La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) |
Los aficionados al flamenco tienen una
jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que
dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una
frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada
lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el
recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.
Pues bien, al discurso racional le pasa
como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone
pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los
bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel
mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la
atención.
Diríamos que eso mismo que exige la buena
música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate
público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que
pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea
más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se
negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero
hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración
democrática.
Frente a las tendencias «neoluditas» contra las
redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y
degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización
del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que
procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance
democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir
en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace
falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que
complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin
duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».
Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura.
Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de
entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan
distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y
transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del
revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto.
Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario