jueves, 26 de octubre de 2023

Educación cívica y pensamiento crítico: cómo educar en valores sin adoctrinar al alumnado.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario El País.

Hace unas semanas, con motivo de la presidencia española de la UE, se reunieron en Madrid un buen número de autoridades educativas para esclarecer el rol de la educación en la promoción de los valores europeos y la ciudadanía democrática. La jornada, que fue inaugurada con una magnífica ponencia de la filósofa Adela Cortina, se cerró con un mensaje claro y esperanzador, pero también con la constatación de una serie de problemas a resolver.

El mensaje es que el proyecto europeo no podrá desarrollarse ni ampliarse sin una política clara de refuerzo de aquellos valores y actitudes que comparten sus cuatrocientos cincuenta millones de ciudadanos y veintisiete naciones (de momento). Dichos valores, expuestos en los tratados más importantes y en la Declaración de los Derechos Humanos, representan una visión común de lo que es justo y promueven actitudes (la tolerancia, el diálogo democrático…) que permiten la convivencia entre naciones, culturas y personas con concepciones relativamente distintas de lo que es bueno, deseable o sagrado. Sin esos valores y actitudes las leyes y procedimientos carecerían de legitimidad y eficacia, y el proyecto político europeo resultaría sustancialmente inviable. 

Ahora bien, ¿cómo lograr que los ciudadanos europeos entiendan y compartan la vinculación identitaria que supone el compromiso con estos valores y actitudes en un contexto, además, en que todo (populismo xenófobo, nacionalismo divisor, radicalización política, fundamentalismo religioso, guerras…) parece ponérseles en contra? Está claro que esta tarea incumbe a la educación, pero con declararlo no basta.  

Los problemas para promover educativamente los valores que nos unen como europeos son varios. Uno tiene que ver, sin duda, con la falta de articulación entre los distintos sistemas y currículos educativos nacionales y regionales. Otro, más importante, radica en la resistencia de muchos gobiernos a dotar del peso educativo que se requiere a la formación cívica, considerada a menudo como una materia marginal sin apenas dotación horaria ni especialización docente. Una consideración que supone un verdadero contrasentido si la contrastamos con el acostumbrado discurso político en torno al papel de la educación en una sociedad en la que proliferan los discursos de odio, la violencia de género, el acoso sexual, la homofobia, la desinformación, la desigualdad, los radicalismo de toda laya o la irresponsabilidad medioambiental.

¿A qué se debe este desprecio hacia aquello en lo que se funda nuestra identidad común y la resolución de muchos de nuestros problemas? No es fácil de averiguar. Aunque hay causas que son bastante visibles. Una de ellas es el temor a la instrumentalización política de la educación cívica, a la que se tacha en ocasiones de adoctrinadora y que sirve a menudo como campo de batalla en la lucha ideológica entre partidos (algo de lo que sabemos bastante en nuestro país).

Ante el riesgo de instrumentación política de la educación cívica, algunos países europeos han optado directamente por reducirla al mínimo. Otros han apostado por estrategias más laxas, pero igualmente esterilizantes, como la de transversalizarla, diluyéndola en otras áreas o materias, o como la de limitarse a promover metodologías más o menos innovadoras para impartirla, como si el problema fuera técnico o didáctico y no netamente político.

Pero la solución a la crisis de identidad y valores que experimenta Europa no se resuelve disolviendo la educación cívica en otros ámbitos educativos (a nadie se le ocurriría hacer lo mismo con la enseñanza de la Lengua o la Historia), ni limitándose a aplicarle estrategias didácticas innovadoras. Lo que de verdad se precisa es una política educativa que ponga la educación cívica y en valores europeos en el centro del currículo, dándole el mismo peso que a las materias tradicionales, y dotándola de un enfoque crítico que aleje toda tentación o sospecha de adoctrinamiento o instrumentalización partidista.

La incidencia en el enfoque crítico es fundamental. Los profesores de educación en valores actúan a veces como simples apologetas (y en esto da igual lo innovadores que sean sus métodos), asumiendo que no hay que justificar la suprema «verdad» de lo que enseñan. Craso error; más aún cuando los jóvenes no dejan de recibir mensajes y argumentos tendentes a relativizar o negar esos «verdaderos valores». Sabemos por experiencia que sin una ardua tarea de argumentación, análisis crítico, diálogo participativo y reflexión personal, es imposible que el alumnado interiorice como propios los principios y valores que queremos sembrar en ellos. 

La disposición de la educación cívica en un lugar central del currículo y la adopción de un enfoque crítico, entrenando al alumnado en las competencias en las que ha destacado históricamente la tradición cultural europea (el análisis racional, la reflexión filosófica, el diálogo argumentativo…) son, pues, los componentes clave para promover la educación en valores cívicos y democráticos de un modo realmente eficaz y sin instrumentalización política de ningún tipo. Saberlo ya es algo. Poner en práctica este saber y articularlo en los sistemas educativos de toda Europa sería todo un hito. Pero un hito del que depende el futuro del modelo y el proyecto político que defendemos: el de una Europa unida, próspera y pacífica, en la que, pese a todo lo que queda por mejorar, y casi a contracorriente de lo que ocurre en el resto del mundo, siguen aconteciendo hoy las mayores y más profundas conquistas sociales, morales y legislativas que ha visto nunca la humanidad.

miércoles, 25 de octubre de 2023

Clases de derechos humanos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Este curso no estoy dando clases; cosa de la que me alegro en estos días aciagos. ¿Con qué cara trataría, por ejemplo hoy, de la importancia de los derechos humanos en una clase de Valores Éticos? Es fácil declamar puntualmente en un papel o un foro político acerca del respeto a la dignidad humana mientras, por detrás, permitimos que «uno de los nuestros» mate impunemente a miles de civiles; pero hacerlo todos los días frente a los ojos de veinte o treinta adolescentes es… agotador, imposible, patético... 

Es cierto que mis alumnos huelen ya que el mundo se mueve bajo los parámetros del más crudo realismo político; que las naciones se construyen a sangre y fuego; y que buena parte de la riqueza que atesoran y disfrutan es proporcional al empobrecimiento y el expolio de otras naciones y personas. Pero, aun así, no dejan de pensar que el ser no es exactamente lo mismo que el deber ser.

Esto último no es un trabalenguas filosófico ni un alarde de optimismo insensato. Fíjense que, de hecho, no hay nación, ejército o grupo terrorista, por bárbaras o despiadadas que sean sus acciones, que no tenga la necesidad de justificar(se)las como un deber. Las ideas morales, las creencias, los mitos y las palabras van también a la guerra, y no son armas poco eficaces o temibles. Vencer sin convencer(se) de lo justo de la victoria y de la necesidad moral de asumir su coste en dolor y sangre, no constituye una verdadera victoria, ni ante uno mismo ni ante nadie.

Es cierto que las dos ideas fundamentales que han servido tradicionalmente para justificar como justas casi todas las guerras, guerrillas, genocidios o atentados de este mundo – las ideas de Dios y de Patria – no han servido en absoluto para desarrollar una ética distinta a la de la diferencia y el conflicto con los demás (todos infieles o extranjeros). Egipcios, griegos, persas, cartagineses, romanos, bárbaros, cristianos, musulmanes, chinos, rusos, ucranianos, israelís o terroristas de Hamás, han matado y muerto desde los comienzos de la historia hasta nuestros días (y fueran cuales fueran sus motivos más materiales), bien en nombre de su país, imperio, ciudad o nación, bien en nombre de su dios particular (o bien en nombre de ambos, a menudo simbólicamente unidos).

Sin embargo, hace poco más de dos siglos se asentó (o se «normalizó», como se dice ahora) un discurso alternativo al de las mitologías religiosa o nacionalista, una nueva forma de comprender a las personas, no ya como creyentes o nativos de una religión o patria particular, sino como individuos pertenecientes a la clase común de los humanos. Clase que pretendía hacernos a todos y a todas ciudadanos poseedores de derechos, razón, libertad y de una natural inclinación fraterna hacia todos los que guardaran ese nexo esencial con nosotros que llamamos «humanidad».

Estas palabras e ideas, viejas en su raíz clásica pero modernas en su eclosión revolucionaria e ilustrada, nos hicieron concebir esperanzas acerca de un mundo progresivamente en paz, sin absurdos muros o creencias excluyentes que justificaran el presunto deber de la guerra. Es verdad que las ideas ilustradas sirvieron también de máscara moral a la codicia y el miedo, y que en nombre de la «civilización» se colonizaron y destruyeron civilizaciones enteras; pero aun así, esas ideas parecían prometernos una moral nueva y mejor que las de la imaginería nacionalista o religiosa, dadas, por su condición particular e irracional, casi obligatoriamente a la violencia.

Eso creíamos… Y eso resulta cada vez más difícil de creer. Comprobar en estos días como Occidente se rinde por entero, una vez más, al pragmatismo de corto alcance y al retoricismo más cínico ante el conflicto palestino-israelí, es demoledor. Volver a aplicar el doble rasero a Israel, permitiendo que triture a millones de civiles (para acabar a cañonazos con las moscas del terrorismo que él mismo contribuyó a crear), mientras se demoniza a Rusia o Irán por hacer lo mismo, equivale a desproveerse de toda autoridad moral; esa autoridad ilustrada con la que Occidente podría aspirar a vencer – y convencer – a esos males crónicos que son el totalitarismo nacionalista y el fundamentalismo religioso.

Pero no. «¿Quiénes se creían que eran estos europeos con sus derechos humanos y sus valores colonialistas?» – dirán ahora los profesores rusos de Defensa de la Patria, o los imanes radicalizados en sus madrasas –. «¡Si son igual que nosotros – deberían decir también – y utilizan las palabras solo para recubrir de humo su codicia y deseo de poder!».

Si es así, y asumimos sin complejos que somos sin remedio iguales en rapacidad y discordia (en lugar de en derechos y razones), no hay la más mínima esperanza de salvar nuestras milagrosas clases sobre derechos humanos del histórico tsunami de horror y vergüenza que se nos viene a todos encima. 

 

miércoles, 18 de octubre de 2023

¿Para qué sirve la palabra «terrorismo»

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Recuerda mi colega Eduardo Infante que presionar a la gente para que se posicione es una manera, consciente o no, de evitar que se pregunte por lo correcto. No puedo estar más de acuerdo. Y aún es peor cuando esa presión viene dada desde el propio lenguaje con el que se interpela: «¿es que no vas a rechazar el terrorismo?» – te preguntan, asumiendo que aceptas sin más lo que tu interlocutor entiende y señala como tal –. «¿Apoyas a un gobierno que pacta con el partido de los etarras?» – te interrogan, pretendiendo que, aún antes de contestar, confirmes la filiación proetarra del gobierno –…. Se trata de la vieja falacia de plantear la pregunta de manera que casi no sea posible contestarla sin asumir los (discutibles) presupuestos de tu interlocutor.

Ahora bien, a una pregunta capciosa lo mejor es responder con otra más honesta. Por ejemplo, a la burda pregunta de si rechazas el terrorismo, la respuesta podría ser: «Sí, claro; ¿pero de qué terrorismo estamos hablando?». Porque «terrorismos» hay muchos, y si uno adopta una posición de principios sin saber claramente de lo que habla se puede encontrar con problemas para mantenerla.

De entrada: ¿Qué es exactamente el «terrorismo»? Según el diccionario, la ejecución de actos de violencia criminal, por parte de bandas organizadas, con el objetivo de infundir terror y lograr determinados objetivos políticos. Según la ONU – que admite que los Estados definen el terrorismo de modo diferente y a veces ambiguo – el terrorismo implica la coerción de poblaciones o gobiernos mediante la amenaza o la violencia, con el resultado de muertes, lesiones graves, toma de rehenes, etc.

Es obvio que la definición anterior le encaja como un guante a los fanáticos de Hamás. Pero también a casi cualquier acción bélica (todas comprenden actos de violencia criminal destinadas a generar terror y lograr objetivos políticos) o a determinadas políticas gubernamentales (en China, Irán o incluso los EE. UU se ejerce la coerción hasta la muerte en la horca o la silla eléctrica, y se toman rehenes, tal como presos políticos o personas detenidas sin juicio, incluso en épocas de paz).

Más aún: ¿serían «terroristas» las acciones violentas dirigidas a aterrorizar al opresor o al invasor? ¿Eran «terroristas» las acciones de la resistencia contra los nazis? ¿Lo eran las bombas colocadas por grupos sionistas armados para expulsar a los ingleses de Palestina? La legitimidad del derecho al tiranicidio es un viejo problema filosófico. Y no es fácil encontrar un país o cultura que no se hayan fundado sobre el terror y la destrucción de poblaciones o culturas anteriores. En el caso del conflicto árabe-israelí, el terrorismo de Hamás (grupo que en sus inicios recibió apoyo de Israel, igual que los talibanes lo recibieron de EE. UU.) no es sino la última expresión, fanatizada y hambrienta de venganza, de esa violencia mutua por la que unos se han hecho sitio en un país que no era el suyo, y otros se han resistido, como es natural, a cedérselo…

¿Significa entonces algo el término «terrorismo»? Fíjense además que la palabra se ha convertido en una muletilla retórica con la que justificar cualquier medida política más o menos polémica (invasión de otros países, eliminación de minorías, represión policial, bloqueos, recortes de libertades, etc.). Así, se usa lo mismo para justificar la invasión de Irak que la de Ucrania, para legitimar la brutalidad de una y otra facción en cualquier lucha civil, para bendecir el acoso a toda minoría que se resista a ser aplastada y para autorizar moralmente la resistencia armada de dicha minoría, etc., etc. No hay una sola guerrilla o ejército de todos los que desangran el mundo que no justifique su reinado de terror en la lucha contra el «terrorismo» de la guerrilla vecina. Ni un solo demagogo que defienda la mano dura con los inmigrantes o el incremento de la seguridad (a costa de las libertades cívicas) que no acuda al terrorismo como argumento principal. En nuestro país, la estrategia más importante (si no la única) de la oposición al gobierno es la de agitar una y otra vez el espantajo del extinto terrorismo etarra (o «movimiento vasco de liberación», como lo llamaba el expresidente Aznar) …

Ya ven que la alusión al terrorismo parece, pues, servir para todo; con lo que acabará por no servir para nada. Una posible ventaja de esta insignificancia es que la palabra deje de ocultar o confundir (al menos mientras no surjan otras) la discusión en torno a conceptos mucho más importantes y políticamente resolutivos, como el de «justicia».  Porque – ¿lo tendremos claro alguna vez? – sin justicia no hay ni habrá paz duradera, ni en Palestina ni en ningún otro lugar. Sin justicia acabaremos todos, tarde o temprano, bajo las bombas de algún tipo de «terrorismo»; terrorismo que no es más que la punta del iceberg mediático de un mundo que sigue rigiéndose fundamentalmente por la ley de la fuerza.

miércoles, 11 de octubre de 2023

El pin estudiantil

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España.


Ya saben que los políticos de VOX andan empeñados en implantar el llamado «pin parental» en la educación de niños y adolescentes. Dado el poder que han adquirido como sostén de los gobiernos del PP la propuesta ha pasado, en algunas comunidades, de extravagancia más o menos inaceptable a «iniciativa política a considerar».

El pin o veto parental exigido por VOX consiste en conceder a las familias la prerrogativa de aceptar o rechazar los contenidos educativos en los que se educa a sus hijos; más concretamente aquellos que, por su temática afectivo-sexual o su carácter ideológico (sic), no concuerdan con sus creencias morales y religiosas (las de los padres, claro, no las de los hijos, que se conciben aquí como simples émulos de sus progenitores).

El primer problema que presenta la propuesta es el de los contenidos sujetos a veto. Empecemos por los referidos al ámbito afectivo-sexual. Aquí se encontrarían los contenidos biológicos y relativos al conocimiento del cuerpo y los contenidos culturales y morales, que son los más relevantes para prevenir conductas indeseadas (violencia de género, abusos sexuales, homofobia, etc.). ¿Cuáles quedarían sujetos al veto parental según VOX? ¿La educación científica sobre afectos y sexualidad o la educación moral acerca de los valores (respeto, igualdad, libertad, etc.) que han de presidir la experiencia sexual y las relaciones humanas? Por otra parte, en el caso de vetar estos contenidos en el colegio o instituto, ¿quiénes y cómo se encargarían de educar a chicos y chicas en estos asuntos? ¿La familia, los amigos, las redes sociales, la jungla de Internet…?

Vayamos ahora a la cuestión de lo «ideológico» (viejo concepto marxista, por cierto, ya naturalizado en el lenguaje). Un contenido ideológico es, en el uso común, aquel que transmite de forma acrítica o dogmática una idea o mensaje de cariz político o moral al alumnado. Ahora bien, ¿es frecuente este tipo de contenidos en la escuela? Solo en algunas materias, como en Religión, que además es optativa. En otras, como Educación en Valores Cívicos y Éticos, dado que los contenidos se transmiten desde una perspectiva ética y crítica (y de mano de profesores de filosofía), difícilmente pueden calificarse de ideológicos (ya saben que en filosofía se discute todo, también los valores cívicos).

Sí es cierto que hay asignaturas no optativas en las que los contenidos relativos a valores se transmiten de forma transversal y más acrítica, pero los valores que se transmiten allí (igualdad de género, respeto por la diversidad, rechazo de la discriminación y la violencia, cuidado de la naturaleza, equidad, cooperación, etc.) no son otros que los que rigen nuestra convivencia, es decir, aquellos que requiere una sociedad para serlo y que son siempre, y en cualquier cultura, transmitidos a través de la educación.  

Otro asunto espinoso es el de la supuesta legitimidad que asiste a las familias para vetar los contenidos escolares. En principio, dicho veto es contrario tanto a la ley como a la razón común. Es contrario a la ley en cuanto esta establece que la determinación de los contenidos curriculares sea competencia exclusiva de las autoridades educativas (bajo la supervisión de organismos, como los consejos escolares, en los que ya están representadas las familias). Y es opuesta a la razón en cuanto esta dictamina que la educación de las personas, en cualquiera de sus aspectos, sea mancomunada, de manera que la formación que corresponde a padres y madres – y que es fundamental para sus hijos – se vea complementada con la que proporciona la escuela, igualmente imprescindible para asegurar una completa socialización de niños y jóvenes.

En cualquiera de los casos, y dado que lo que debe primar siempre es el interés del menor, lo que debería reclamar VOX, y cualquier otro partido, para evitar adoctrinamientos o un exceso de contenidos ideológicos (tanto en la escuela como fuera de ella), es que se eduque a niños y niñas para evaluar críticamente todo lo que se les enseña, así como a desarrollar su propio juicio y escala de valores. Al fin y al cabo los niños son, ante todo, personas, por lo que han de ser educadas para ejercer como tales, esto es, como seres libres y racionales capaces de pensar y decidir por sí mismos el rumbo y los principios que han de orientar su vida.

No hace falta, así, ningún pin parental; lo que hace falta es procurar que los estudiantes desarrollen, lo antes posible, su propio criterio personal, esto es: su capacidad para evaluar crítica y racionalmente toda la inmisericorde cantidad de mensajes (morales, políticos, religiosos, publicitarios…) que reciben, desde su más tierna infancia, a través de todos los medios, incluyendo entre ellos a las familias y a las instituciones educativas.

jueves, 5 de octubre de 2023

No es país para el teletrabajo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Mientras el teletrabajo se extiende en muchos países, y en algunos supera ya al trabajo presencial, en España desciende y se sitúa por debajo de la media europea. Parece que las empresas y los organismos públicos españoles no se acaban de fiar de un sistema que en principio (cuestiones metafísico-marxistas aparte) no presenta más que ventajas, tanto para el trabajador (menos desplazamientos, más conciliación) como para las empresas (ahorro de costes, mayor productividad) y la sociedad en general (descongestión de las grandes ciudades, mantenimiento de la población en las pequeñas, disminución de la contaminación, etc.).

Las razones de esta desconfianza pueden ser muy variadas. Y alguna de ellas estrepitosamente irracional. Como la asociación que se establece entre productividad y presencialidad, algo que resulta notoriamente falso, especialmente en nuestro país. De hecho, los trabajadores españoles son de los menos productivos en relación con la cantidad de horas que pasan en el tajo (curiosamente, algo parecido cabe decir de los estudiantes españoles que, pese a que son de los que más horas pasan en clase – un 20% más que la media europea –, suelen obtener puntuaciones bastante mediocres en las pruebas internacionales de evaluación). Parece claro que ser más o menos productivo no tienen necesariamente que ver con calentar la silla de la oficina (o del aula) un elevado número de horas al día.

A esta asociación irracional entre «hacer» y «estar» tal vez se sume una cierta resistencia para gestionar relaciones laborales de manera virtual. Decía un viejo sociólogo que los españoles somos especialmente dados a lo concreto y poco amigos de lo abstracto. Tal vez por ello mantener el vínculo físico con colegas y compañeros (gestos, miradas, el contacto corporal al que tan dado somos los latinos), hacer corrillos y pasillos, bajar al bar a tratar un asunto, charlar espontáneamente con este o con aquel, etc., sean hábitos difíciles de cambiar para la mayoría de mis compatriotas. Esto sin contar con la sensación de poder que (según algunos malpensados) proporciona el tener a un subordinado físicamente delante, a tu entera disposición y sujeto a un horario marcial…

La desconfianza con respecto al trabajo en casa se muestra también en algunas fórmulas de trabajo híbrido, en las que el empleador, aun permitiendo el teletrabajo durante ciertos días, obliga al empleado a acudir regularmente a la empresa u oficina, se necesite o no, por simple afán de control (como cuando uno está en libertad provisional y ha de comparecer regularmente ante un juez). Hay empresas en las que, para más inri, el teletrabajo solo se permite en días alternos, evitando que se acumulen, como si se temiera que el currante fuera a irse, qué se yo, a teletrabajar al Caribe (cosa que, si mejorase el rendimiento de los trabajadores, y yo fuera el empresario, sería el primero en animarlos a hacer).

Otro motivo importante para frenar la extensión del teletrabajo en nuestro país es, obviamente, el de las infraestructuras. Difícilmente podrá teletrabajar quien viva en uno de esos pueblos en los que hay poco menos que subirse al campanario para obtener cobertura, o desde los que no hay manera de viajar de forma eficaz y relativamente cómoda, aunque sea de vez en cuando.

He dicho pueblos, pero lo mismo podría haber dicho ciudades de provincia. Y Extremadura es en esto desgraciada y notoriamente ejemplar (a mí mismo, que vivo al lado de la capital autonómica, me resulta imposible tener conexión por cable o viajar a ninguna gran ciudad sin conducir durante horas mi propio vehículo, pues no hay trenes, ni autobuses ni aviones que te permitan llegar a ninguna parte a horas laboralmente decentes). Todo esto hace que la fórmula del teletrabajo, un sistema perfecto, en teoría, para librar a zonas casi despobladas del abandono definitivo, se vuelva poco menos que inviable, y que acabe por reproducir los desequilibrios geográficos debidos al empleo y la productividad presencial tradicional.

En cualquier caso, e independientemente de lo que ocurra aquí, el teletrabajo se extenderá por todo el mundo por motivos básicamente económicos, culturales y ecológicos. Todo dependerá de lo que la tecnología vaya permitiendo hacer en remoto (y todo el mundo predice que acabará por hacerlo casi todo). No es difícil augurar, pues, que ir físicamente a un lugar más o menos lejano para hacer lo que se puede hacer mejor y de manera más sostenible desde casa o desde algún otro lugar más próximo, será visto muy pronto como un atraso inconcebible. Solo espero que no acabemos por perder también y del todo una oportunidad que, junto con otros y esperados trenes (el de la tecnología, el de un servicio ferroviario que no nos provoque ganas de llorar…), es de las pocas cosas que podría salvar a la España periférica y pobre – es decir, a la nuestra – de su definitiva y completa extinción. 

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