viernes, 29 de mayo de 2020

El no-lugar de la ciudadanía


Un asunto capital en una democracia es la manera en que se genera y modula la opinión pública y, por tanto, la voluntad de la ciudadanía. Dado que en teoría el ciudadano es el que manda (junto a las leyes que él mismo se da, y ciertos principios y procedimientos fundamentales), importa garantizar la “calidad” del proceso por el que aquel forma sus propios juicios. Así, surge una pregunta siempre candente para los filósofos: ¿qué hay que hacer para que las opiniones que se generan y difunden entre la ciudadanía sean tan justas y objetivas como puedan ser?

Según algunos (vamos a llamarlos “liberales ortodoxos”), no hay que hacer nada. Que la gente tenga opiniones “justas y objetivas” resulta, incluso, quimérico. Los ciudadanos – dicen – no tienen habitualmente razones objetivas (¿existe tal cosa?), sino deseos e intereses particulares (a los que su razón sirve, a lo más, de justificación o instrumento). La legitimidad democrática no depende, pues, de cómo de bien informada o argumentada esté la opinión pública, sino solo de garantizar que cada opinión pueda expresarse libre y proporcionalmente (según sea su poder) para que, finalmente, “gane” la que concite más apoyos.

Según otros (antítesis de los anteriores), las ideas objetivas sobre lo Justo sí que existen: son, precisamente, las suyas propias. Y si parte de los ciudadanos no las reconocen es por falta de educación, de conciencia de clase, de madurez política, o porque, en el estado de alienación en el que viven, se dejan manipular (por el “sistema”, el “enemigo”, los “poderosos”) ¿Qué habría que hacer entonces? La respuesta, para estos (vamos a llamarlos “estatalistas dogmáticos”), consiste en “reeducar” a la ciudadanía en los valores e ideas adecuadas. 

Finalmente, entre ambos extremos, están aquellos que creen – que creemos – que en un contexto democrático no debe haber demasiadas ideas a priori acerca de lo que es Justo, pero sí el hábito de aproximarnos permanentemente a ellas mediante el debate público.  Sin una idea común de justicia no hay comunidad; pero sin espacios en los que la ciudadanía sea quien delibere y determine cuál pueda ser esa idea común, dicha comunidad no puede ser democrática.

Ahora bien, ¿dónde y cuándo podría existir hoy esa escena deliberativa en la que los ciudadanos pueden formarse – y no solo expresar – su propia opinión sobre lo que es justo de forma libre y autónoma, esto es, de manera racional, crítica, dando y recibiendo argumentos en un diálogo constante, franco y abierto con los demás? Es claro que ese espacio de debate no es el de las instituciones representativas, al menos en tanto estas no estén ocupadas por ciudadanos (hay fórmulas para ello), en lugar de por los cuadros de los partidos. Tampoco los partidos, o los grandes medios de comunicación, consagrados ambos a la lucha por el poder, son el lugar para otros debates que no sean los puramente estratégicos. ¿Entonces?

El de “sociedad civil” es un concepto en decadencia. Nadie cree que en los “lobbies”, los “think tanks” o los sindicatos se debata de forma abierta y desinteresada acerca del bien común; como tampoco que las ONG, las pequeñas asociaciones o el mundo de la cultura tengan un peso relevante en la opinión pública (salvo cuando se acogen a la financiación gubernamental o el apoyo de los grandes medios). El resto son las infinitas pistas del circo de las redes sociales, en las que el debate, si lo hay, está sujeto al control e interés de sus dueños (las compañías tecnológicas y sus clientes).

¿Y la educación? Tampoco. El enfoque pragmático y productivista al que se ve, cada vez más, sujeta, apenas deja sitio, ni en las aulas ni fuera de ellas, para el debate político, ético o filosófico (sustituido, a lo sumo, por la retórica de la educación en valores).

La conclusión es tajante. Los ciudadanos no tenemos hoy más lugar en que ejercer nuestra soberanía que las urnas y las redes sociales; lo que equivale a sustituir el debate público por la simple expresión de los intereses subjetivos y los arrebatos dogmáticos. Ahora bien: si el juicio maduro y autónomo de la ciudadanía no tiene lugar, tampoco la democracia puede ser otra cosa que pura ficción.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.

jueves, 21 de mayo de 2020

El diablo en la dehesa



A veces, la Historia escribe derecho con renglones torcidos: siglos de injusticia y pobreza, y un mínimo desarrollo industrial, han hecho que nuestra tierra sea hoy una de las regiones más verdes y hermosas de Europa. Sus dehesas interminables y llenas de vida, sus recónditas aldeas y el riquísimo patrimonio arqueológico y cultural que alberga, la convierten en uno de los lugares más atractivos y con más futuro medioambiental del país. Tener la oportunidad, a pocos minutos o kilómetros de tu casa, de atravesar un bosque centenario, admirar un dolmen neolítico, contemplar el vuelo de las grullas o, simplemente, respirar aire puro, son privilegios que en otros lugares – con rentas más altas – solo se disfrutan en circunstancias excepcionales, vacaciones o, con suerte y dinero, tras la jubilación.  

Aunque solo sea en esto, los extremeños hemos tenido suerte. Si esta región hubiera sido un polo industrial o estuviera más cerca de la costa o las grandes capitales, buena parte de todo ese patrimonio natural y cultural habría sido destrozado y malvendido, y viviríamos, como casi todo el mundo, rodeados de autovías atestadas, fábricas, pueblos dormitorio, urbanizaciones y enormes polígonos comerciales en los que creernos nuevos ricos para endeudarnos en no menos nuevas formas de indigencia.   

Así que, ya ven: los extremeños somos, quizá, más pobres (según con quién se compare uno), pero no vivimos en la miseria. Aunque sí tentados, una y otra vez, por aquellos que quieren vendérnosla bajo el envoltorio del “desarrollo”. Como el diablo en el paraíso bíblico – en un paraíso con forma de dehesa – , comerciales y gerentes de grandes empresas foráneas descienden sibilina y regularmente a los despachos de los políticos con su pintoresca oferta de inversiones y negocios: fantasmagóricos casinos en mitad del campo, minas milagrosas o, el último grito: decenas de gigantescas plantas fotovoltaicas (las-mayores-de-Europa, oiga) para seguir siendo el coto energético del país a costa de arruinar el paisaje y trocar campos de cultivo y pastoreo en kilométricos y mudos desiertos de silicio.

Todo esto se torna más alarmante aún al comprobar cómo en otras comunidades, y con el pretexto de la crisis que se nos viene encima, se relajan o eliminan trámites y controles ambientales. Cambien también aquí unos pocos votos y verán cómo, en lugar de dehesas, tendremos más megaplantas fotovoltaicas aún o, como en Andalucía o Murcia, nuevos y megalomaníacos proyectos urbanísticos. Dirán que ponemos la venda antes de la herida, pero mucho me temo que en este país no hemos aprendido, que seguimos empeñados en arreglarlo todo trasegando cemento y ladrillos, o esperando, como los aldeanos de aquella película de Berlanga, la llegada de una rutilante multinacional que nos llene los bolsillos de dinero fácil.

Más valdría que, en lugar de todo esto, peleáramos por defender unos precios agrícolas dignos que vuelvan a hacer rentable el campo extremeño, que cuidáramos de nuestras pequeñas y medianas empresas o que, de manera más ambiciosa, y como proponía un reciente estudio de la UEX, exigiéramos una contraprestación a los beneficios que proporciona nuestra inmensa riqueza forestal: si, tal como reza dicho estudio, nuestros 630 millones de árboles absorben un CO2 equivalente a las emisiones de todos los coches que circulan por Europa, ¿por qué no habríamos de exigir un justo pago por ello?

Piénsenlo. Nuestra tierra no da dinero como un casino, ni tasas como una multinacional dadivosa, pero es rica en vida como pocas. Gocemos, preservemos y démosle el incalculable valor que tiene. No nos vaya a pasar como al pescador de la fábula. Ya saben, aquel al que tentaba un astuto coach para que abandonara su sencillo modo de vida, multiplicara sin tino su producción, y trabajara día y noche para, con el dinero que ganara, poder vivir justo… como había vivido siempre: con tiempo, sosiego y en un lugar donde, en pocos minutos o kilómetros, se puede atravesar un bosque centenario, admirar un dolmen neolítico, contemplar el vuelo de las grullas o, simplemente, respirar aire puro.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico de Extremadura. Para leer el artículo original pulse aquí.

jueves, 14 de mayo de 2020

Comeréis huevos



Recuerdo, hace años, a una compañera quejarse amargamente de que los alumnos le reprocharan la misma impuntualidad que les recriminaba habitualmente a ellos. “¡Habrase visto – contaba indignada –, decidme que yo también llego tarde! ¿Y qué tendrá eso que ver? ¡Pues os aguantáis – contó que les dijo a los alumnos –: cuando seáis padres, ya comeréis huevos!”. Me acuerdo de la castiza naturalidad con que lanzó esta especie de proclama supremacista de los huevos y de la sonrisa, igualmente espontánea, de los colegas allí presentes…
Lo cierto es que la escena no tenía nada de asombroso. El prejuicio cuartelero de que la veteranía es fuente incontestable de privilegios – por arbitrarios que estos sean – es común no solo en las aulas, sino en casi todos los ámbitos sociales y profesionales. Así, se supone que los empleados más jóvenes, los docentes primerizos, los médicos en prácticas, los reclutas recién llegados, etc., han de realizar las tareas más ingratas (y, a veces, difíciles), trabajar más, cobrar menos, y someterse sin chistar a los hábitos, órdenes y caprichos de los colegas de mayor edad (y no siempre de más categoría o mérito). Este dogma es parte de una vieja estructura “gerontocrática” de dominación que está presente (entremezclada con otras como la clase social, el género o la profesión) en casi todas las culturas, y cuyo éxito se debe, en gran medida, a un “contrato generacional” implícito: aquel que asegura a los más jóvenes que su entrega y sumisión se verán recompensadas, tras un número prudente de años, con el ascenso a la misma posición de privilegio que disfrutan los adultos (esos que ya “comen huevos”).
Ahora bien, ¿qué pasa si ese acuerdo generacional se rompe? Desde hace decenios, crisis tras crisis, nuestros jóvenes tienen cada vez más claro que, salvo excepciones, van a vivir peor que sus mayores, y que aquellos logros (un trabajo estable, una casa propia, reunir cierto patrimonio) que antaño se tenían por una compensación natural a muchos años de esfuerzo, son, hoy por hoy, poco menos que un milagro. El pacto intergeneracional se está resquebrajando con la misma rapidez que aquellos otros mecanismos – el estado de bienestar, la prosperidad de las clases medias, el prestigio de la educación pública… – que garantizaban un nivel mínimo de cohesión social y conformidad en torno a un sistema productivo en sí mismo poco o nada igualitario.
Y bien, ¿qué se puede y debe hacer ahora? Lo primero, evitar las promesas. Augurar que “en algún momento” la reactivación económica precisará de estos jóvenes (que ya no lo serán tanto) tan exquisitamente formados y acostumbrados a acostumbrarse a todo, no les vale de nada a personas que ven, día tras día, como se esfuma la posibilidad real de realizar sus proyectos laborales y personales. Se impone, pues, un “sacrificio” por parte de las generaciones y clases mejor situadas; no solo por puro sentido de la solidaridad y la justicia, sino también por interés en la estabilidad del sistema que sostiene sus propios privilegios. Una política fiscal y social decidida y de dimensiones europeas (ingreso mínimo, regularización del empleo temporal, reparto del trabajo, control del precio de los alquileres, inversión en educación pública, becas, rentas por natalidad…) es lo menos que merecerían estos jóvenes, víctimas del incumplimiento del “contrato generacional”.
Por descontado que a ellos también habría que exigirles algo. No ya formación profesional o “resiliencia” (de ambas cosas andan sobrados), sino compromiso crítico y movilización política, algo imprescindible para salir del atolladero. Y eso que también ahí parece que están dando el callo. Recientes estudios muestran que los jóvenes están cada vez más interesados en política (lo cual no quiere decir en la política tradicional o de partidos – no hay más que recordar el 15-M –). Y las facultades de filosofía están llenas a rebosar, ofreciendo, algunas, grados nuevos y prometedores, como el de Filosofía, Política y Economía, que estudian ya varios de mis exalumnos. Tengo confianza en ellos. No para que esperen su turno de “comer huevos”, sino para que sepan cómo hacer para que podamos comerlos todos.

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura, para leer la versión impresa pulsar aquí.




jueves, 7 de mayo de 2020

Hacernos (los) suecos


Se debate estos días sobre la idoneidad del modelo de confinamiento punitivo y duro que ha adoptado el gobierno español para afrontar la pandemia, en comparación con el de aquellos otros países que, en menor o mayor grado – desde Portugal al caso extremo de Suecia – han optado por un confinamiento más laxo y por apelar al sentido de responsabilidad de sus ciudadanos. ¿Se ha hecho lo correcto en nuestro país?

Más allá de cuestiones estrictamente epidemiológicas o éticas, uno de los argumentos de los defensores del “modelo duro” es el de la presunta y “proverbial” indisciplina de los españoles con respecto a las normas, motivo por el cual – dicen – se hacía necesario legislar con severidad, amenazar con cuantiosas multas o hacer aparecer a la policía y el ejército diariamente en la televisión pública.

¿Pero es esto cierto? ¿Somos así de indisciplinados los españoles? ¿Se puede hablar, siquiera, y con un mínimo de rigor, de un modo “español” de ser? ¿Y, si lo hubiera, debería tal cosa llegar a determinar nuestra forma de gobernarnos? Veamos.

Sobre la presunta idiosincrasia hispánica no sabe uno con qué fuente de conocimientos empezar a trabajar: si con la literatura costumbrista del XIX, la sociología recreativa de columnistas y tertulianos o, directamente, con los chistes de Arévalo. Dado que los prejuicios ayudan poco a la reflexión (más bien la sustituyen), me limitaré a constatar lo que me parece más prudente y obvio: que no hay ninguna manera “española” de ser” (como tampoco la hay sueca, alemana o palentina). Lo que hay, siempre, es una enorme variedad de conductas y personas relacionadas en complejas redes sociales (culturales, de género, de clase, de edad…) que difícilmente permiten hacer generalización moral alguna. Es, desde luego, indudable que cada país (y pueblo, y barrio, y club, y grupo de amigos…) tiene costumbres y tradiciones, o miembros más o menos responsables, pero nada que no sea modulable o que legitime poner en cuarentena los principios democráticos.  

Y hablo de tales principios porque me parece incongruente mantener convicciones democráticas y, a la vez, pensar que los ciudadanos son incapaces de actuar con la responsabilidad y la autoridad política que les adscribe, por principio, la democracia. Si uno cree de verdad que “sin mano dura somos ingobernables”, lo suyo es apostar por un estado despótico. De hecho, el tufo a paternalismo (y a su complemento clientelista) que desprenden a menudo nuestros hábitos políticos – y en esto los ciudadanos son tan responsables o más que los gobernantes, a los que, sin embargo, se les echa puerilmente la culpa de todo – podría confirmar la inmadurez política de la ciudadanía y la necesidad de que se la gobierne en todo.  

Ahora bien, incluso aceptando el supuesto de que seamos un país aún inmaduro para el autogobierno democrático, y de que, por tanto, nos “convenga” una cierta tutela despótica, tendríamos que preguntarnos si la estrategia educativa que permitimos – y pedimos – a nuestros ilustrados y déspotas tutores es o no la adecuada. ¿Se fomenta el uso maduro y responsable de la libertad en los ciudadanos negándoles el ejercicio de esa misma responsabilidad? Educar “para” la autonomía es educar “en” la autonomía. La experiencia y la lógica enseñan que, si tratas a las personas como a niños díscolos a los que hay que estar continuamente vigilando, acaban por comportarse como tales. La coacción y el reglamentarismo producen tantos pícaros e hipócritas como borregos, es decir, de todo menos ciudadanos. Aunque claro, también puede ser que, como afirman los más pesimistas, la gente no tenga la intención de cargar con ese pesado fardo que son la libertad y la ciudadanía 

Pues lo siento (y me alegro): si queremos vivir en una sociedad libre y democrática no hay más remedio que permitir que los ciudadanos decidamos y actuemos, en todo, bajo nuestra propia responsabilidad. Y arriesgarnos en ello a muerte. Como hacen los suecos y en lugar de “hacernos el sueco”, cosa esta que, en el fondo, no parece más que una pataleta adolescente o un mal remedo de la autonomía que se nos niega y que, tal vez, no nos apetezca tampoco tomarnos demasiado en serio. ¿O sí?

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo original pulsar aquí.

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