que escogen Religión católica
tengan que impartir, también (y no en vez de) Ética
en el bachillerato. La razón es, de nuevo, la misma: sin valores o
procedimientos comunes (sino solo con los valores de cada grupo
religioso, nacional, político...), la convivencia democrática acaba
por tornarse imposible.
El nuevo decreto
educativo aumenta igualmente el peso de las materias troncales
(Historia, ciencias, idiomas...), aunque al precio – inevitable –
de disminuir un tanto las horas de otras materias (Plástica o
Música pierden algunas horas – algo que podría equilibrarse
reduciendo o desdoblando grupos, algo muy oportuno en materias que
exigen una atención muy individualizada al alumno –) . Otra medida
estrella del decreto es el retorno de la Historia de la filosofía al
segundo curso de bachillerato, como materia común de tres horas, tal
como había permanecido en la legislación educativa española –
antaño, incluso con más carga horaria – desde los años de la
transición, y tal como se ha hecho en otras comunidades. Resultaba
de todo punto escandaloso que los alumnos de cualquier modalidad de
bachillerato titularan y acudieran a la universidad sin conocer las
ideas de Sócrates, Platón, Kant, Marx o Nietzsche, entre muchos
otros; más que nada porque en las ideas de esos gigantes (y en la
dialéctica entre las mismas) se encuentra la placa tectónica
en que se asienta (con sus choques, grietas y eclosiones más o menos
volcánicas) toda nuestra civilización – y porque casi no hay
grado universitario que no cuente con alguna de esas ideas
fundamentales en sus asignaturas más teóricas –.
Hay que alegrarse,
pues, de que la Consejería y el Gobierno extremeño, cumpliendo con
sus compromisos con la comunidad educativa, hayan dado este paso
adelante. El nuevo decreto añade, además, la recuperación de las
medidas de atención a la diversidad en todos los cursos de la
secundaria obligatoria (suprimidos parcialmente por la LOMCE), la
intención de apostar por una nueva metodología en la enseñanza de
idiomas (distinta a la vieja e ineficaz gramática parda), o la
aparición de materias nuevas, dedicadas al deporte, o a las técnicas
de investigación. Apenas se podía hacer más en un marco tan
estrecho y tan opuesto a la educación en valores, al pensamiento
crítico, o a las nuevas pedagogías, como es la LOMCE. La guinda del
pastel sería que el gobierno extremeño, junto a las demás
comunidades y los rectores universitarios, y como ya han empezado a
hacer, acabaran de desmantelar el siniestro cadalso de las reválidas,
las mismas que pretenden convertir a los alumnos en una especie de
opositores a notarías, y a los profesores en meros preparadores de
exámenes. La educación no tiene nada que ver con eso.
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