domingo, 31 de diciembre de 2023

En un abrir y cerrar de ojos

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Me acorde del famoso cuadro de Juan de Valdés Leal, In ictu oculi, mirando un cementerio por la ventanilla del tren. Contemplar aquel lejano y solitario camposanto a través de los furiosos parpadeos de un AVE a trescientos por hora, daba qué pensar (sobre todo a un extremeño acostumbrado al Talgo); pensar en las cosas de este mundo traidor, y en cuán fácilmente se emborronan ante el horizonte de la muerte, el final del juego, el reverso absoluto de todo... No hay tren que no conduzca a esa última estación.

Meditar sobre el fin, como aconsejan místicos y sabios, disuelve vanas preocupaciones, pero nos inunda, a cambio, de una tétrica melancolía. En poco tiempo – pensaba – se apagará la vela de este año sombrío. Como se apaga la luz en la mirada de los niños diariamente sacrificados por el nuevo Herodes-Netanyahu, o en la de los migrantes que se ahogan sin un adiós en el foso de nuestros encastillados paraísos, o en la de tantas mujeres asesinadas o amortajadas en vida en Irán, Afganistán y medio mundo … Luz a extinguir como la esperanza de los que yacen sin remedio en ese infierno sin fechas, trenes ni encuentros que son la guerra, la miseria, la ausencia irreparable, la soledad, la explotación, el abuso…

Cavilaba también en cómo pasa fugazmente todo, menos la muerte (y algunas deudas): contratos laborales, sueldos, amigos, amores, gustos y géneros. Y eso por no hablar de la palabra de los políticos, el barniz democrático de algunos, o la unidad de la izquierda fetén, verdadero paradigma del «tempus fugit». También en como las certezas se disuelven, de boca en boca, en ese patio de vecinos global y virtual que son las redes. O en cómo la inteligencia humana es desbordada por la de sus hijos de silicio. O incluso en cómo este planeta nuestro, acabose de todo aparente pasar, parece condenado a pasar página por la insostenible codicia de unos y de otros…

Sin embargo, pese a tanto pesar y pasar, hay algo – seguía pensando – que se nos debiera haber quedado, vivo y fijo, en el recuento de traviesas de este ardoroso y traqueteante año. A saber: que todo lo que creíamos ilusoriamente seguro (una relativa paz, unas democracias asentadas, la lucha por los derechos humanos, la alerta ante el desastre ecológico y climático…) no lo es ni por el forro. Y que si no queremos descarrilar prematuramente, debemos anclar nuestros más locos y optimistas deseos a algo más fuerte que la vida, tan fugaz y veleta ella. Los artistas y teólogos barrocos señalaban a una justicia eterna y trascendente; la modernidad ilustrada eligió otro tipo de justicia, más inmanente y política, aunque también trascendente (al menos a naciones y mercados): la de un proyecto cosmopolita fundado en derechos y valores universales. Ahora bien: llegar a esa estación implica reconducir un tren que, si nos dormimos, puede llevarnos in ictu oculi – ya saben la cantidad de Trumps, Mileis, Pútines y otros locos ególatras que andan sueltos – al lugar de nuestras peores pesadillas. ¿Seremos capaces de mantener los ojos abiertos?

miércoles, 27 de diciembre de 2023

Una de ética navideña

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España

La Navidad no solo es tiempo de cenas y regalos familiares, sino también de benevolencia hacia el prójimo. Toda la estética y la retórica navideña insiste en ese acostumbrado mensaje de fraternidad entre los seres humanos. Ahora bien, ¿puede este mensaje ser algo más que simple retórica? ¿Tenemos alguna razón de peso para comportarnos fraternalmente con los demás? ¿Es cosa de «razones» esto de ser bueno, o es más bien una cuestión emotiva o de pura fe religiosa? ¿Qué podría convertir el sentimental ramalazo navideño de solidaridad universal en principio rector de nuestra conducta?

Es fácil empezar a responder a esto último. Para ser fraternalmente bueno de verdad – y todo el año – solo hace falta tener el deseo sincero de valorar y tratar a los demás como a nosotros mismos. Ahora bien – y aquí empiezan los problemas—, ¿qué pasa si no albergamos per se ese deseo? ¿Por qué habríamos de desear desearlo? ¿Qué nos debería importar a nosotros lo que importe a otros?...

Podemos soñar con que los humanos tengamos una cierta inclinación natural a considerar el interés de los demás con similar cuidado y comprensión que el nuestro, pero esta presunta empatía universal es puesta constantemente en duda por los hechos. Hechos que muestran que la mayoría de las personas, y salvo que pertenezca a su círculo más próximo, solo sienten una empatía fugaz y superficial por la suerte de su prójimo; prójimo del cual no tienen empacho alguno en aprovecharse si con ello ganan algo para sí y «los suyos». ¿Hace falta que demos ejemplos?

Otra respuesta más alambicada (por paradójica) es la que supone que tras el deseo de interesarse realmente por los demás hay una suerte de cálculo egoísta: «si soy genuinamente bueno con otros, ellos también lo serán conmigo». Pero, de nuevo, no parece que esta «ley del egoísmo inteligente» pueda tener rango universal. Tal vez si respeto a mis iguales más cercanos (a mis vecinos, por ejemplo) haya más probabilidades de que ellos me respeten a mí. ¿Pero qué pasa si en vez de «mis vecinos» hablamos de «mis súbditos» o de «mis trabajadores»? La mayoría de los tiranos mueren de viejos. Y es harto improbable que la relación entre patronos y obreros cambie de tal modo que sean estos los que puedan explotar a aquellos. Piensen, por ejemplo, en los niños o mujeres que exprimimos en África o Asia para gozar de productos baratos aquí. ¿Creen que tendría sentido ser buenos con ellos «para que ellos también lo sean algún día con nosotros»? 

Tampoco el recurso a las leyes o acuerdos normativos nos libra del problema. La ley por sí misma, desprovista de otros argumentos, no es más que retórica y coacción. Pero la capacidad humana de coacción es limitada. ¿Por qué íbamos a respetar las leyes cuando nadie nos viera, o cuando pudiéramos corromper al juez? Tampoco los acuerdos o consensos sirven de mucho si no hay una voluntad y una convicción firme que los sustente. Ahí tienen las resoluciones de la ONU u otros acuerdos internacionales, convertidos en papel mojado en cuanto dejan de interesar a unos u otros.

Por supuesto, tenemos también a la religión. Las religiones procuran una retórica mucho más poderosa que la política y una coacción ilimitada (Dios lo ve todo, así que no hay escapatoria al que incumple su ley). El problema es que hay que creerse el cuento; y que gran parte de él ocurre en un ámbito trascendente, que es donde realmente cabría una solidaridad y una justicia real.

¿Entonces? Si ni las emociones, ni la utilidad, ni la ley (tampoco la de Dios) ofrecen motivos suficientes, ¿por qué habríamos de comportarnos fraternalmente con el prójimo?... A esta pregunta, la ética puede proporcionar una visión que, sin dejar de ser crítica, recoja, a través de una criba racional, «lo mejor de cada casa». Así, se podría llegar a reconocer que hay un cierto afán natural (aunque insuficiente) por empatizar y cooperar con los demás; que comportarse bien con los de tu especie es bastante útil (aunque no en un sentido estrecho de utilidad); que la conducta moral es intrínsecamente normativa (aunque no solo eso); y que la alusión a lo trascendente acaso sea inevitable (aunque no bajo el lenguaje mítico de la religión) …

Tal vez – y recogiendo todo lo anterior – la clave para ser bueno con el prójimo esté en incluir entre nuestros intereses personales el de habitar un mundo coherente y armonioso, en el que a seres reconocidos como iguales les correspondan propiedades y derechos iguales, y en el que el conjunto de nuestras acciones, tanto en presente como a lo largo del tiempo, adquieran sentido en orden a un marco mayor que trascienda y dote a nuestra particular existencia de valor, belleza y verdad universal… No es fácil, pero sin entender algo como esto la posibilidad de que la retórica navideña nos salve de nuestra discapacidad moral es poco más o menos la misma que la de que nos toque el gordo de la lotería.

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Demonizar el móvil

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Se veía venir y ha venido. La insistente presión de varias plataformas de padres y madres, organizados en frenéticos grupos de wasap y alarmados por el mismo frenesí mediático que creen ver en sus hijos, han forzado a la ministra de educación a cambiar su posición con respecto al asunto del móvil en colegios e institutos. Donde antes se decía, con tino, y de acuerdo con la OCDE, que hay que educar en su uso, ahora se dice que de educar en centros educativos nada, que lo de los padres conectados por móvil contra el móvil es más juicioso, y que donde esté una buena prohibición que se quiten todas las tonterías. ¡Ya aprenderán cuando sean mayores de edad! ¿Dónde? No se sabe. En la universidad, en el curro, en la calle…

Así que ya saben, el Ministerio de Educación, reconvertido en Ministerio del Interior, recomendará que los docentes, en lugar de educar y acompañar, se dediquen – más aún – a vigilar y apercibir. Y ojo que la prohibición no será solo en las aulas (donde ya existía), sino en patios, recreos, pasillos, cafeterías y comedores. No se podrá ir a mandar un mensaje a la/el churri o la madre de uno/a ni a la misma puerta (esa en las que aún se echan el pitillo a escondidas los profes más disolutos).

Y hablando de puertas, nada de ponérselas al campo, como dijo, insegura, la ministra hace unos meses. Para conseguir lo que quieren los padres basta con amenazar un poco más a niños y adolescentes (que, como el papel, lo soportan todo) e instalar inhibidores de frecuencia para que nadie use internet salvo con permiso del director. También sería útil formar brigadas mixtas para requisar móviles en los baños. O tener alumnos infiltrados que diesen información mediante móviles ocultos. Y, por supuesto, instalar cámaras en los pasillos, para que así podamos, como en China, quitar puntos (en nuestro caso con rúbricas, para dar un toque innovador) al alumnado que no se comporte como debe.

Es cierto que algún alumno o alumna podría alegar que está haciendo un uso educativo del móvil (escuchando música, buscando información, mirando un vídeo educativo…), pero ¿quién se va a fiar de ellos? Seguro que la mayoría solo lo quiere para acosar a sus compañeros, ver porno o jugarse al póker el dinero de la merienda. Así que nada, a prohibir su uso recreativo en el recreo. ¡Además, qué a la escuela no viene uno a divertirse, sino a aburrirse y a sufrir! Y si quieren diversión que jueguen al corro de la patata o a pegar balonazos, que es mucho más sano, básicamente porque es la forma en que nos entreteníamos los que tenemos la sartén por el mango para definir lo que es «sano» (es decir, «bueno», pero con ese soniquete científico-médico que epata a los tontos del bote).

Y charrando de tener la sartén por el mango. ¿No deberían los profes y el personal no docente dar ejemplo, y dejar también de utilizar el móvil durante la jornada lectiva? Porque si, como wasapean papis y mamis, y defienden opinadores de toda especie, el móvil resulta tan lesivo para la sociabilidad, la concentración y la pureza moral, ¿no sería mejor promover el control de su uso en salas de profesores, departamentos y dependencias varias? Y ya puestos, y para ser aún más coherentes, ¿no tendríamos que reconvenir también a todos esos ciudadanos que usan «obsesivamente» su móvil por la calle, en el metro, en la sala de espera o hasta en el mismísimo Parlamento (siempre que no esté hablando el jefe)? ¿No dan un pésimo ejemplo a nuestra maleable juventud?

Una juventud a la que, como es habitual, nadie ha preguntado nada, y a la que nos hemos limitado a tachar de adictos, como si por hacer cientos de cosas en el móvil fueses un pobre loco, y por hacer una sola (babear) ocho horas ante la tele, o pasarse el día entero en el bar, el gimnasio o el trabajo, fueras un adulto «sano» y con licencia para prohibir. Pero ya ven, quien manda, manda. Y pese a que los estudios científicos no son en absoluto concluyentes, están llenos de mil matices, y advierten de que la prohibición impide una alfabetización digital crítica, debilita a los niños frente al mundo que les toca vivir, y les obliga a mentir y a usar el móvil a escondidas, las soluciones simples y tajantes enardecen a la gente, siempre necesitada de panaceas y chivos expiatorios.  

Así que ya sabéis, niños y no tan niños, los sabios consejeros de todos los reinos, «aplicando una estrategia de bienestar emocional» (lo ha anunciado la consejera de Educación asturiana, pero podría haberlo dicho Xi Jinping o el Gran Hermano de Orwell), van a prohibiros chatear, hablar, jugar, oír música, ver vídeos, informaros, leer, consultar vuestra agenda y revisar vuestros correos, durante vuestro (escaso) tiempo de ocio en los centros, que tendréis que ocupar de manera más «sana» (ya os dirán los «sanatólogos» cómo). Pero tranquilos, que todo será por vuestro bien; algo que esos padres y madres que han torcido la voluntad de la ministra conocen mucho mejor que nadie. Para eso se pasan todo el santo día wasapeando sobre el tema.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Democracia, educación e informe PISA.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


No hay régimen político que dependa tanto de la educación como la democracia. Las razones son al menos dos. La primera es la obligada y constante perfectibilidad de un régimen fiado a una consideración utópica del poder (aquella por la que este pretende distribuirse igualmente entre todos); y la segunda, la obligación de preparar a quienes ostentan idealmente ese poder – es decir: a la ciudadanía – para el ejercicio de su función soberana.

Un régimen como el democrático, fundado en el ideal de elevar la voz de todos a autoridad suprema, exige ciudadanos dotados de determinadas competencias o virtudes que no son innatas ni surgen por ensalmo y que, por lo mismo, requieren de educación. De mucha educación. Uno no nace, sino que se hace demócrata. La pregunta es cómo.

Veamos. Gobernar consiste en juzgar y tomar decisiones. Así que lo primero para educar en democracia sería preparar a la ciudadanía para emitir juicios certeros y ponderados. Un buen ciudadano ha de ser diestro en el análisis crítico de la realidad, del conocimiento de que dispone, y de los valores que subyacen a las opciones entre las que ha de escoger, evitando supuestos infundados, dogmas, sesgos y prejuicios. Y todo esto no cae del cielo, ni se aprende en la barra de un bar…

Lo mismo cabe decir con respecto al diálogo y la argumentación, componentes clave de la vida democrática. La competencia dialéctica no se adquiere viendo las tertulias de la tele, sino a través de un tipo complejo de ejercicio crítico por el que, tras examinar racionalmente todas las opciones (propias y ajenas), se intenta reconstruir colectivamente una tesis común. Es lamentable que a los niños se les enseñe a leer, escribir, calcular o recordar hechos históricos, pero no a dialogar de modo cooperativo, valorando con objetividad las razones del otro y evitando falacias y errores lógicos, habilidades de la que depende esencialmente – mucho más que de todas las leyes juntas – nuestro sistema de convivencia. 

A las capacidades para el juicio y el diálogo crítico hay que sumar una buena educación ética. No moral, ojo. Sino ética. La moral inculca valores y nos indica lo que debemos hacer. La ética somete a análisis racional los valores y nos proporciona herramientas y marcos argumentativos para que seamos nosotros los que decidamos lo que debemos hacer. La diferencia está bien clara. Y si bien es deseable que la ciudadanía asuma ciertos valores democráticos, aún es más deseable y democrático que los escoja por sí misma. La moral mínima socialmente exigible no se aprende con homilías laicas, sino por pura convicción, dando y exigiendo razones, si es que las hay…

Por lo demás, no hay forma de inculcar el valor supremo de cualquier democracia – a saber: el de considerar al otro realmente como un igual, y no como un simple medio para nuestros fines– sin esa profunda reflexión ética y filosófica que nos hace entender que entre nuestros intereses más particulares está el de darles sentido en el marco de una realidad, más coherente y armoniosa, en la que quepan los intereses de todos. En esta profunda comprensión de la conexión entre individuo y sociedad está, entre otras cosas, la raíz de actitudes y emociones tan democráticas como la empatía y la fraternidad.

Más aún, la relación entre democracia y educación no se agota en esta relación de competencias; implica también un principio pedagógico muy simple: no se puede enseñar democracia más que democráticamente, esto es, contando con la racionalidad y la voluntad del que aprende y promoviendo su participación directa en la vida pública.

Toda esta educación democrática ha de dirigirse, por último, a todos (el saber, como el poder, ha de ser patrimonio de todos), a través de un currículo único y una escuela pública y plural que refuerce los vínculos comunitarios (no se trata de que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan convivir en el mismo colegio, para que sean los propios alumnos quienes puedan elegir entre ellas).

Es una pena, por cierto, que todas estas competencias, principios y características no sean evaluadas y puntuadas en las pruebas PISA. O que en dichas pruebas no se consideren las diferencias entre países más o menos democráticos y totalitarios. Es claro que los segundos pueden concentrarse en una educación técnico-científica, dirigida a satisfacer intereses productivos o estratégicos sin «perder el tiempo» promoviendo el pensamiento crítico, el diálogo, la reflexión ética o el desarrollo integral del alumnado. ¿Pero es eso lo que queremos? La tecnología y la ciencia nos ayudan a vivir, pero es más importante saber – y poder decidir democráticamente – cómo queremos vivir – y convivir— sin equivocarnos más de la cuenta.

 

miércoles, 6 de diciembre de 2023

El nuevo idiota político

 


Los que han visto El Padrino, la legendaria película de Francis F. Coppola sobre la mafia, recordarán la escena en que los miembros de la familia Corleone reaccionan con ira e incredulidad al saber que uno de ellos (Michael, el hijo menor) se ha alistado para defender a su país en la guerra: no entienden que nadie en su sano juicio cometa la idiotez de anteponer el interés público al de «la propia sangre». Algo parecido he oído muchas veces en mi propio entorno: que lo único importante es la vida privada, la familia, y que el compromiso cívico y político, si no sirve inmediatamente a aquella, carece de valor y sentido. De hecho, todavía se oye exclamar aquello de «yo no me meto en política» como expresión de decencia y buen sentido, dando a entender que el que lo hace es un sinvergüenza o un idiota que descuida sus verdaderos intereses.

Es curioso que este uso del término «idiota» sea el opuesto al que se cree que tuvo originariamente, al menos en una de sus acepciones. En la Grecia clásica «idiota» no se refería al que descuidaba lo privado para ocuparse de lo público, sino al que descuidaba su faceta pública y actuaba como simple particular. Justo lo contrario. Y eso que los antiguos griegos vivían en un ecosistema político parecido al nuestro: democracias más o menos convulsas e inestables rodeadas de amenazantes (y tentadores) regímenes totalitarios. Tan peligroso era el mundo – antes y ahora – que seguro que las abuelas griegas dirían a sus nietos lo mismo que las nuestras: que, hiciesen lo que hiciesen, no se «significaran» nunca. ¿Pero por qué les haríamos más caso los de nuestra generación que los griegos de hace dos mil quinientos años?

A este desprecio de lo político en sentido amplio han contribuido, sin duda, muchos factores: el espectáculo mediático en torno a la corrupción política, el «coste de información» que supone para el ciudadano medio valorar problemas cada vez más complejos, la concepción ultraliberal del Estado como una empresa limitada a asegurar el bienestar particular, o la idea – no menos liberal – de que la democracia no es más que negociación de intereses y que toda invocación a la justicia o a las virtudes cívicas es idiotez o hipocresía.

No obstante, algo parece estar cambiando en todo esto. Hace tiempo que se observa un interés cada vez mayor y general hacia los asuntos públicos. La gente se manifiesta por doquier (especialmente en redes sociales) y se apasiona por la discusión política, frecuente en los medios. Encender la televisión o la radio y encontrarte una tertulia, por sesgada o bronca que sea (en lugar de un desfile, un partido de fútbol o una corrida de toros), es un síntoma de que la democracia mantiene sus constantes vitales. Es cierto que la discusión en redes es a menudo sórdida, pero demuestra que la ciudadanía está deseando participar en el debate público y que, además, lo hace con convicción, sin caer en el prejuicio falaz de que toda opinión es igualmente subjetiva y equivalente a su contraria.

Ahora bien, en este tumultuoso retorno a la actividad cívica no es oro todo lo que reluce. Los medios y redes que promueven el debate fomentan también su polarización extrema, generando burbujas ideológicas que actúan a modo de estructuras familiares (dan y exigen apoyo incondicional, desconfían de los extraños, sirven a objetivos tribales, y promueven autoestimas, identidades y afectos fraternos). Estas «fratrias» o «familias» mediáticas o internáuticas, a las que muchos individuos sienten que pertenecen de modo tácito o anónimo, parecen una forma de conciliar la actividad cívica con algunos de los factores que la dificultan (el esfuerzo de analizar temas complicados, la falta de tiempo, el aislamiento social…), pero acarrean un nuevo tipo de idiotez política, una manera más sibilina de reducir nuestras acciones al ámbito privado, consistente ahora en creer que participas en la vida pública cuando, en el fondo, solo lo haces en tu grupo particular de referencia. Esos universos ideológicos paralelos, cerrados y definidos unos contra otros – y que parecen reproducir ya los propios partidos políticos –, escenifican un estado casi prepolítico de lucha de clanes que no conviene en absoluto a la vida democrática.

¿Cómo librar a la vida pública de esta nueva forma de idiotez? La única manera es demostrar a la ciudadanía que el interés particular es inseparable del general, y que las opiniones o posiciones políticas son, en general, tan contrapuestas como complementarias. Ni la realización plena y moral de los individuos puede prescindir del ejercicio de la ciudadanía (y si viviéramos en una tiranía lo comprenderíamos mejor), ni el desarrollo de una sociedad democrática es posible sin el diálogo crítico, empático y honesto con uno mismo y con los demás, especialmente con aquellos que no piensan como nosotros. Convencerse de esto es la única forma de evitar la idiotez; la política y la otra.


miércoles, 29 de noviembre de 2023

Inteligencia artificial: ¿Frankenstein o Prometeo?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Uno de los logros más espectaculares, pero también perturbadores, de la revolución digital es la inteligencia artificial (IA). La investigación en IA comenzó hace más de setenta años, pero se ha popularizado como nunca desde que ChatGPT y otras aplicaciones demostraron al gran público que podía imitar tareas que creíamos exclusivamente humanas, como manejar eficazmente el lenguaje natural o crear textos o imágenes a partir de él. Antes de llegar aquí, la IA se ha aplicado con éxito a la gestión empresarial, el diagnóstico médico, la educación, el entretenimiento, la traducción, la robótica, la seguridad, el control del clima, los transportes, la agricultura, las redes sociales o la investigación científica, entre otras muchas cosas. Todo esto lleva a pensar que la IA no es una moda pasajera, sino un cambio imparable sobre el que, sin embargo, aún nos falta por emprender una seria reflexión colectiva. Y cuando falta reflexión, la polarización y los prejuicios son inevitables.

Así, en torno al vertiginoso fenómeno de la IA han proliferado dos polos contrapuestos de opinión, no solo en el ámbito público y mediático, sino también en el de las propias empresas y organismos que promueven su desarrollo y (mucho más tímidamente) su regulación. Por un lado los tecnófilos, para los que la IA es el nuevo fuego prometeico destinado a salvar a la humanidad. Y por otro lado los tecnófobos, que solo ven en la IA a un peligroso Frankenstein pronto a descontrolarse o incluso a tomar el control del mundo. ¿Tienen algo de razón estas dos concepciones extremas? ¿Deberíamos posicionarnos en uno u otro lado de la disputa?

Como en tantas otras ocasiones, en cuanto uno lo piensa (y piense el lector si ese pensar suyo es mucho menos artificioso que el de las máquinas) las posiciones extremas comienzan a perder su fuerza. Veamos. En primer lugar, los tecnófilos incurren en el error o ilusión de suponer que la ciencia y la técnica pueden no solo solventar todos nuestros problemas materiales – cosa ya de por sí discutible –, sino también los conflictos sociales, políticos, morales e ideológicos que están en la raíz de aquellos, y que no cabe tratar desde ninguna ciencia o tecnología. La pobreza, por ejemplo, no se resuelve simplemente con nuevas técnicas productivas (que seguirían distribuyendo los recursos igual de desigualmente), ni la crisis ambiental con simples soluciones tecnológicas (cuyo abuso, con objeto de asegurar el crecimiento, generaría tanto daño o más que las tecnologías vigentes). En general, y sin ningún cambio añadido, las «asépticas» soluciones que promete la tecnología reproducirán las estructuras y creencias sociales, económicas, políticas e ideológicas vigentes y, con ellas, los mismos problemas que se pretenden resolver.

Por otra parte, los tecnófobos caen en la equivocación de interpretar sistemáticamente como degeneración lo que no es sino una profunda transformación de cuyas consecuencias a medio y largo plazo aún no es posible saber nada a ciencia cierta. En cualquier caso, los que, tal vez inspirados por la ciencia ficción, imaginan ya a la Tierra dominada por perversos autómatas, olvidan que gran parte de la historia del mundo es la historia de la perversidad humana, y que la posibilidad de que las máquinas nos esclavicen no es mucho mayor que la de que nos dominen otros seres humanos.

Más que posicionamientos extremos como los citados, lo que necesitamos ante el fenómeno imparable de la IA es una dosis extra de racionalidad. Y no hablo de una racionalidad científica o meramente instrumental, de la que ya tenemos de sobra, sino de su imprescindible contrapeso: una racionalidad ética que clarifique los fines y valores que han de orientar el desarrollo tecnológico. Repárese en que los fines y valores no son objetos físicos observables por ninguna ciencia positiva, sino ideas a considerar desde un punto de vista trascendente, es decir, desde el punto de vista de cómo deben ser idealmente (y no como son «de facto») el mundo y nuestra existencia en él.

Para esta consideración ética es imprescindible un diálogo racional (y cabe decir global) en torno al significado básico de ciertos conceptos (identidad, consciencia, verdad, autonomía…), una reflexión rigurosa en torno a la naturaleza humana y sus fines, y un ejercicio de clarificación crítica en torno a la barahúnda de prejuicios, ideas y propuestas que bulle en el ámbito de la IA.

Ahora bien, todas estas acciones son irreductibles a la mecánica del algoritmo y a la acumulación estadística de datos que caracterizan a los sistemas de IA, y dependen directamente del empoderamiento crítico y ético de la ciudadanía. De que logremos desarrollar esta racionalidad cívica – y construir, a partir de ella, un nuevo «contrato tecno social» – depende el mundo que se nos avecina.

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Reflexiones sobre la fruta

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


No sé cómo ni cuándo la política española, o buena parte de ella, ha entrado abiertamente en la esfera de ese nuevo populismo preadolescente y prepolítico que exhiben de modo ejemplar personajes como Trump en EE. UU., Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina. Una exhibición que, si bien en un modo mucho más amateur e inocente, no nos es del todo desconocida a los docentes. De hecho, viendo estos días a la presidenta del Congreso llamar constantemente al orden, o los gritos, burlas e insultos de buena parte de los diputados, o a la presidenta Ayuso llamar hijo de puta a Sánchez desde el fondo del hemiciclo mientras no dejaba de teclear en su móvil (solo le faltaba estar mascando chicle), era difícil no imaginarse una de esas aulas de la ESO en las que uno se juega su vocación: «A ver, Isabelita, ¿cómo has llamado a Pedrito?». «Nada; solo le he dicho que me gustaba la fruta». «¿Y no crees que deberías pedirle disculpas?» «¡Ay, pero es que a mí también me dicen cosas, maestro!» …

Otra muestra de la política impúber que caracteriza con frecuencia a los niños es la del berrinche y el boicot cuando la realidad no se ajusta a sus intereses y deseos. Ante esa frustración, los más pequeños suelen reaccionar con rabietas, y los que son un poco más mayores con actitudes desafiantes en relación con las normas y el statu quo. Las manifestaciones de estos días, incluyendo las algaradas frente a la sede del PSOE en Madrid, han tenido algo de esa rebeldía infantil. Aun con dos añadidos peligrosos: la disparatada pero corrosiva plasta ideológica del «antisanchismo» (dictadura, alianza con el terrorismo, gobierno ilegítimo, ruptura de España, golpismo, comunismo…), ya activa desde mucho antes del polémico pacto con los independentistas, y una capacidad de alteración violenta de la convivencia que no deberíamos poner en duda.

La ira de algunos, como el filósofo Savater, ha sido tal, que no ha tenido reparos en promover públicamente la desobediencia a las leyes en defensa de lo que para él, y no para la – según el filósofo – piara (sic) de cretinos (sic) que ha votado al principal partido del gobierno, es lo «constitucionalmente verdadero». No sé muy bien qué mensaje pretendían transmitir Savater y otros con esta idea ¿Tal vez el de que las instituciones y procedimientos democráticos no son capaces por sí mismos de acabar con las presuntas ilegalidades del gobierno y necesitan de un empujoncito subversivo? ¿De quién, por cierto? Porque si la mayoría de la ciudadanía ha votado a los partidos que sustentan al gobierno, solo queda recurrir, en modo platónico, a los sabios (como Savater) y a los valerosos guardianes (como esos intrépidos militares jubilados que, con su pensión bien a salvo, han solicitado la intervención del ejército).  

El precio político que ha pagado Sánchez (y el otro, que vamos a pagar todos) por armar un marco de gobernabilidad más que complicado, y ya veremos si útil, para evitar la llegada al poder de la ultraderecha, es, desde luego, muy alto, y no tiene por qué convencer a todos. Pero en un Estado de derecho ha de primar la confianza en los procedimientos democráticos. Si el Estado o la democracia están siendo subvertidos, ha de poder demostrarse y denunciarse, en el Parlamento, ante la justicia y, por supuesto, y si hace falta, en las calles, Siempre que sea de forma civilizada y siguiendo los cauces propiamente democráticos, y no alentando al asedio diario de la sede de un partido político por parte de una legión de hooligans neonazis. 

Mientras tanto, el gobierno recién constituido tiene tanta legitimidad como cualquier otro, y declarar o insinuar lo contrario o difundir acusaciones hiperbólicas y demagógicas (dictador, etarra, golpista…) que nada tienen que ver con la realidad – ¿en qué dictadura podría rodearse la sede del principal partido del gobierno durante días o insultar abiertamente al presidente sin que pasara nada? –, son muestras de esa manifestación de ira entre infantiloide y fascistoide que, aun cuando no sea suficiente, de momento, para derribar a la fuerza a un gobierno, genera otras consecuencias democráticamente disruptivas de las que tendríamos que ser, al menos, mucho más conscientes.

Piensen, por ejemplo, con qué autoridad moral va a exigir mañana un maestro o maestra a su alumnado que cumpla las normas incluso cuando no le gusten, o que confíe en la institución y en sus procedimientos para resolver conflictos (empezando por los que se generan al establecer normas y pactos), o que los chicos y chicas no se griten, ni se insulten unos a otros, ni consideren una «piara de cretinos» a los que piensan de otro modo, ni que, tras haber llamado hijo de puta por lo bajini a algún compañero (o al propio docente), repitan con una sonrisa cínica, como hacen sus gobernantes, que a ellos lo que les pasa es que les gusta mucho la fruta. 

miércoles, 8 de noviembre de 2023

¡Móvil caca!

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura.

A los humanos nos mola lo simple, nos chifla tenerlo claro, nos pone atajar un problema con una frase sentenciosa o una solución presuntamente infalible. Y más aún hacerlo con esa vehemencia sandunguera y gesticulante que gastamos por aquí, y que viene de perlas para disimular la incapacidad de analizar con rigor asuntos mínimamente complejos.

Tomemos como ejemplo el incremento de los problemas de salud mental entre los más jóvenes. ¿Podría alguien negar que este sea un asunto complejo? Pues sí: hay gente (expertos nacionales incluidos) que cree que el problema es sencillísimo. Su causa fundamental estaría en el uso del móvil, y la solución definitiva: prohibirlos. Más fácil imposible. Comprobemos ahora si esta «genialidad» tiene algún fundamento.

Conviene empezar recordando que el uso masivo de teléfonos inteligentes es solo la punta del iceberg de una imparable transformación cultural generada, sí, por el «malvado» tecno-capitalismo, pero también por las necesidades y deseos humanos. A quien le dijeran hace cien años que iba a poder utilizar una máquina de bolsillo para comunicarse en tiempo real con cualquier persona del mundo, procesar todo tipo de información, trabajar a distancia, proveerse de bienes en un mercado global y administrar todos los aspectos de su vida, no dudaría en calificarlo como una mejora indiscutible… ¡Qué esta revolución cultural supone efectos imprevisibles! Sin duda; como cualquier otra. ¡Qué debemos vigilar esos efectos y tomar medidas de protección de los menores! Está claro; como también que la principal medida de protección es educar a esos menores en el uso benéfico y controlado de esas tecnologías y no en prohibirles su uso, algo que resulta tan contraproducente como incapacitante.

Pero vayamos al aspecto capital del asunto: como en muchas otras épocas de la historia, lo novedoso y disruptivo se convierte en el chivo expiatorio de problemas previamente existentes. En este caso no solo de la salud mental, sino de muchos otros, tal como la violencia, el acoso, el fracaso escolar y toda la gama de conflictos sociales y existenciales que suelen afectar a niños y adolescentes. ¿De todo esto tienen la culpa las nuevas tecnologías? ¿Hay algo que realmente justifique la demonización del uso del móvil entre los jóvenes? Veamos.

Si uno escucha desprejuiciadamente a esos jóvenes presuntamente «enganchados» al móvil comprobará que los problemas que les aquejan son los mismos de siempre: desorientación, incomprensión, soledad, acoso, indecisión, inseguridad... ¿Los móviles y la tecnología digital han amplificado todos estos problemas? Quizás. Pero también han generado nuevas formas de afrontarlos. Por ejemplo: las agresiones que antes quedaban impunes ahora generan una censura generalizada en las redes; frente al acoso y la homogenización a la fuerza de los viejos espacios sociales (la calle o el aula), las nuevas tecnologías ofrecen lugares alternativos donde poder cultivar libremente la diversidad; a la idea de Internet como fuente de distracciones, la sigue la de la red como un yacimiento casi infinito de recursos formativos; y si bien es cierto que las interacciones on line no permiten un pleno contacto físico, también lo es que proporcionan nuevas y más abiertas formas de sociabilidad…

Hay otros argumentos tópicos, pero igualmente endebles, para demonizar el uso del móvil en la gente joven. ¿Matan las pantallas la imaginación? Tal vez las de la tele o el cine, porque las de los móviles ofrecen posibilidades nunca vistas para crear y recrear imágenes y textos de forma interactiva. Tampoco está claro que las nuevas tecnologías promuevan la pasividad, o la «intolerancia a la espera o a la frustración»; siempre que entendamos correctamente el concepto de actividad (curioso esto de tachar de «pasiva» la conducta de jugar o interactuar con el móvil, y no a la de pasar la tarde en el bar o viendo la tele) o que reconozcamos que el ritmo del tráfago social, cultural o productivo es hoy distinto al que era hace años. Y en cuanto a los problemas que suscita el estar comparándose continuamente con los demás, o con modelos «irreales», no es más que la última versión de ese invencible afán humano por conocerse a sí mismo a través del espejo del otro (incluyendo ese «otro mítico» que antes eran dioses, santos o reyes, y ahora son artistas o famosos) ...

Nadie niega, en fin, que el uso masivo de móviles u otras tecnologías genere problemas nuevos (la privatización del espacio público, por ejemplo), pero de ahí a suponerlo como la causa principal de problemas tan complejos como el incremento de las agresiones sexuales o los suicidios va un abismo insondable. Dicho incremento tiene causas mucho más profundas y preocupantes, y vulgarizar el diagnóstico o clamar por soluciones simplonas no genera más que confusión, ruido y furia inquisitorial. 

 

miércoles, 1 de noviembre de 2023

¡Mételos en tu casa!

 

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Durante estos días hemos tenido que soportar declaraciones vergonzosas acerca de los migrantes llegados a la península desde Canarias; algunas de ellas de dirigentes políticos con mando en plaza. Ahí tienen al inefable vicepresidente de Castilla-León anunciando una invasión extranjera. O a la presidenta de la Comunidad de Madrid invocando nada menos que a la seguridad nacional. O a un increíble concejal de cultura (¡) de Málaga proponiendo que se marque a los migrantes como a animales (sic) para protegernos, según él, de delitos y enfermedades contagiosas.

Pero lo preocupante no es solo la irresponsable demagogia de algunos políticos, sino también las cosas que se dicen por esas nuevas calles y plazas que son las redes sociales. Entre todas las simplezas, bulos y barbaridades que he tenido que escuchar, hay una que me llama especialmente la atención. Es la de invitarnos, a los que pedimos que se acoja a los migrantes como la ley, el deber y Dios mandan, a que los metamos en nuestras casas. «Si tan solidario eres – te dicen – llévatelos a tu casa y ocúpate tú de ellos».

Se podrían dar muchos argumentos para explicar por qué no es fácil, y ni tan siquiera posible crear un centro de acogida o un hospicio clandestino en tu casa. Y decenas más acerca no solo de la necesidad legal y moral de socorrer a estos migrantes, sino también de la conveniencia a todos los niveles de hacerlo. Pero hay algo especialmente interesante de analizar en esa desabrida «invitación» a que nos metamos los migrantes… donde nos quepan.

Veamos: se supone que el que te pide que te lleves los migrantes a tu casa es porque le parece inaceptable que sea el Estado el que los acoja y ayude. Bien: es la posición ultraliberal de que la caridad o la solidaridad son cosa de cada uno, no del Estado. Quien quiera ser solidario que se haga socio de una ONG o que se lleve a los migrantes a su casa – dirán –; pero nadie debería obligarnos a tal cosa a través de nuestros impuestos – añaden –.

Sobra decir que esta posición es perfectamente legítima. Faltaría más. Lo que no es tan aceptable es ser inconsecuente con ella, so pena de volverse uno loco y volver locos a los demás. Así, si uno es ultraliberal y niega el derecho del Estado a intervenir en las relaciones económicas o laborales con otras personas, tendría que estar contentísimo de que llegaran migrantes. ¿No ha de ser el mercado de trabajo un mercado libre? ¿No es la mano de obra una mercancía más? Para un liberal, desde luego que sí. Por ello, nadie entendería que ese mismo liberal exigiera al Estado que no interviniera para socorrer a los migrantes, pero que sí lo hiciera para impedirles venir, «no sea que le quiten el trabajo a los de aquí». Si lo que debe imperar es el mercado, y un senegalés o un sirio trabajan igual o mejor por menos dinero, ¿a quién deberíamos contratar – desde una perspectiva liberal – para nuestra empresa o para lo que sea?

Por supuesto que aquí se entrecruzan los sentimientos nacionalistas (aquello de «los españoles primero», o «los extremeños», o «los navarros», etc.). Pero ojo, esto ya no es ser un liberal, sino más bien todo lo contrario: es ser una especie de nacionalsocialista. Un ultraliberal ha de defender a ultranza la libertad económica y la libre concurrencia del talento individual, venga de donde venga. Desde una perspectiva liberal-meritocrática, ser español no tiene ningún mérito (nadie elige su lugar de nacimiento), ser un buen médico o albañil sí, seas de Cuenca o de Tombuctú.

Así que fíjense, tanto los que creemos en el valor de esa casa común que es el Estado (a ser posible sin el siniestro sótano del nacionalismo), como los que reniegan de ella (los más ultraliberales), deberíamos estar de acuerdo en lo lógico y conveniente de acoger e integrar a los migrantes. No solo son personas con los mismos derechos que nosotros, entre ellos el de competir e intentar mejorar su vida (diría el liberal), sino la única esperanza que tiene este país, o Europa entera, para renovar su ímpetu productivo (empezando por su población en edad de trabajar) y refundarse como una civilización capaz de integrar otras culturas bajo un mismo sistema universal de valores. La otra opción (cerrar fronteras – y pudrirnos dentro –) solo es retóricamente válida para falsos ultraliberales deseosos de lograr el poder – y vivir del Estado – al precio de sembrar todo el odio que haga falta. Puro nacionalsocialismo.

jueves, 26 de octubre de 2023

Educación cívica y pensamiento crítico: cómo educar en valores sin adoctrinar al alumnado.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario El País.

Hace unas semanas, con motivo de la presidencia española de la UE, se reunieron en Madrid un buen número de autoridades educativas para esclarecer el rol de la educación en la promoción de los valores europeos y la ciudadanía democrática. La jornada, que fue inaugurada con una magnífica ponencia de la filósofa Adela Cortina, se cerró con un mensaje claro y esperanzador, pero también con la constatación de una serie de problemas a resolver.

El mensaje es que el proyecto europeo no podrá desarrollarse ni ampliarse sin una política clara de refuerzo de aquellos valores y actitudes que comparten sus cuatrocientos cincuenta millones de ciudadanos y veintisiete naciones (de momento). Dichos valores, expuestos en los tratados más importantes y en la Declaración de los Derechos Humanos, representan una visión común de lo que es justo y promueven actitudes (la tolerancia, el diálogo democrático…) que permiten la convivencia entre naciones, culturas y personas con concepciones relativamente distintas de lo que es bueno, deseable o sagrado. Sin esos valores y actitudes las leyes y procedimientos carecerían de legitimidad y eficacia, y el proyecto político europeo resultaría sustancialmente inviable. 

Ahora bien, ¿cómo lograr que los ciudadanos europeos entiendan y compartan la vinculación identitaria que supone el compromiso con estos valores y actitudes en un contexto, además, en que todo (populismo xenófobo, nacionalismo divisor, radicalización política, fundamentalismo religioso, guerras…) parece ponérseles en contra? Está claro que esta tarea incumbe a la educación, pero con declararlo no basta.  

Los problemas para promover educativamente los valores que nos unen como europeos son varios. Uno tiene que ver, sin duda, con la falta de articulación entre los distintos sistemas y currículos educativos nacionales y regionales. Otro, más importante, radica en la resistencia de muchos gobiernos a dotar del peso educativo que se requiere a la formación cívica, considerada a menudo como una materia marginal sin apenas dotación horaria ni especialización docente. Una consideración que supone un verdadero contrasentido si la contrastamos con el acostumbrado discurso político en torno al papel de la educación en una sociedad en la que proliferan los discursos de odio, la violencia de género, el acoso sexual, la homofobia, la desinformación, la desigualdad, los radicalismo de toda laya o la irresponsabilidad medioambiental.

¿A qué se debe este desprecio hacia aquello en lo que se funda nuestra identidad común y la resolución de muchos de nuestros problemas? No es fácil de averiguar. Aunque hay causas que son bastante visibles. Una de ellas es el temor a la instrumentalización política de la educación cívica, a la que se tacha en ocasiones de adoctrinadora y que sirve a menudo como campo de batalla en la lucha ideológica entre partidos (algo de lo que sabemos bastante en nuestro país).

Ante el riesgo de instrumentación política de la educación cívica, algunos países europeos han optado directamente por reducirla al mínimo. Otros han apostado por estrategias más laxas, pero igualmente esterilizantes, como la de transversalizarla, diluyéndola en otras áreas o materias, o como la de limitarse a promover metodologías más o menos innovadoras para impartirla, como si el problema fuera técnico o didáctico y no netamente político.

Pero la solución a la crisis de identidad y valores que experimenta Europa no se resuelve disolviendo la educación cívica en otros ámbitos educativos (a nadie se le ocurriría hacer lo mismo con la enseñanza de la Lengua o la Historia), ni limitándose a aplicarle estrategias didácticas innovadoras. Lo que de verdad se precisa es una política educativa que ponga la educación cívica y en valores europeos en el centro del currículo, dándole el mismo peso que a las materias tradicionales, y dotándola de un enfoque crítico que aleje toda tentación o sospecha de adoctrinamiento o instrumentalización partidista.

La incidencia en el enfoque crítico es fundamental. Los profesores de educación en valores actúan a veces como simples apologetas (y en esto da igual lo innovadores que sean sus métodos), asumiendo que no hay que justificar la suprema «verdad» de lo que enseñan. Craso error; más aún cuando los jóvenes no dejan de recibir mensajes y argumentos tendentes a relativizar o negar esos «verdaderos valores». Sabemos por experiencia que sin una ardua tarea de argumentación, análisis crítico, diálogo participativo y reflexión personal, es imposible que el alumnado interiorice como propios los principios y valores que queremos sembrar en ellos. 

La disposición de la educación cívica en un lugar central del currículo y la adopción de un enfoque crítico, entrenando al alumnado en las competencias en las que ha destacado históricamente la tradición cultural europea (el análisis racional, la reflexión filosófica, el diálogo argumentativo…) son, pues, los componentes clave para promover la educación en valores cívicos y democráticos de un modo realmente eficaz y sin instrumentalización política de ningún tipo. Saberlo ya es algo. Poner en práctica este saber y articularlo en los sistemas educativos de toda Europa sería todo un hito. Pero un hito del que depende el futuro del modelo y el proyecto político que defendemos: el de una Europa unida, próspera y pacífica, en la que, pese a todo lo que queda por mejorar, y casi a contracorriente de lo que ocurre en el resto del mundo, siguen aconteciendo hoy las mayores y más profundas conquistas sociales, morales y legislativas que ha visto nunca la humanidad.

miércoles, 25 de octubre de 2023

Clases de derechos humanos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Este curso no estoy dando clases; cosa de la que me alegro en estos días aciagos. ¿Con qué cara trataría, por ejemplo hoy, de la importancia de los derechos humanos en una clase de Valores Éticos? Es fácil declamar puntualmente en un papel o un foro político acerca del respeto a la dignidad humana mientras, por detrás, permitimos que «uno de los nuestros» mate impunemente a miles de civiles; pero hacerlo todos los días frente a los ojos de veinte o treinta adolescentes es… agotador, imposible, patético... 

Es cierto que mis alumnos huelen ya que el mundo se mueve bajo los parámetros del más crudo realismo político; que las naciones se construyen a sangre y fuego; y que buena parte de la riqueza que atesoran y disfrutan es proporcional al empobrecimiento y el expolio de otras naciones y personas. Pero, aun así, no dejan de pensar que el ser no es exactamente lo mismo que el deber ser.

Esto último no es un trabalenguas filosófico ni un alarde de optimismo insensato. Fíjense que, de hecho, no hay nación, ejército o grupo terrorista, por bárbaras o despiadadas que sean sus acciones, que no tenga la necesidad de justificar(se)las como un deber. Las ideas morales, las creencias, los mitos y las palabras van también a la guerra, y no son armas poco eficaces o temibles. Vencer sin convencer(se) de lo justo de la victoria y de la necesidad moral de asumir su coste en dolor y sangre, no constituye una verdadera victoria, ni ante uno mismo ni ante nadie.

Es cierto que las dos ideas fundamentales que han servido tradicionalmente para justificar como justas casi todas las guerras, guerrillas, genocidios o atentados de este mundo – las ideas de Dios y de Patria – no han servido en absoluto para desarrollar una ética distinta a la de la diferencia y el conflicto con los demás (todos infieles o extranjeros). Egipcios, griegos, persas, cartagineses, romanos, bárbaros, cristianos, musulmanes, chinos, rusos, ucranianos, israelís o terroristas de Hamás, han matado y muerto desde los comienzos de la historia hasta nuestros días (y fueran cuales fueran sus motivos más materiales), bien en nombre de su país, imperio, ciudad o nación, bien en nombre de su dios particular (o bien en nombre de ambos, a menudo simbólicamente unidos).

Sin embargo, hace poco más de dos siglos se asentó (o se «normalizó», como se dice ahora) un discurso alternativo al de las mitologías religiosa o nacionalista, una nueva forma de comprender a las personas, no ya como creyentes o nativos de una religión o patria particular, sino como individuos pertenecientes a la clase común de los humanos. Clase que pretendía hacernos a todos y a todas ciudadanos poseedores de derechos, razón, libertad y de una natural inclinación fraterna hacia todos los que guardaran ese nexo esencial con nosotros que llamamos «humanidad».

Estas palabras e ideas, viejas en su raíz clásica pero modernas en su eclosión revolucionaria e ilustrada, nos hicieron concebir esperanzas acerca de un mundo progresivamente en paz, sin absurdos muros o creencias excluyentes que justificaran el presunto deber de la guerra. Es verdad que las ideas ilustradas sirvieron también de máscara moral a la codicia y el miedo, y que en nombre de la «civilización» se colonizaron y destruyeron civilizaciones enteras; pero aun así, esas ideas parecían prometernos una moral nueva y mejor que las de la imaginería nacionalista o religiosa, dadas, por su condición particular e irracional, casi obligatoriamente a la violencia.

Eso creíamos… Y eso resulta cada vez más difícil de creer. Comprobar en estos días como Occidente se rinde por entero, una vez más, al pragmatismo de corto alcance y al retoricismo más cínico ante el conflicto palestino-israelí, es demoledor. Volver a aplicar el doble rasero a Israel, permitiendo que triture a millones de civiles (para acabar a cañonazos con las moscas del terrorismo que él mismo contribuyó a crear), mientras se demoniza a Rusia o Irán por hacer lo mismo, equivale a desproveerse de toda autoridad moral; esa autoridad ilustrada con la que Occidente podría aspirar a vencer – y convencer – a esos males crónicos que son el totalitarismo nacionalista y el fundamentalismo religioso.

Pero no. «¿Quiénes se creían que eran estos europeos con sus derechos humanos y sus valores colonialistas?» – dirán ahora los profesores rusos de Defensa de la Patria, o los imanes radicalizados en sus madrasas –. «¡Si son igual que nosotros – deberían decir también – y utilizan las palabras solo para recubrir de humo su codicia y deseo de poder!».

Si es así, y asumimos sin complejos que somos sin remedio iguales en rapacidad y discordia (en lugar de en derechos y razones), no hay la más mínima esperanza de salvar nuestras milagrosas clases sobre derechos humanos del histórico tsunami de horror y vergüenza que se nos viene a todos encima. 

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

¿Para qué sirve la palabra «terrorismo»

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Recuerda mi colega Eduardo Infante que presionar a la gente para que se posicione es una manera, consciente o no, de evitar que se pregunte por lo correcto. No puedo estar más de acuerdo. Y aún es peor cuando esa presión viene dada desde el propio lenguaje con el que se interpela: «¿es que no vas a rechazar el terrorismo?» – te preguntan, asumiendo que aceptas sin más lo que tu interlocutor entiende y señala como tal –. «¿Apoyas a un gobierno que pacta con el partido de los etarras?» – te interrogan, pretendiendo que, aún antes de contestar, confirmes la filiación proetarra del gobierno –…. Se trata de la vieja falacia de plantear la pregunta de manera que casi no sea posible contestarla sin asumir los (discutibles) presupuestos de tu interlocutor.

Ahora bien, a una pregunta capciosa lo mejor es responder con otra más honesta. Por ejemplo, a la burda pregunta de si rechazas el terrorismo, la respuesta podría ser: «Sí, claro; ¿pero de qué terrorismo estamos hablando?». Porque «terrorismos» hay muchos, y si uno adopta una posición de principios sin saber claramente de lo que habla se puede encontrar con problemas para mantenerla.

De entrada: ¿Qué es exactamente el «terrorismo»? Según el diccionario, la ejecución de actos de violencia criminal, por parte de bandas organizadas, con el objetivo de infundir terror y lograr determinados objetivos políticos. Según la ONU – que admite que los Estados definen el terrorismo de modo diferente y a veces ambiguo – el terrorismo implica la coerción de poblaciones o gobiernos mediante la amenaza o la violencia, con el resultado de muertes, lesiones graves, toma de rehenes, etc.

Es obvio que la definición anterior le encaja como un guante a los fanáticos de Hamás. Pero también a casi cualquier acción bélica (todas comprenden actos de violencia criminal destinadas a generar terror y lograr objetivos políticos) o a determinadas políticas gubernamentales (en China, Irán o incluso los EE. UU se ejerce la coerción hasta la muerte en la horca o la silla eléctrica, y se toman rehenes, tal como presos políticos o personas detenidas sin juicio, incluso en épocas de paz).

Más aún: ¿serían «terroristas» las acciones violentas dirigidas a aterrorizar al opresor o al invasor? ¿Eran «terroristas» las acciones de la resistencia contra los nazis? ¿Lo eran las bombas colocadas por grupos sionistas armados para expulsar a los ingleses de Palestina? La legitimidad del derecho al tiranicidio es un viejo problema filosófico. Y no es fácil encontrar un país o cultura que no se hayan fundado sobre el terror y la destrucción de poblaciones o culturas anteriores. En el caso del conflicto árabe-israelí, el terrorismo de Hamás (grupo que en sus inicios recibió apoyo de Israel, igual que los talibanes lo recibieron de EE. UU.) no es sino la última expresión, fanatizada y hambrienta de venganza, de esa violencia mutua por la que unos se han hecho sitio en un país que no era el suyo, y otros se han resistido, como es natural, a cedérselo…

¿Significa entonces algo el término «terrorismo»? Fíjense además que la palabra se ha convertido en una muletilla retórica con la que justificar cualquier medida política más o menos polémica (invasión de otros países, eliminación de minorías, represión policial, bloqueos, recortes de libertades, etc.). Así, se usa lo mismo para justificar la invasión de Irak que la de Ucrania, para legitimar la brutalidad de una y otra facción en cualquier lucha civil, para bendecir el acoso a toda minoría que se resista a ser aplastada y para autorizar moralmente la resistencia armada de dicha minoría, etc., etc. No hay una sola guerrilla o ejército de todos los que desangran el mundo que no justifique su reinado de terror en la lucha contra el «terrorismo» de la guerrilla vecina. Ni un solo demagogo que defienda la mano dura con los inmigrantes o el incremento de la seguridad (a costa de las libertades cívicas) que no acuda al terrorismo como argumento principal. En nuestro país, la estrategia más importante (si no la única) de la oposición al gobierno es la de agitar una y otra vez el espantajo del extinto terrorismo etarra (o «movimiento vasco de liberación», como lo llamaba el expresidente Aznar) …

Ya ven que la alusión al terrorismo parece, pues, servir para todo; con lo que acabará por no servir para nada. Una posible ventaja de esta insignificancia es que la palabra deje de ocultar o confundir (al menos mientras no surjan otras) la discusión en torno a conceptos mucho más importantes y políticamente resolutivos, como el de «justicia».  Porque – ¿lo tendremos claro alguna vez? – sin justicia no hay ni habrá paz duradera, ni en Palestina ni en ningún otro lugar. Sin justicia acabaremos todos, tarde o temprano, bajo las bombas de algún tipo de «terrorismo»; terrorismo que no es más que la punta del iceberg mediático de un mundo que sigue rigiéndose fundamentalmente por la ley de la fuerza.

miércoles, 11 de octubre de 2023

El pin estudiantil

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España.


Ya saben que los políticos de VOX andan empeñados en implantar el llamado «pin parental» en la educación de niños y adolescentes. Dado el poder que han adquirido como sostén de los gobiernos del PP la propuesta ha pasado, en algunas comunidades, de extravagancia más o menos inaceptable a «iniciativa política a considerar».

El pin o veto parental exigido por VOX consiste en conceder a las familias la prerrogativa de aceptar o rechazar los contenidos educativos en los que se educa a sus hijos; más concretamente aquellos que, por su temática afectivo-sexual o su carácter ideológico (sic), no concuerdan con sus creencias morales y religiosas (las de los padres, claro, no las de los hijos, que se conciben aquí como simples émulos de sus progenitores).

El primer problema que presenta la propuesta es el de los contenidos sujetos a veto. Empecemos por los referidos al ámbito afectivo-sexual. Aquí se encontrarían los contenidos biológicos y relativos al conocimiento del cuerpo y los contenidos culturales y morales, que son los más relevantes para prevenir conductas indeseadas (violencia de género, abusos sexuales, homofobia, etc.). ¿Cuáles quedarían sujetos al veto parental según VOX? ¿La educación científica sobre afectos y sexualidad o la educación moral acerca de los valores (respeto, igualdad, libertad, etc.) que han de presidir la experiencia sexual y las relaciones humanas? Por otra parte, en el caso de vetar estos contenidos en el colegio o instituto, ¿quiénes y cómo se encargarían de educar a chicos y chicas en estos asuntos? ¿La familia, los amigos, las redes sociales, la jungla de Internet…?

Vayamos ahora a la cuestión de lo «ideológico» (viejo concepto marxista, por cierto, ya naturalizado en el lenguaje). Un contenido ideológico es, en el uso común, aquel que transmite de forma acrítica o dogmática una idea o mensaje de cariz político o moral al alumnado. Ahora bien, ¿es frecuente este tipo de contenidos en la escuela? Solo en algunas materias, como en Religión, que además es optativa. En otras, como Educación en Valores Cívicos y Éticos, dado que los contenidos se transmiten desde una perspectiva ética y crítica (y de mano de profesores de filosofía), difícilmente pueden calificarse de ideológicos (ya saben que en filosofía se discute todo, también los valores cívicos).

Sí es cierto que hay asignaturas no optativas en las que los contenidos relativos a valores se transmiten de forma transversal y más acrítica, pero los valores que se transmiten allí (igualdad de género, respeto por la diversidad, rechazo de la discriminación y la violencia, cuidado de la naturaleza, equidad, cooperación, etc.) no son otros que los que rigen nuestra convivencia, es decir, aquellos que requiere una sociedad para serlo y que son siempre, y en cualquier cultura, transmitidos a través de la educación.  

Otro asunto espinoso es el de la supuesta legitimidad que asiste a las familias para vetar los contenidos escolares. En principio, dicho veto es contrario tanto a la ley como a la razón común. Es contrario a la ley en cuanto esta establece que la determinación de los contenidos curriculares sea competencia exclusiva de las autoridades educativas (bajo la supervisión de organismos, como los consejos escolares, en los que ya están representadas las familias). Y es opuesta a la razón en cuanto esta dictamina que la educación de las personas, en cualquiera de sus aspectos, sea mancomunada, de manera que la formación que corresponde a padres y madres – y que es fundamental para sus hijos – se vea complementada con la que proporciona la escuela, igualmente imprescindible para asegurar una completa socialización de niños y jóvenes.

En cualquiera de los casos, y dado que lo que debe primar siempre es el interés del menor, lo que debería reclamar VOX, y cualquier otro partido, para evitar adoctrinamientos o un exceso de contenidos ideológicos (tanto en la escuela como fuera de ella), es que se eduque a niños y niñas para evaluar críticamente todo lo que se les enseña, así como a desarrollar su propio juicio y escala de valores. Al fin y al cabo los niños son, ante todo, personas, por lo que han de ser educadas para ejercer como tales, esto es, como seres libres y racionales capaces de pensar y decidir por sí mismos el rumbo y los principios que han de orientar su vida.

No hace falta, así, ningún pin parental; lo que hace falta es procurar que los estudiantes desarrollen, lo antes posible, su propio criterio personal, esto es: su capacidad para evaluar crítica y racionalmente toda la inmisericorde cantidad de mensajes (morales, políticos, religiosos, publicitarios…) que reciben, desde su más tierna infancia, a través de todos los medios, incluyendo entre ellos a las familias y a las instituciones educativas.

jueves, 5 de octubre de 2023

No es país para el teletrabajo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Mientras el teletrabajo se extiende en muchos países, y en algunos supera ya al trabajo presencial, en España desciende y se sitúa por debajo de la media europea. Parece que las empresas y los organismos públicos españoles no se acaban de fiar de un sistema que en principio (cuestiones metafísico-marxistas aparte) no presenta más que ventajas, tanto para el trabajador (menos desplazamientos, más conciliación) como para las empresas (ahorro de costes, mayor productividad) y la sociedad en general (descongestión de las grandes ciudades, mantenimiento de la población en las pequeñas, disminución de la contaminación, etc.).

Las razones de esta desconfianza pueden ser muy variadas. Y alguna de ellas estrepitosamente irracional. Como la asociación que se establece entre productividad y presencialidad, algo que resulta notoriamente falso, especialmente en nuestro país. De hecho, los trabajadores españoles son de los menos productivos en relación con la cantidad de horas que pasan en el tajo (curiosamente, algo parecido cabe decir de los estudiantes españoles que, pese a que son de los que más horas pasan en clase – un 20% más que la media europea –, suelen obtener puntuaciones bastante mediocres en las pruebas internacionales de evaluación). Parece claro que ser más o menos productivo no tienen necesariamente que ver con calentar la silla de la oficina (o del aula) un elevado número de horas al día.

A esta asociación irracional entre «hacer» y «estar» tal vez se sume una cierta resistencia para gestionar relaciones laborales de manera virtual. Decía un viejo sociólogo que los españoles somos especialmente dados a lo concreto y poco amigos de lo abstracto. Tal vez por ello mantener el vínculo físico con colegas y compañeros (gestos, miradas, el contacto corporal al que tan dado somos los latinos), hacer corrillos y pasillos, bajar al bar a tratar un asunto, charlar espontáneamente con este o con aquel, etc., sean hábitos difíciles de cambiar para la mayoría de mis compatriotas. Esto sin contar con la sensación de poder que (según algunos malpensados) proporciona el tener a un subordinado físicamente delante, a tu entera disposición y sujeto a un horario marcial…

La desconfianza con respecto al trabajo en casa se muestra también en algunas fórmulas de trabajo híbrido, en las que el empleador, aun permitiendo el teletrabajo durante ciertos días, obliga al empleado a acudir regularmente a la empresa u oficina, se necesite o no, por simple afán de control (como cuando uno está en libertad provisional y ha de comparecer regularmente ante un juez). Hay empresas en las que, para más inri, el teletrabajo solo se permite en días alternos, evitando que se acumulen, como si se temiera que el currante fuera a irse, qué se yo, a teletrabajar al Caribe (cosa que, si mejorase el rendimiento de los trabajadores, y yo fuera el empresario, sería el primero en animarlos a hacer).

Otro motivo importante para frenar la extensión del teletrabajo en nuestro país es, obviamente, el de las infraestructuras. Difícilmente podrá teletrabajar quien viva en uno de esos pueblos en los que hay poco menos que subirse al campanario para obtener cobertura, o desde los que no hay manera de viajar de forma eficaz y relativamente cómoda, aunque sea de vez en cuando.

He dicho pueblos, pero lo mismo podría haber dicho ciudades de provincia. Y Extremadura es en esto desgraciada y notoriamente ejemplar (a mí mismo, que vivo al lado de la capital autonómica, me resulta imposible tener conexión por cable o viajar a ninguna gran ciudad sin conducir durante horas mi propio vehículo, pues no hay trenes, ni autobuses ni aviones que te permitan llegar a ninguna parte a horas laboralmente decentes). Todo esto hace que la fórmula del teletrabajo, un sistema perfecto, en teoría, para librar a zonas casi despobladas del abandono definitivo, se vuelva poco menos que inviable, y que acabe por reproducir los desequilibrios geográficos debidos al empleo y la productividad presencial tradicional.

En cualquier caso, e independientemente de lo que ocurra aquí, el teletrabajo se extenderá por todo el mundo por motivos básicamente económicos, culturales y ecológicos. Todo dependerá de lo que la tecnología vaya permitiendo hacer en remoto (y todo el mundo predice que acabará por hacerlo casi todo). No es difícil augurar, pues, que ir físicamente a un lugar más o menos lejano para hacer lo que se puede hacer mejor y de manera más sostenible desde casa o desde algún otro lugar más próximo, será visto muy pronto como un atraso inconcebible. Solo espero que no acabemos por perder también y del todo una oportunidad que, junto con otros y esperados trenes (el de la tecnología, el de un servicio ferroviario que no nos provoque ganas de llorar…), es de las pocas cosas que podría salvar a la España periférica y pobre – es decir, a la nuestra – de su definitiva y completa extinción. 

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