Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
En la tiranía extraña y próxima que
retrató George Orwell en la novela «1984» (escrita en 1950) andaban ya
pululando todos los estigmas de nuestro tiempo: la vigilancia de las pantallas,
la manipulación extrema del lenguaje, las noticias falsas, la polarización como
mecanismo de control… Pero hay uno que siempre me ha llamado la atención y que
entronca también excepcionalmente con nuestra época: el de la estandarización
completa de la creación artística.
Como tal vez recuerden, en la inquietante
distopía orwelliana el siniestro Ministerio de la Verdad contaba con máquinas
que componían novelas, obras de teatro, películas y canciones para consumo de
las masas. Para ello bastaba con introducir en el mecanismo ciertas variables
temáticas (pasiones y decepciones amorosas, sexo, sucesos morbosos…),
aplicarles un «versificador» automático (esto solo para la poesía y las
canciones), y organizarlas bajo estructuras narrativas o musicales simples. Los
«proles» (que es como se llama en la novela a las clases populares) se volvían
locos por estos engendros.
¿No les suena esto familiar? Si alguien
observara con distancia el prolífico y vertiginoso mercado editorial o musical
actual, podría sospechar que hay por ahí detrás cientos de máquinas como las
imaginadas por Orwell produciendo libros, películas y canciones en serie para
consumo masivo. Es cierto que esto de producir maquinalmente romances,
folletines o espectáculos comerciales no es algo nuevo; pero la capacidad
industrial y tecnológica para hacerlo es hoy tan increíblemente potente que hasta
podría prescindir completamente de agentes humanos. ¿Por qué no va a poder componer
una novela, una canción o una película de éxito una aplicación de inteligencia
artificial (IA) como ChatGPT? Piensen en la mayoría de los best
sellers que han leído y en lo que se parecen entre sí; o en las
tropecientas mil canciones pop recreadas de nuevo cada temporada; o en las
cientos de películas románticas o de machotes justicieros, completamente
previsibles, que ofertan las plataformas de streaming. ¿Qué hay en todo
ello que no pueda hacer una máquina?
Algunos dirán que esos productos no son
realmente obras de arte, y que estas sí que son imposibles de crear por
sistemas de IA, pero esto es poco más que un brindis retórico al sol. ¿Alguien
sabe, acaso, qué es y qué no es «arte» y por qué no puede escribir una máquina
algo como, por ejemplo, el Ulises de Joyce? Si se trata de combinar
información según ciertas estructuras narrativas a partir de intuiciones
estéticas provenientes del entorno cultural, tan preparado podría estar James
Joyce como un programa bien entrenado de IA. ¿Quién notaría la diferencia?
A todo esto los más románticos luditas
solo saben oponer el viejo arcaísmo del aura: hay «algo», un «no-se-qué»
fetiche y mágico en la obra humana. A esta extraña e invisible «cosa», si no
les diera vergüenza, le podrían volver a llamar «alma». Y quizás
tuvieran razón. Pero entonces habría que pasar de la pregunta por el arte a la
no menos mistérica y magnífica sobre el alma… ¿Quién se atreve con ellas?
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