jueves, 12 de septiembre de 2024

Acallar a las mujeres

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

No hay nada peor para hundir a alguien que negarle la palabra, dejársela en la boca, no dirigírsela u oírla como el que oye llover. Diría que hasta es preferible, como mal menor, que te griten o te insulten. Quien te insulta no niega al menos tu humanidad (todo lo contrario: la reafirma como aquello que en un sentido u otro le interpela), mientras que quien te retira la palabra te convierte en un mueble, un espectro, en un cero absoluto a la izquierda.

Prueben a pensar (o a recordar) lo que se siente cuando nos ignoran o marginan en una conversación, nos niegan la posibilidad de explicarnos en asuntos que nos conciernen o nos impiden ejercer el derecho a réplica. La experiencia es humillante, hasta el punto de que uno llega a rumiar durante mucho tiempo el dolor y la rabia por verse ninguneado en algo tan vinculado a la propia identidad como la manifestación pública de lo que se cree o piensa.

Ahora bien, si marginar o ningunear al que desea expresarse nos parece algo tan vejatorio, piensen lo que sería si le prohibieran lisa y llanamente hacerlo. ¿No les parecería algo insoportable? Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos – a no ser a petición y con el permiso de sus «amos», se entiende –.

Es cierto que para ser individuo basta con hablar con uno mismo, algo que puede hacerse en silencio, pero para ser una persona plena – y no digamos un ciudadano digno – es imprescindible el uso público de la palabra; solo así nos reconocemos mutuamente, analizamos objetivamente los problemas, dilucidamos de forma dialogada los asuntos que nos importan y nos unimos en el desahogo y la risa, la seducción y el goce, la protesta colectiva o la creación compartida… Sea en el lenguaje que sea, sin ese «logos» común – que decían los griegos – no somos más que una célula aislada, un monólogo idiota que no lleva más que a la alucinación y la locura. 

Y a esta locura y negación radical de la personalidad es a lo que conduce la última medida de los talibanes, decididos, fetua tras fetua, a convertir a las mujeres en silenciosas esclavas al servicio de los varones. Aunque esto no solo es cosa de talibanes, todo hay que decirlo. Lo que representa de modo radical el régimen afgano puede observarse con menor intensidad (o mayor sutileza) en todos aquellos lugares en los que se margina a las mujeres de los escenarios de representación y decisión colectiva.

Y ante todo esto lo último que debemos hacer es callarnos. Dicen los filósofos que el mal radical es la voluntad de querer la nada; pero no es mucho mejor ese nihilismo depresivo que opta por no hacer ni querer nada. Hay que exigir que se reconozca como crimen contra la humanidad el apartheid de las mujeres en Afganistán, obligar al gobierno talibán a dar cuenta de sus crímenes, y facilitar toda la ayuda posible a las miles de afganas exiliadas. Y hace falta también mirar alrededor en busca de esas otras mujeres invisibilizadas y enmudecidas por violencias mucho más cercanas a nosotros. Y para encontrarlas solo hay que hacer una cosa: dejarlas hablar.

 

 

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Los miserables

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Dice el Papa que el rechazo al inmigrante es pecado. Y el Banco de España que hacen falta muchos más inmigrantes para sostener económicamente al país. ¿Entonces? Si la llegada de inmigrantes no genera más que ganancias (celestiales y terrenales), ¿a qué viene tanto alarmismo histérico, con invocaciones al Ejército incluidas? La respuesta está clara: el miedo al inmigrante reporta votos, y hay quienes no tienen el menor escrúpulo en criminalizar a los más débiles e indefensos para lograr esos votos.

Hay que recordar de nuevo que la inmensa mayoría de los inmigrantes vienen a este país a hacer los trabajos – los más duros, ingratos y mal pagados – que ya no queremos hacer los nativos. Hablar de deportaciones masivas no solo es, pues, moralmente repugnante, sino de una hipocresía que clama al cielo: ¿quién quiere realmente expulsar a los mismos que cuidan a nuestros padres e hijos, limpian nuestras casas, asfaltan nuestras carreteras, nos sirven en el bar, recogen nuestras cosechas o dan un poco de vida a nuestros pueblos moribundos?

Algunos se empeñan en subrayar que su inquina es contra la inmigración ilegal, pero esto es otra muestra insoportable de cinismo y falta de empatía. La inmigración ilegal (de la que tanto se aprovechan algunos) es producto de la necesidad, no de una malvada elección de los inmigrantes. Todos sabemos que apenas existen cauces practicables para la inmigración legal, y todos sabemos que, de estar en el caso de esos inmigrantes, haríamos exactamente lo mismo que ellos…

Es igualmente confundente la constante alusión a las mafias, como si ellas fueran la causa de la inmigración ilegal y no simples parásitos que se aprovechan de ella. Hablar continuamente de mafias solo sirve para desviar la atención de las verdaderas causas sociales, económicas y políticas del fenómeno migratorio.

Y finalmente está el peor y más peligroso ardid: el de ocultar dichas causas bajo la retórica nacionalista. Así, desde la perspectiva de algunos, la inmigración no va de gente deseosa de prosperar huyendo de la miseria y la guerra (¡como hacíamos nosotros mismos tiempo ha!), sino de extraños que vienen a subvertir nuestras costumbres y a acabar con la cultura patria. Este planteamiento mendaz demuestra, por cierto, el tipo de trabajador que ciertas élites desearían realmente: uno que no solo trabajara por lo mínimo y en condiciones precarias, sino que además se sometiera sin rechistar a las costumbres y creencias de sus «amos».

La llegada de inmigrantes puede ser, en fin, un asunto complejo y problemático, pero que hemos de abordar constructivamente, no solo por razones morales, sino por la cuenta que nos trae, evitando planteamientos demagógicos, hipócritas y falaces, más aún cuando con ellos se juega con la dignidad y el porvenir de personas desesperadas que no vienen más que a trabajar para nosotros. La miseria material no se elige, la moral sí. No seamos moralmente más miserables que los que, en sentido material, no pueden elegir no serlo.

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