miércoles, 25 de enero de 2023

El retablo de las maravillas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Que el principal motivo de la manifestación contra el gobierno del pasado sábado fuera el “plan oculto de mutación constitucional” (sic) del “golpista” Sánchez, y que incluyera, entre otros, a grupos antivacunas, da idea del grado de desesperación de la derecha, incapaz de romper las encuestas, y dispuesta a agarrarse al clavo ardiendo del trumpismo a la española que se gastan VOX y sus organizaciones satélites.

Se ve que algunos tienen un sentido esotérico del espectáculo. Por eso el sábado había gente invocando al Caudillo, o un fantasmal ejército de 400.000 manifestantes con los que completar los que contó la delegación del gobierno. Debían de ser como el retablo cervantino de las maravillas, invisibles a todo aquel que no fuera cristiano viejo o buen español. Entre ellos, visibles o invisibles, pululaban patriotas de los de antes, políticos descatalogados, populistas clamando contra el populismo, negacionistas de todo lo progre, defensores de la mili obligatoria y, por haber, hasta filósofos a la luna de Valencia. Todos unidos por un odio feroz e innegociable a Sánchez.

Pero que a esta tropa se le unan cargos y políticos en activo del PP o hasta de Ciudadanos (un partido antaño liberal) da un poco más de pavor. Hay que recordar que el propio Feijóo, candidato a convertirse en el próximo presidente del país, recomendó la asistencia a esta especie de rave satánico-político donde solo faltaban Berlusconi, la secta de QAnon, los evangelistas de Bolsonaro y los asaltantes del capitolio disfrazados de búfalos.

Da pavor la cosa porque como el odiado Sánchez logre afrontar con solvencia el último tramo de su mandato (presidencia europea incluida) las encuestas podrían dar un giro inesperado. Al fin y al cabo la gente, que no es tonta, sabe que, pese al discurso histérico y catastrofista de la derecha, el gobierno ha logrado contener la inflación, mantener a flote el estado de bienestar, sacar adelante una importante reforma laboral, apaciguar el conflicto con Cataluña, y afrontar con éxito una pandemia, una suma de catástrofes naturales (volcán incluido) y los efectos económicamente devastadores de una guerra. Y todo ello sin romperse ni desgastarse más de lo normal.

Por esto, y porque no lo tienen tan fácil como suponían, es de esperar que los estrategas del PP y sus aliados mediáticos lo apuesten todo a la crispación, la desestabilización institucional y el intento de deslegitimar al gobierno en las calles. Todo ello bajo acusaciones que andan entre la retórica guerra-civilista y la alucinación colectiva: que Sánchez, como un Lenin madrileño, va a imponer una dictadura comunista, acabar con la Constitución, aliarse con los etarras (ETA se extinguió hace diez años), o pactar la venta de España a los nacionalistas vascos y catalanes (como si el PP no hubiera gobernado con CiU o PNV en el pasado o Ciudadanos no hubiera obligado indirectamente al pacto con el nacionalismo).

Y todo esto, después de lo ocurrido en Brasilia o Washington, da miedo. Da cada vez más miedo que la derecha pierda. Más miedo aún a que gane. Y esta, la del miedo, podría ser su última y terrible baza.

Porque además, y frente a los exaltados del sábado, están los del jueves anterior en Barcelona. Otros miles de manifestantes, no menos patriotas que los de Madrid, y clamando, con parecida desesperación, por el renacimiento del procés, el linchamiento popular de los traidores y la resistencia, todavía y siempre, al invasor galo-español.

Sobra decir que estas dos tribus se retroalimentan de la misma tensión política que les permite sobrevivir y crecer. Al nacionalismo supremacista catalán le vendría de miedo un nuevo gobierno de derechas que le obligara a “retomar las calles”. Y al nacionalismo español de VOX y el PP les vendría también de perlas hacer rebrotar el volcán catalán para justificar el relato de salvadores de la unidad de la patria con el que pretenden lograr el poder.

Entre lunáticos anda, pues, el juego. O eso quieren hacernos creer a la inmensa mayoría, en la idea de que, propensos como somos a la emoción y el ritmo vertiginoso del espectáculo, cedamos a la tentación de verlos como algo más que histriones y acabemos por votarlos, a ver qué pasa. Esperemos que prevalezca la cordura (por aburrida que sea) sobre el siniestro teatro del pánico.

miércoles, 18 de enero de 2023

El catedrático despechado

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Además del de Shakira, resuena por ahí otro despecho, no tan popular pero casi. Es el de un profesor de la Universidad de Granada, Daniel Arias, que ha hecho pública una carta dirigida a su alumnado en la que confiesa que lleva años engañándolo con aprobados que en realidad no se merecen. Y aunque la carta es poco más que una ristra de lugares comunes, la cosa se ha hecho viral, especialmente entre el gremio al que pertenezco; así que tal vez merezca la pena analizarla un poco.

Ya les advierto que el escrito pertenece al antiquísimo género literario del maestro quejándose de sus alumnos. De hecho, si buscan en las actas de cualquier claustro de hace diez, veinte, cuarenta o cien años, encontrarán, en esencia, la misma carta. Esto explica parte de su éxito: leer lo ya consabido sosiega a las almas muertas, que diría Gógol. 

Pero vayamos a las quejas concretas de este señor, que dice sentirse «como un profesor de instituto» (siendo, como es, todo un catedrático). Se lamenta, por ejemplo, de que sus alumnos universitarios se fumen las clases, copien y se muestren ansiosos por salir… ¡Vaya! ¡No me puedo creer que los estudiantes hagan lo que les es propio desde que inventaron las clases obligatorias o los exámenes! ¡Increíble!

Se queja también de tener que mandar callar. ¡Terrible! Dígamelo a mí, que ahora doy clase a adultos y a profesores, y rajan tanto o más que mis alumnos adolescentes. Más que nada porque en este país se habla por los codos. Y si a este señor solo le murmuran (como dice desesperado), igual es que le falta esa misma resiliencia que echa de menos en sus alumnos. Por cierto (seguro que esto lo sabe): para callarlos no hay nada mejor que ganarse su interés y demostrar un poco de liderazgo, otra habilidad de la que, según dice, carecen sus pupilos (¿Tendrán de quién aprenderla?).

Otras quejas pintorescas de nuestro despechado catedrático son que los alumnos acudan en chándal o leggins a las presentaciones (!), que «se encorven, balbuceen o no fijen la mirada» (cuántos profesores no habré encontrado yo así en la universidad) y, sobre todo, que vayan con el portátil a clase; algo que, si fuera por él, estaría prohibido. ¿Razones? Da dos: (1) que (sospecha que) el alumnado se entretiene con Instagram y cosas así (algo que, por cierto, justificaría prohibirlos también en claustros, conferencias magistrales y sesiones del Congreso), y (2) que «la plasticidad neuronal se desarrolla con lápiz y papel, no con la dictadura de los teclados», hipótesis probablemente similar a la que ya esgrimían los cazadores-recolectores cuando se impuso la pérfida moda de cultivar la tierra...

Ahora bien, la mayor desazón de este profesor proviene de que, según dice, el noventa por ciento de sus estudiantes no solo son malísimos (no saben leer ni escribir, carecen de vocabulario, no saben estar, etc.) sino que no muestran el más mínimo interés por sus clases. ¡Vaya! ¿Y por qué será eso?

Se me ocurren tres opciones. La primera es que sea cosa de mala suerte. No lo descarto: yo llevo los mismos años que este catedrático dando clases, y la mayoría de mis alumnos de Bachillerato leen, escriben (algunos mejor que m… mejor me callo) y se comportan como yo (o mejor que yo) cuando era adolescente. Y en cuanto al apego al móvil y las redes tienen el que tiene todo dios.  

La segunda opción es que quizás (es solo una loca hipótesis) este profesor no logre demostrar a sus alumnos el interés objetivo de lo que enseña, o que no haya actualizado sus métodos de enseñanza. Al fin, él mismo dice que está harto de dar cursos para motivar al alumnado y (a la vez) que el alumnado debe venir ya motivado de casa, así que no sé si él mismo está o no muy motivado para aprovechar esos cursos.

Y la tercera opción, y favorita del autor de la carta, es (adivinen)… que la culpa de todo la tienen: (1) los estudiantes, por supuesto; (2) el gobierno y sus leyes, cada vez peores; y (3) el resto del mundo… Porque él, por supuesto, y aun siendo catedrático, no es en absoluto responsable de nada. Por eso, las soluciones que ofrece en su carta son: (1) que la universidad vuelva a ser patrimonio de élites (intelectuales); (2) que trabajen otros (que los alumnos lleguen a la universidad sabiendo ya pensar, expresarse con rigor, hablar en público…); y (3) que el alumnado aprenda que todo depende de su esfuerzo. Un lema, este último, que bien podría aplicarse este profesor a sí mismo. ¡Cambie usted, señor Arias, y el mundo educativo (que tanto le disgusta) cambiará con usted! – le diríamos en plan coach –. Y si ve que no puede – porque el mundo es más grande que sus fuerzas –, no exija semejante insensatez a sus estudiantes, y limítese a enseñarles (cosa que nunca fue fácil) lo que sepa y lo que pueda.


miércoles, 11 de enero de 2023

El cerdo ibérico


La Casa de Campo de Mérida hace unos días
 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.



Si quieren conocer el desarrollo cívico o moral de un país miren la cantidad de basura que encuentran esparcida por sus lugares públicos. Por ejemplo, en las cunetas de sus carreteras; si ven que están repletas de latas, botellas, envoltorios, colillas, restos de neumáticos, escombros y porquería en general, es probable que estén ustedes en España, el país – en más de un sentido – del cerdo ibérico.

En Extremadura, además de observando las cunetas, puede uno hacer una prueba similar paseando por el campo, especialmente por algún camino o paraje público. La cantidad de basura es ingente, y desproporcionada en relación con la densidad de población. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, tras varias décadas de educación obligatoria, y con el grado de sensibilidad global hacia el medio ambiente que hay hoy, todavía existan tantos guarros en este país?

Y conste que no me refiero a la mayoría de la gente, esa que sabe usar las papeleras, que no tira colillas o desperdicios por la ventanilla del coche, que lleva bolsas de basura cuando se va a comer al campo, que recoge las heces de sus perros y que lleva los escombros donde debe…  Me refiero a la minoría, especialmente vistosa por el rastro de podredumbre que deja, que parece, hoy y siempre, inmune a toda consideración hacia lo que es de todos.  

Porque la primera y principal explicación de la asquerosa conducta del guarro hispánico es la del desprecio por lo común. Pues si se fijan, el gorrino ibérico no tiene ningún problema en general con la limpieza: no padece del síndrome de Diógenes ni de ningún otro trastorno parecido. De hecho, suele ser exigir la mayor limpieza y cuidado con lo que es estrictamente suyo: su casa, su ropa, o no digamos su coche, que posiblemente lava a conciencia cada semana (esparciendo toda la porquería posible alrededor, como demuestra la periferia de casi cualquier lavadero de coches, tenga las papeleras que tenga). El problema es con lo que no es (solo) suyo, sino de todos: la cuneta, la acera, el campo, el parque… Allí parece que vale tirarlo todo.

Las raíces de este desprecio por lo común no pueden estar, obviamente, más que en una pésima educación. Yo no sé, a este respecto, cómo puede haber todavía gente que se resista a implantar masivamente materias obligatorias relacionadas con la educación cívica y ética. ¿Cómo esperan, si no, convencer (porque se trata de convencer) a esta minoría para que acepte los más básicos estándares de civilización? Ni hay policías para tanto cochino, ni sirve de mucho colocar carteles y papeleras ante gente que ni los lee ni las usa.

Sin esa educación ética, lo que irremediablemente prevalece en esa minoría porcina es el particularismo tribal (ya saben: en casa somos limpios y cuidadosos, y fuera y con los de fuera unos bárbaros), amén de ese liberalismo castizo, tan español y patilludo, del «yo hago lo que quiero y nadie tiene que decirme a mí (¡a mí!) lo que tengo que hacer». Un «liberalismo» este que nada tiene que ver con haber leído a Adam Smith o Robert Nozick, sino, a lo sumo, con haber oído a tipos como Aznar reclamar el individualísimo derecho a hacer lo que a uno le dé la real gana (beber lo que se quiera antes de coger el coche, correr sin limitaciones, contaminar sin límites – que ya se sabe que lo del cambio climático es cosa de rojos –, etc.)

Luego está el tópico (que igual es cierto) de la dificultad real para abstraer de aquellos que no entienden que algo (un camino, una calle, un parque…) sea de «todos». De hecho, me temo que para algunos de mis conciudadanos, fieros nominalistas sin saberlo, el «ser de todos» tiene mucha menor entidad moral e incluso real que el «ser de Fulanito o Menganito Pérez». ¿Qué es eso del «todos» sino una abstracción vacía? – piensan o, más bien, sienten – ¿Quiénes son concretamente «todos»? ¿Cómo se llaman? ¿Me tocan algo? Pues entonces: ¿Qué le importa a nadie lo que le pase a lo que es de «todos»?

Al desinterés por lo común y a la imposibilidad de entender conceptos y derechos abstractos se le une igualmente, a esta facción gorrinera, el desprecio a la naturaleza en general. Así, si otros salen a contemplar la naturaleza (¡qué sosos!), estos salen, más bien, a usarla sin contemplaciones. Por ejemplo, para tirar basura, para limpiar o poner a punto el coche, para dejar el campo sembrado de cartuchos, o para montarse una juerga de padre y muy señor mío sin recoger nada, como la que delata la foto.

¿Y es esto irremediable? No. Simplemente hace falta mucha (muchísima) más educación. Y, mientras tanto, denunciarlo con el mismo desparpajo y falta de reparos con que ellos ensucian lo que es nuestro (y suyo, aunque no parezcan saberlo). ¡Cerdos!

 

miércoles, 4 de enero de 2023

Contra lo concreto.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Existe una tendencia general al enaltecimiento de «lo concreto» frente a «lo general» o abstracto. Impera la filosofía del «dejarse de filosofías e ir al grano». Y se extiende la teoría de que «lo que importa no es la teoría sino la práctica».

¿A qué viene tanta incongruencia? ¿Qué es «lo concreto» sino una abstracción más? ¿Cómo podríamos saber cuál es el grano (ese al que «hay que ir») sin una filosofía que nos lo aclare? ¿Y habrá precisamente algo más práctico que una buena teoría?

No es sencillo delimitar las causas de este dislate. Algunas son de raíz religiosa. En la versión más ultraortodoxa del cristianismo la salvación se lograba con una mezcla de fe ciega y trabajo duro («Ora et labora»). Para la ideología moderna, igualmente imbuida de fideísmo luterano, la felicidad se logra con voluntarismo ciego y emprendimiento entusiasta. En ambos casos el pensamiento no es más que un vicio pecaminoso o (en lenguaje secular) una obsesión patológica.

Si a este pragmatismo anti-intelectualista, tan yanqui y evangelista él, le unimos el capitalismo de consumo, con su culto a las emociones y su moralina de carpe diem (no dejes para mañana lo que puedes comprar hoy), y añadimos el culto la tecnociencia y sus soluciones mágicas, tendremos el caldo de cultivo perfecto para que prolifere el espíritu anti-espiritualista de nuestro tiempo, es decir, la falsa idea de que la vida es algo radicalmente distinto de las ideas (¡la de románticos vitalistas que habrán dado su vida por esta idea!).

Al «concretismo» actual tampoco le es ajeno el descrédito de los viejos ideales (políticos, religiosos, estéticos, filosóficos…) ni la correspondiente banalización de la existencia. Esto se deja ver en la estética minimalista vigente, en la jerga fragmentaria de las redes, en el hedonismo sensualista al uso, y en esa suerte de ética de lo efímero, cotidiano, diverso, abierto, líquido y otras denominaciones de la más emperifollada nadería, con la que comulgamos hoy todos. Reina así el politeísmo más republicano y ramplón, y el Dios (muerto) de Nietzsche se transfigura en el dios de las pequeñas cosas infinitamente infinitas, es decir, de las cosas que, en el límite, no se dejan concretar (más que) en nada.

Toda esta fe en la minucia irrelevante se deja ver también en el mundo educativo. Una buena facción de las tendencias pedagógicas institucionalizadas (y ojo que digo tendencias, y no pedagogías, que son cosa más seria) insisten en que a la hora de educar hay que dejarse de abstracciones y enseñar en y para lo concreto, reducir el peso de lo teórico y abundar en lo práctico, cambiar las cosas y no andar dando vueltas a entelequias intelectuales.

¡Error garrafal! Pues si se piensa un poco se comprenderá que la educación consiste justamente en lo contrario: en liberar a la gente de su entorno concreto para lograr que dejen de atender (durante un rato siquiera) a lo inmediatamente práctico. La escuela no es (como) la «vida», sino aquello que permite entenderla, y justo por eso ha de distanciarse y extrañarse de ella.

Para entender es, además, imprescindible la inteligencia, y esta consiste en abstraerse, es decir: en tomar distancia con respecto al mundo concreto para, en ese espacio abstracto, delimitar, relacionar y comprender de forma unitaria y estable lo que en su contexto parece diverso y cambiante. Por eso, no hay mejor «situación de aprendizaje» (término opresivamente de moda) que la que te permite entender las cosas fuera de toda situación, condición esta sine qua non para poder pensar esas cosas en todo contexto y momento posible.

Lo mismo podríamos decir con respecto a lo teórico y lo práctico. No hay forma de enseñar cosas prácticas sin un profundo conocimiento teórico. Para cambiar las cosas (que es el objeto de toda praxis) hay que saber antes qué y cómo deberían ser esas cosas. Además: nadie aprende simplemente haciendo, sino a través de ese tipo sutil de acción que, antes o después del hacer, llamamos reflexión (y el más sabio solo con ella). Solo el lerdo aprende a base de ensayo y error.

Y ojo que estas tendencias educativas son, además, enormemente peligrosas. Si el espacio abstracto de las ideas promueve por su propia naturaleza la reflexión, el diálogo y la apropiación crítica de las ideas, el lenguaje más concreto del juego, la imagen, el ejemplo práctico o las emociones (todo con lo que se tiende hoy a educar al alumnado, incluso al de más edad) fomenta, si se abusa de él, la asunción dogmática y acrítica de ideas y valores; ideas y valores de los que ni siquiera es consciente a veces el educador.

Así que ya saben: déjense de menudencias y vayamos a lo que de verdad son las cosas, es decir, a aquello en lo que trabajosa, pero también gozosamente se dejan comprender. Al fin, no hay una forma más concreta de poseer algo que comprenderlo en su más profunda y abstracta esencia.

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