Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La única razón que se esgrime para justificar este ejercicio
«adultocéntrico» del poder es la misma que se emplea para rechazar que
se pueda votar desde los dieciséis años (algo que se ha vuelto a debatir estos
días en el Parlamento). La susodicha razón es que los jóvenes de dieciséis o
diecisiete años son presuntamente inmaduros para participar en política,
un argumento completamente capcioso que ya se empleó, siglos ha, para negar el
derecho al voto a las clases populares o a las mujeres. De ellas también se
decía entonces (igual que de los jóvenes ahora) que eran inmaduras, maleables,
poco hechas a asumir responsabilidades y emocionalmente inestables…
El argumento es obviamente falso. Pero conviene desgranar
los motivos. El primero es que se funda en una determinación completamente
arbitraria de lo que supone ser «moral o políticamente maduro» (una
determinación que inexplicablemente se deja en manos de neurólogos o
psicólogos, como si estos tuvieran competencia alguna para definir qué sea lo «moral»).
Y el segundo es que, independientemente de esta falaz presunción, la inmensa
mayoría de los estudios (justamente científicos) coinciden en que los jóvenes
entre dieciséis y dieciocho años tienen, como mínimo, la misma capacidad para
pensar lógicamente, argumentar y tomar decisiones racionales que los adultos…
Por supuesto, se puede argüir que los jóvenes de diecisiete
son más impulsivos y «emocionales» (o incluso «radicales», como he leído por
ahí). Del mismo modo que se puede decir que los ancianos son por lo general más
conservadores, los ciudadanos sin estudios más influenciables, o los adultos de
clase media-alta más moderados… ¡Puestos a hacer generalizaciones! Ahora bien, ¿invalida esto el derecho al voto
de los ancianos, las personas sin estudios o los ciudadanos acomodados? De
ninguna manera. Se supone que la democracia se funda precisamente en considerar
los intereses y deseos de todos, estén influidos por lo que estén influidos. ¿y
por qué habría de ser peor estar influido «por las hormonas» que por el afán
(no menos emocional) de defender tus intereses de clase?
Frente al pésimo argumento de la presunta “inmadurez” moral
de los jóvenes encontramos, sin embargo, un elevadísimo número de razones a
favor de disminuir la edad para votar. La primera es obvia: si los jóvenes de
dieciséis años pueden emanciparse, trabajar, dar consentimiento médico, casarse
o ser penalmente responsables, ¿por qué no van a poder también votar? ¿Por qué
motivo vamos a considerarlos «maduros» para formar una familia o trabajar, pero
no para elegir a aquellos que les gobiernan?
Otro buen argumento a favor de facilitar el voto a los más
jóvenes es el de promover su compromiso con el ejercicio activo de la
ciudadanía, evitando o disminuyendo desde su raíz la desafección política (de
hecho, en algunos de los países europeos en que se ha instaurado la medida –
como Escocia o Austria – ha aumentado notablemente la participación y el
compromiso cívico de los jóvenes).
En tercer argumento es que el acceso al voto de un mayor
número de gente joven incrementaría su capacidad para defender sus legítimos
intereses (en un contexto económico que les es, además, muy desfavorable) frente
a los de una mayoría de adultos y ancianos que, por razones políticas y
demográficas, acumulan hoy todos los privilegios y resortes del poder.
Hay finalmente otro dato fundamental, al que tengo, por mi
oficio, un acceso privilegiado. Después de trabajar veinticinco años con
jóvenes (con jóvenes, precisamente, de entre dieciséis y dieciocho años), puedo
asegurar que el grado de preocupación por los verdaderos problemas políticos
(como la injusticia, la guerra, la desigualdad, los derechos civiles, etc.), o
la capacidad para dialogar o evaluar ideas nuevas, son siempre mayores entre
mis alumnos y alumnas que entre gran parte de los adultos que conozco, que o
bien «pasan ya de todo», o bien solo se preocupan de aquellos asuntos públicos
que afectan a sus particulares intereses o que interfieren con sus más
obsesivos prejuicios.
Y sí, podemos sonreír con altivez y pensar que esos jóvenes
de los que hablo son unos ingenuos. Pero, aunque así fuera, un sistema político
también necesita del voto de los más ingenuos e «idealistas» (que no
necesariamente «radicales»). Es decir, de aquellos que, a diferencia de mucha
gente mayor, aún pueden mirarse al espejo y darse moralmente la absolución sin
demasiados aspavientos retóricos.
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