Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Uno de los logros más espectaculares,
pero también perturbadores, de la revolución digital es la inteligencia
artificial (IA). La investigación en IA comenzó hace más de setenta años, pero
se ha popularizado como nunca desde que ChatGPT y otras aplicaciones
demostraron al gran público que podía imitar tareas que creíamos exclusivamente
humanas, como manejar eficazmente el lenguaje natural o crear textos o imágenes
a partir de él. Antes de llegar aquí, la IA se ha aplicado con éxito a la gestión
empresarial, el diagnóstico médico, la educación, el entretenimiento, la
traducción, la robótica, la seguridad, el control del clima, los transportes,
la agricultura, las redes sociales o la investigación científica, entre otras
muchas cosas. Todo esto lleva a pensar que la IA no es una moda pasajera, sino
un cambio imparable sobre el que, sin embargo, aún nos falta por emprender una
seria reflexión colectiva. Y cuando falta reflexión, la polarización y los
prejuicios son inevitables.
Así, en torno al vertiginoso fenómeno de
la IA han proliferado dos polos contrapuestos de opinión, no solo en el ámbito
público y mediático, sino también en el de las propias empresas y organismos
que promueven su desarrollo y (mucho más tímidamente) su regulación. Por un
lado los tecnófilos, para los que la IA es el nuevo fuego prometeico destinado
a salvar a la humanidad. Y por otro lado los tecnófobos, que solo ven en la IA
a un peligroso Frankenstein pronto a descontrolarse o incluso a tomar el
control del mundo. ¿Tienen algo de razón estas dos concepciones extremas?
¿Deberíamos posicionarnos en uno u otro lado de la disputa?
Como en tantas otras ocasiones, en cuanto
uno lo piensa (y piense el lector si ese pensar suyo es mucho menos artificioso
que el de las máquinas) las posiciones extremas comienzan a perder su fuerza.
Veamos. En primer lugar, los tecnófilos incurren en el error o ilusión de suponer
que la ciencia y la técnica pueden no solo solventar todos nuestros problemas
materiales – cosa ya de por sí discutible –, sino también los conflictos
sociales, políticos, morales e ideológicos que están en la raíz de aquellos, y
que no cabe tratar desde ninguna ciencia o tecnología. La pobreza, por ejemplo,
no se resuelve simplemente con nuevas técnicas productivas (que seguirían
distribuyendo los recursos igual de desigualmente), ni la crisis ambiental con
simples soluciones tecnológicas (cuyo abuso, con objeto de asegurar el
crecimiento, generaría tanto daño o más que las tecnologías vigentes). En general, y sin ningún cambio añadido, las «asépticas» soluciones
que promete la tecnología reproducirán las estructuras y creencias sociales,
económicas, políticas e ideológicas vigentes y, con ellas, los mismos problemas
que se pretenden resolver.
Por otra parte, los tecnófobos caen en la
equivocación de interpretar sistemáticamente como degeneración lo que no es
sino una profunda transformación de cuyas consecuencias a medio y largo plazo aún
no es posible saber nada a ciencia cierta. En cualquier caso, los que, tal vez
inspirados por la ciencia ficción, imaginan ya a la Tierra dominada por
perversos autómatas, olvidan que gran parte de la historia del mundo es la
historia de la perversidad humana, y que la posibilidad de que las máquinas nos
esclavicen no es mucho mayor que la de que nos dominen otros seres humanos.
Más que posicionamientos extremos como
los citados, lo que necesitamos ante el fenómeno imparable de la IA es una
dosis extra de racionalidad. Y no hablo de una racionalidad científica o
meramente instrumental, de la que ya tenemos de sobra, sino de su
imprescindible contrapeso: una racionalidad ética que clarifique los fines y
valores que han de orientar el desarrollo tecnológico. Repárese en que los
fines y valores no son objetos físicos observables por ninguna ciencia
positiva, sino ideas a considerar desde un punto de vista trascendente, es
decir, desde el punto de vista de cómo deben ser idealmente (y no como son «de facto») el mundo
y nuestra existencia en él.
Para esta consideración ética es
imprescindible un diálogo racional (y cabe decir global) en torno al
significado básico de ciertos conceptos (identidad, consciencia, verdad,
autonomía…), una reflexión rigurosa en torno a la naturaleza humana y sus
fines, y un ejercicio de clarificación crítica en torno a la barahúnda de
prejuicios, ideas y propuestas que bulle en el ámbito de la IA.
Ahora bien, todas estas acciones son irreductibles
a la mecánica del algoritmo y a la acumulación estadística de datos que
caracterizan a los sistemas de IA, y dependen directamente del empoderamiento
crítico y ético de la ciudadanía. De que logremos desarrollar esta racionalidad
cívica – y construir, a partir de ella, un nuevo «contrato tecno social» –
depende el mundo que se nos avecina.
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