viernes, 22 de febrero de 2013

La disensión: cauces legales y cauces legítimos.

¿Hay derecho a saltarse el derecho? ¿Es legítima, en algún caso, y en el marco de un régimen democrático, la ilegalidad? Continuo con el siguiente extracto del capítulo que escribí para el libro colectivo  Reflexiones sobre el #25S (Ed. Manuscritos. Madrid, 2013).  






En la Democracia han de existir vías de comunicación efectiva entre el soberano (el pueblo) y sus ministros o representantes (el gobierno), estas vías son parte sustancial de la organización del Estado y se consideran independientes e inmunes con respecto a las acciones particulares del gobierno (son competencia directa del pueblo, solo él podría cambiarlas o reformarlas). Una parte importantísima de estas vías tienen como objeto servir de cauce a las disensiones que los ciudadanos mantienen con el gobierno y han de ser útiles para expresarlas y para darles respuesta. Pues bien, a nuestro juicio, estas vías de disensión pueden y deben ser, en toda democracia, de dos tipos: cauces estrictamente legales (pero de insuficiente legitimidad), y cauces insuficientemente legales (pero estrictamente legítimos). Veamos esto con más detalle.

Los cauces estrictamente legales (y su insuficiente legitimidad).

En todo democracia hay cauces estrictamente legales o democráticos (pero cuestionablemente legítimos –y legítimamente cuestionables-- en un sentido Democrático) de manifestar el disenso y la crítica. Dichos canales son de carácter sustantivamente procedimental, y son, por tanto, sustantivamente insuficientes cuando lo que se cuestiona son los propios procedimientos (Por ello no tiene validez la común objeción a acontecimientos como los del 25S, según la cual hay cauces legales suficientes para formalizar las “quejas”. Obviamente esto no es válido cuando de lo que la gente se queja es de la propia validez o legitimidad de dichos cauces). Pues bien, ¿cuáles son estos cauces legales o democráticos? A saber: Votar cada cuatro años; participar en un partido político o crearlo; hacer llegar tus reclamaciones al grupo parlamentario que más te representa para que actúe en consecuencia; recoger firmas con que autorizar una “iniciativa legislativa popular”; acudir al defensor del pueblo; recurrir a los tribunales; remitir artículos a los periódicos (o solicitar ser invitado a un debate televisivo); convocar y participar en manifestaciones, huelgas y otros actos reivindicativos, previamente supervisados y autorizados por el gobierno, etc., etc. Ahora bien, ¿son suficientes o suficientemente legítimos tales cauces legales? En un sentido Democrático, no, ni lo son de hecho (como todo el mundo sabe, incluso los que hipócritamente los defienden como el sancta sanctorum de la legitimidad democrática), ni lo son por principio, pues por principio (o definición) toda democracia es imperfecta, y todo en democracia es cuestionable (menos las condiciones de esa misma permanente cuestionabilidad). Así, es fácil dudar de la validez democrática de todo lo anterior: El voto ocasional no supone un compromiso o contrato serio entre gobernante y gobernados (el voto parece ser una carta blanca, por la que es lícito saltarse la ya de por sí ambigua letra del “contrato” electoral); ni la estructura de los partidos –ni la de la partitocracia que rige sus intervalos de gobierno- permite que ciudadanos anónimos participen, por más indirectamente que sea, del juego parlamentario; no existen procedimientos racionales y transparentes (es decir, Democráticos) para que los mismos anónimos ciudadanos accedan con normalidad (no de manera anecdótica) a los medios de comunicación de masas; la mayoría de la gente no tiene recursos para fundar un partido político o una emporio mediático que pueda competir con los que los ya establecidos y financiados por minoritarios grupos de presión; las denuncias al defensor del pueblo o los tribunales (solo parcialmente independientes del ejecutivo) o las  recogidas de firmas pocas veces (o más bien ninguna) han modificado sustancialmente la política del país; ni las manifestaciones o huelgas, por muy masivas o generales que hayan sido, han hecho siempre o necesariamente mella en la política del gobierno (el caso de la guerra de Irak, con casi el 90% de la población manifiestamente en contra, es solo un ejemplo reciente de esto último).

Los cauces insuficientemente legales (y su estricta legitimidad).

Justo porque la democracia no es (no puede ser) perfecta es por lo que resulta legítimo en sentido Democrático (aunque cuestionablemente legal, en un sentido democrático) plantear otro tipo de cauces para el disenso. Estos no son de carácter “sustantivamente procedimental”, como los anteriores, sino, al revés, de carácter procedimentalmente sustantivo, en cuanto que lo que ponen en cuestión es, directamente, la legitimidad de los procedimientos de disensión y cuestionamiento de las normas (y, por tanto, indirectamente, la legitimidad misma del régimen, es decir, de la democracia –no de la Democracia—). Pretender que estos procedimientos reivindicativos sean estrictamente legales es, como dijimos, un absurdo, pues suponen pretender que la gente actúe conforme a las formas de actuar que justamente rechazan (esto lo sabe todo el mundo, aunque hipócritamente simulen no saberlo los que acuden a la argucia demagógica, mencionada antes, de afirmar que en democracia siempre hay medios suficientes para formalizar legalmente la disensión). Este otro cauce reivindicativo comprende un sinfín de actividades. Por ejemplo: La movilización o la huelga no autorizada (convocadas por medios no controlados aún por el gobierno o sus medios de comunicación, como es el caso de las redes sociales); ciertas acciones puntuales de valor simbólico (interrumpir un acto institucional televisado, por ejemplo, esgrimiendo una pancarta, o rodear el congreso); otras, simbólicas pero menos puntuales, como las que protagonizó el movimiento 15M (tomar las plazas públicas y reivindicarlas como el símbolo –originario, además— que son de la Democracia, es decir, del lugar del debate público, del intercambio de ideas, etc.); medidas menos simbólicas pero con efectos más tangibles, como la ocupación de viviendas abandonadas, la obstaculización de desahucios, la objeción fiscal, la creación de plataformas de información y educación “alternativas” (es decir, no sujetas a estrictos criterios gubernativos ni a los monopolios mediáticos), el establecimiento de redes productivas o comerciales no regladas o legalizadas, el boicot a entidades bancarias o empresas, etc., etc. ¿En qué sentido y hasta qué punto son legítimas todas estas actividades? ¿Por qué defendemos que todas ellas suponen un cauce legítimo (aunque no estrictamente legal) para las disensiones en una sociedad democrática (y por lo cual nadie debería descalificarlas ni temerlas a priori como –según el gobierno y otros muchos las definen— una exaltación de anarquismo lúdico por parte de unos cuantos bárbaros incívicos, o como la rabieta descontrolada de una minoría de radicales desinformados que, justamente, no se ven representados en las instituciones –porque no han sido votados ni, incluso, creen en ellas—)? A nuestro juicio (que quizás no es nuevo ni original, pero que conviene repetir aquí y ahora), la legitimidad Democrática (de un acto reivindicativo o de cualquier otra actividad de cariz político) tiene dos componentes, que venían ya predefinidos en la noción de Democracia enunciada al principio. (1) Su respaldo popular, que es un criterio obviamente cuantitativo; según este, tiene mayor legitimidad la acción, medida, etc., que cuenta con mayor apoyo explícito por parte de la ciudadanía (una vez objetivamente informada, con suficiente capacidad de criterio, etc.). Y (2) su valor, cabe decir, ideológico, en cuanto fomenta o promueve aquello que es condición sustancial del procedimiento democrático (y, por tanto, consustancial a toda democracia). Y esto último también en dos sentidos (uno más procedimental y otro más sustantivo). (2.1.) En el sentido de promover la racionalidad, la autonomía de criterio, la responsabilidad individual y, en suma, la capacidad de diálogo, con todos los valores que le van aparejados a dicha capacidad (la honestidad intelectual, el respeto al otro, etc.), y también con toda la controversia que le es inherente (hasta dónde ha de llegar nuestro respeto al otro, sea ese otro la mayoría de la que disiento o la minoría que disiente)tr. Y (2.2.) en el sentido de promover la circulación, libre, crítica y argumentada, de información y de ideas; esto es, en cuanto promueve el debate y la creación de opinión. Estos dos componentes (el segundo a su vez doble) de legitimidad de cualquier acción política Democrática (el respaldo masivo y el valor ideológico) se implican mutuamente: no hay respaldo masivo legítimo ni posible sin la formación dialógica ni la información ideológica necesarias (es decir, sin debate ni sin ideas que formen y muevan la voluntad popular), y no hay ideas políticas legítimas sin que la voluntad popular decida aceptarlas. Ahora bien, esta implicación no es totalmente “simétrica”, como insinuábamos al principio. La voluntad popular legitima ciertas ideas, pero no legitima a todas las que tienen legitimidad democrática; en concreto, no a aquellas que sustentan o justifican la validez del propio procedimiento democrático y del principio de la soberanía popular. Estas últimas tienen valor (Democrático) en sí. Pues bien, ¿qué tiene que ver esto con la legitimidad o ilegitimidad de esos otros cauces de disensión, el que representa el 25S y otros? 







martes, 19 de febrero de 2013

¿Es Democráticamente legítimo saltarse una ley democráticamente estipulada?


El mes pasado, la editorial Manuscritos publicó un libro colectivo sobre las recientes movilizaciones sociales (especialmente la que se propuso rodear el congreso y exigir un nuevo proceso constituyente el 25 de septiembre de 2012, el llamado 25s). A propósito de este hecho plantee una reflexión acerca de la naturaleza de la democracia y las relaciones que en ella pueden darse entre legalidad y legitimidad. Ofreceré en esta entrada y en las siguientes breves extractos de lo que allí escribí (y que podéis leer íntegramente en el libro junto con otros interesantes artículos, entre ellos el de mi colega Juan Antonio Negrete). El asunto de fondo es muy kantiano (así que es un poco continuación del post anterior y de otros recientes como este): ¿debemos cumplir las leyes incluso cuando no nos parecen justas o razonables? ¿Hay derecho a saltarse el derecho? ¿Es legítima, en algún caso, y en el marco de un régimen democrático, la ilegalidad?
 
Me van a permitir que juegue un poco con las minúsculas y las mayúsculas (es decir con lo que es legítimo y Legítimo en la gramática) para marcar rápidamente ciertas diferencias que todos intuimos con facilidad. Antes de nada sería conveniente distinguir entre democracia y Democracia. Lo primero se refiere a la democracia real (real también con minúsculas), al régimen político de nuestra nación (y de todas las naciones de nuestro entorno). Lo segundo, la Democracia, se refiere a la democracia ideal que, como tal, es implementada mejor o peor (pero nunca perfectamente) en los regímenes democráticos vigentes. Qué sea la Democracia es asunto de la filosofía política y no sería posible desbrozar aquí un ensayo de definición rigurosa de tan complejo término. Creo que es bastante con aludir a la siguiente noción simple pero sustantiva: la Democracia es la forma de gobierno fundada en el principio de que todo otro principio o norma política obtiene su legitimidad de la asunción informada, racional, libre y responsable de dicho principio o norma por la mayoría de los ciudadanos. De esta noción se extraen al menos tres consecuencias relevantes para lo que se va a tratar a continuación: (a) La Democracia no es “el estado de derecho” (contra quienes descalifican como “contrarios a derecho” o ilegales actos como el 25S, tachándolos por ello y sin más de “antidemocráticos”); “estado de derecho” es cualquier Estado que se atenga a un código legal, escrito o no. (b) En la Democracia no todo lo decide o legitima la mayoría (contra los que niegan suficiente representatividad a los activistas de 25S, el 15M, etc.); las normas procedimentales básicas, las condiciones sustantivas que legitiman el consenso (información, racionalidad, libertad, etc.), o la propia noción de lo que es Democracia, no están sujetos a “votación” (sería absurdo someter la Democracia –sus condiciones formales y sustantivas— a un referéndum democrático). (c) Las condiciones sustantivas que legitiman las decisiones democráticas obligan, por ser las que son (transparencia informativa, racionalidad, libertad de criterio y expresión, etc.), al debate crítico y al cuestionamiento constante de cualquier norma, institución o acto de gobierno en vigor, sin otro límite que los que de aquellas mismas condiciones de deducen. 

Dicho lo anterior aclaremos otra cuestión preliminar. En todo régimen político (también en la Democracia) se da una necesaria dialéctica entre lo legal y lo legítimo. Es decir: entre lo institucionalmente reglado en forma de leyes y prácticas (la política, en sentido estrecho), y los principios y condiciones formales y sustantivas –y las ideas y prácticas que tales principios y condiciones implican— que hacen posible dicha institución (lo Político, en su sentido más amplio y profundo). Tampoco es necesario ni posible desplegar ahora esta dialéctica (que, por otra parte, es fácil suponer en qué consiste, para empezar: lo legal no siempre es legítimo, lo legítimo no siempre es legal…). Baste con decir que, en cualquier caso (y régimen) lo legítimo es la fuente de lo legal; lo contrario, la legalidad como fuente de lo legítimo (como defiende, en sustancia, el positivismo jurídico y político), no solo acarrea consecuencias no Democráticas (cualquier legalidad, incluso la instituida por un tirano, sería legítima), sino consecuencias lógicamente inconsistentes (la “autofundamentación” de lo legal por sí mismo es una fórmula más de legitimación, no una simple ley o “meta-ley”). Por último, es fácil suponer, dada la distinción que hicimos al principio, que lo simplemente legal es relativo a la democracia, y que el ámbito de lo legítimo lo es a la Democracia.




viernes, 8 de febrero de 2013

Yes, we Kant?


Según Kant, la Ilustración y el progreso de la sociedad consistía en que los individuos dejaran de ser "menores de edad mental" y se atrevieran a pensar por su cuenta, sin permitir que otros pensaran y decidieran por ellos. Kant pensaba que la mayoría de la gente era, en su época, “menor de edad” y que, por tanto, eso de la Ilustración apenas era más un propósito que una realidad. El medio idóneo para lograr ese propósito era, según él, la educación. O más exactamente cierto tipo de educación: aquella que descubre al individuo la necesidad de pensar por sí mismo y le enseña a hacerlo. Ahora bien, de un lado esta educación apenas existía (los "tutores" o educadores eran tan inmaduros o dependientes de prejuicios como sus pupilos, por lo que no hacían sino prolongar la minoría de edad de estos). Y de otro lado la mayoría no se prestaba fácilmente a salir de su situación, ya fuera por miedo (¡quién se atreve a pensar por sí mismo corriendo el riesgo de perderse del rebaño!), ya por pereza y, en general, por no tener un genuino deseo de libertad que fuera más allá de la satisfacción de los deseos "naturales" (según Kant: el deseo de estar sano, de tener dinero, y de aliviar como sea el miedo a la muerte).
  
¿Ha cambiado algo desde la época de Kant? La respuesta, me temo, no es muy halagüeña. La mayoría de la gente permanece en esa "minoría de edad", confiando su vida material a los "expertos" (médicos, abogados, bancos), su conciencia moral al "gurú" de turno (donde antes había sacerdotes ahora se colocan los libros de autoyuda, los psicólogos o los asesores de coaching), y su entendimiento del mundo a "lo que dice la ciencia", a los medios de comunicación, o a la doctrina de la pequeña secta o rincón ideológico al que se adscriben. ¿Quién piensa hoy por su cuenta? ¿Dónde encontrar un pensamiento crítico hasta la raíz? Difícil. La propia filosofía contemporánea busca a veces la tutoría de la ciencia o de esa religión multiforme o "politeísta" que es "el mundo de la vida". ¿Dónde, entonces, encontrar tutores que eduquen en la verdadera libertad: en la destrucción de todo prejuicio y dogma, en la búsqueda insobornable de la verdad? Muy difícil. Para más desconsuelo la educación, en nuestro país y en tantos otros, se desvincula paulatinamente del viejo ideal ilustrado. La única libertad o autonomía que se pretende es la económica o laboral. Ser "mayor de edad" es ser un profesional bien pagado y apto para consumir todo lo posible (guiado por los expertos en márketing). En la educación moral vale tanto el dogma del sacerdote como el diálogo racional en clase de ética (al fin y al cabo, ¿qué hay de objetivo en lo bueno y lo malo?). La filosofía es considerada poco más que un adorno o entretenimiento cultural que no ha de estorbar el aprendizaje de las materias-herramienta para lo que se supone útil, y que es lo mismo que lo que Kant denominaba deseos "naturales": salud, dinero... ¿Qué más hace falta? Atreverse a saber... ¿Para qué?



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